sábado

URUGUAY COMO PROBLEMA - ALBERTO METHOL FERRÉ



DECIMOTERCERA ENTREGA

4. La necesidad de trascender al Uruguay (5)
Por eso, hay más relación actual entre la “situación terrista y la de Gestido que con el batllismo propiamente dicho. Creo que esta crisis de los partidos tradicionales se objetiva de modo supremo en el agotamiento histórico del batllismo, al que asistimos, refugiándose la mentalidad puramente distributivista de una clase media angustiada en los sectores de la llamada izquierda, así como es previsible una irritación popular contra los grandes terratenientes, con un vigor desconocido antes en el país, pero con enormes dificultades prácticas. Es muy espinoso el salto desde el asfalto hasta la campaña. La ira popular corre el riesgo de quedar en el vacío, sin consecuencias reales, perdiéndose su eco en los campos distantes y despoblados. Sólo una tremenda necesidad puede producirlas. En ese sentido, puedo traer a colación un pensamiento habitual de Nardone, quien solía repetir: “Hasta que Montevideo no arda, no puede esperarse ni pretenderse ningún cambio profundo en el país”. Sólo semejante incendio social podría trascender la literatura. Esa visión apocalíptica no puede por cierto descartarse. Quizá sólo un gran sufrimiento, la desgracia sostenida e insostenible, altamente concentrada en Montevideo, termine con las inercias sobrevivientes a la muerte de la renta diferencial, y ponga en tensión real, decidida e inteligente al país. Lo seguro, es que nadie o muy pocos salen a la intemperie anticipadamente. Para que así sea casi es necesario haber perdido la casa. Ese ya no tener nada que perder nos hace futurizar de verdad. El pueblo hace muy pocas revoluciones, es sensato y conservador. Pero a diferencia de intelectuales o de jóvenes subsidiados en rebelión familiar, cuando se propone la revolución la hace, pues es también un acto de sensatez y conservación, no contradictorio con la audacia y el heroísmo; y ajeno a toda gratuidad. Hace la revolución cuando es lo único sensato.
Y ¡pocos pueblos con tantas razones para ser conservador, como el uruguayo! Para ser legítimamente conservador. Hasta ahora, aquí el conservatismo ha tenido mejores razones que la aventura. No vamos a repetir los elogios en que el uruguayo se ha autodeleitado. Es cosa que va deslizándose paulatinamente en las sombras del pasado. Sin embargo, los factores estáticos son aún muy poderosos. Tenemos las clases medias populares en que está más extendida la propiedad habitación. La vivienda propia es realidad para una proporción gigantesca del pueblo uruguayo. Y esa paradójica masa de “propietarios-asalariados” no propende por cierto a la movilidad, el bien inmueble no es afecto a lo mueble. Desde fines de siglo, con Piria, gran político-rematador que abrió a la inmigración nueva residencia en la tierra, hasta Vaz Ferreira que postulando como derecho humano fundamental “habitar sobre el planeta” dio categoría filosófica al sueño de la casa propia, la inversión inmobiliaria ha sido la principal en el país. (Por travesura, podríamos decir que “fue el búho de Piria”). Incluso el actual proceso inflacionario, unido a las leyes de alquiler, no ha mermado el número de propietarios sino que los ha acrecentado. A lo que se suma: la gran cantidad de pequeños empresarios que con costos fijos de escasa entidad, pueden soportar mejor la crisis que grandes firmas; la debilidad de nuestra burguesía industrial y por consiguiente de nuestro proletariado. Y dominándolo todo, el neomaltusianismo espontáneo de las clases uruguayas, que –envejecidas– son poco permeables a los cambios. ¿Pero qué puede esto contra los factores negativos que arruinan el país, y que tienden necesariamente a dinamizarlo, así sea por desesperación? No vamos a hacer enumeraciones resabidas, pero vale resumir: estancamiento de la producción, déficit del presupuesto del Estado y de las balanzas de comercio y de pagos, que se hacen crónicos, y que nos encuentran con una descapitalización acumulativa, atraso técnico, parálisis o mal uso de la mayor parte de la población activa del país. No hay país con semejante lujo que no haya estallado.
El Uruguay, a pesar de su lentísimo crecimiento demográfico, comenzó a fagocitarse su renta diferencial, a la vez que impulsaba sus industrias livianas en íntima relación con los momentos cruciales de la retirada inglesa: la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. A medida que el Uruguay salía de la órbita inglesa, por las grandes crisis capitalistas, aumentaba su capacidad de sustitución de importaciones, aunque generaba nuevas dependencias de las industrias pesada y combustibles extranjeros. Y a la vez, cuanto más se interiorizaba el mercado, más visible se hacía que ese mercado no tiene dimensión para un desarrollo industrial moderno, generando costos no competitivos. Su última expresión será la empírica política industrializadora de Luis Batlle, contemporánea a la de Perón y