sábado

SALINGER - FRANNY Y ZOOEY



(Traducción de Isabel de Juan)

VIGESIMOSEXTA ENTREGA

ZOOEY (20)

El olor a pintura fresca era muy fuerte ya al salir del cuarto de estar. El vestíbulo aun no estaba pintado, pero habían extendido períodicos por todo el suelo de madera, y el primer paso de Zooey -indeciso, casi aturdido- dejó la huella de su tacón de goma en la sección deportiva, sobre una fotografía de Stan Musial mostrando una trucha de cuatro metros de largo. En su quinto o sexto paso estuvo a punto de chocar con su madre, que venía del dormitorio.

-¡Creí que te habías marchado ya! -dijo ella. Llevaba dos colchas de algodón, lavadas y dobladas-. Me había parecido oír la puerta… -se interrumpió para examinar el aspecto general de Zooey-. ¿Qué es eso? ¿Sudor? -preguntó. Sin esperar respuesta, cogió a Zooey por el brazo y le llevó, casi en volandas, como si fuera tan ligero como una escoba, a la luz que venía de su dormitorio recién pintado-. Es sudor -su tono no hubiera expresado mayor asombro y censura si los poros de Zooey hubiesen exudado petróleo-. ¿Qué demonios has estado haciendo? Acabas de bañarte. ¿Qué has hecho?

-Llego tarde, gorda. Venga, déjame pasar -dijo Zooey. Habían sacado al vestíbulo una cómoda alta de Filadelfia que, junto con el cuerpo de la señora Glass, le obstruía el paso-. ¿Quién ha puesto aquí esta monstruosidad? -preguntó, mirándola.

-¿Por qué estás sudando de ese modo? -inquirió la señora Glass, mirando primero la camisa, y luego a él-. ¿Has hablado con Franny? ¿Dónde has estado? ¿En el cuarto de estar?

-Sí, , en el cuarto de estar. Por cierto que yo en tu lugar entraría allí un segundo. Está llorando. O lo estaba cuando la dejé -dio unos golpecitos en el hombro de su madre-. Vamos, en serio. Apártate de mí…

-¿Llorando? ¿Otra vez? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

-Yo qué sé, por el amor de Dios… Le escondí sus cuentos. Venga, Bessie, échate a un lado, por favor. Tengo prisa.

La señora Glass, aun mirándole, le dejó pasar. Liego, casi inmediatamente, se dirigió al cuarto de estar con un paso tan vivo que apenas pudo gritarle por encima del hombro:

-¡Cámbiate esa camisa, jovencito!

Si Zooey la oyó, no dio señales de ello. Al otro extremo del