toda América Latina, aprovechando la postración europea, y que pronto rebota contra el tope diminuto de nuestras posibilidades internas, con la recuperación europea, con los términos adversos del intercambio y lo menospreciable de nuestro peso específico en los mercados internacionales. La ingenua y utópica visión del Uruguay industrial, deseable pero fantástica, moría para siempre en la especulación cambiaria y bancaria, y los terciarios quedaban sin futuro. Tenía que venir la revancha de los sectores primarios de la economía (agro preindustrial) sobre los terciarios (servicios). Lo que de seguido provoca el contraoleaje ruralista de 1958, que se estanca en la esterilidad de estimular a la producción agropecuaria a través de los solos precios, limitándose a transferir al agro más moneda y acelerando las condiciones de su envilecimiento, incapaz de poner coto a la política de clientelas y de introducir mayor racionalidad en los mecanismos económicos; latifundio y banca intactos. La fisiocracia de los primarios no podía sacudirse a los terciarios de encima, sin enfrentar su propia transfiguración. Se había llegado al fin de la jornada. Si antes Keynes no había podido prescindir de Quesnay, luego Quesnay tampoco podía dejar a Keynes. Morían como abrazados a un rencor… porque Ricardo se iba.
Pero aparecían los augurios de un viraje histórico sin antecedentes: en el orden interno, la creación del CIDE, primer intento global de información, diagnóstico y formulación planificadora del país; y en el orden externo, la ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio), signo de la inevitable vuelta hacia adentro de las economías latinoamericanas, que en un grado u otro debían confluir hacia la gran nación inconclusa de América Latina. La liquidación de la renta diferencial nos obligaba a replantear en términos de economicidad global y nos hacía asomar a América Latina, no con el sentimiento, sino por necesidad. La necesidad de trascender al Uruguay en que nacimos se hacía imperiosa, impostergable, fatal.
El viraje más radical de nuestra historia ahora ya está a la vista ¿Para ser uruguayos, debemos dejar de ser uruguayos al modo que fuimos y aún somos? O crece o muere. Y nos está vedado crecer como imperialismo. Nos está vedada una modernización industrial a la altura de las técnicas actuales, por ser un mercado aldeano. ¿Qué hacer? El Mercado Común Latinoamericano se nos viene encima cargado de consecuencias y nuevas cuestiones gravísimas. La llamada Integración no sólo es un repertorio de soluciones sino de portentosos problemas, como un salto en que se generan nuevas contradicciones y concordias, y que por ello nos exige un replanteo no menos radical de nuestras políticas inveteradas. Y ese reto abarca por igual a derechas e izquierdas.
Habrá derechas e izquierdas, que se aferren anacrónicas a los Estados Parroquiales latinoamericanos. Habrá derechas e izquierdas dispuestas a trascenderlos de raíz, y los modos de lucha tomarán nuevas dimensiones. Nada será de posible eficacia si no se reasume al nuevo nivel de la nación latinoamericana en marcha. Toda política de derecha o izquierda que se limite a atrincherarse en los vetustos esquemas de los países latinoamericanos como “naciones completas”, será una política estéril, reaccionaria, exenta de pensamiento creador, sin salida, de crítica mecánica y abstracta, ausente del sentido dialéctico de los acontecimientos, arrastrada por ellos, impotente. ¡Bueno sería que la izquierda se enclaustrara en los fragmentos de la balcanización! Todos hablan hoy en términos “latinoamericanos”, pero rehúsan extraer y adelantar verdaderos planteos, y por lo común están muy por debajo de nuestra circunstancia y prospectiva, como esa literatura amorfa de la “Revolución Continental” que escamotea enfrentar la cuestión de la Revolución Nacional Latinoamericana, que se resiste a asumir la cuestión de la unidad nacional latinoamericana, de tan gigantescas proyecciones. El campo de batalla empieza a ser otro, y exige reacuñar nuevas estrategias y tácticas que sepan medirse con las nuevas escalas.
Y aquí volvemos a nuestro punto de partida. Al Uruguay mismo como problema. Los supuestos de nuestra vieja política internacional se han evaporado: el Imperio Inglés ha sido sustituido por el Yanqui; el viejo Uruguay agropecuario, extravertido y agotado ya no permite el cada uno en su casa, y tiene que abrirse a sus vecindades latinoamericanas. Para el Uruguay interiorizarse es latinoamericanizarse. Nuestra política nacional será ir más allá del Uruguay para salvar al Uruguay en el sentido de su propia historia. Si Ponsomby ha muerto, nos queda Artigas. Pero examinemos más de cerca las nuevas hipótesis, algunas, que nos impone la nueva situación del país, para ver qué es lo vivo y lo muerto de lo recibido. El Nirvana es para los que salen, o se detienen, en la historia. No lo queremos para nosotros.

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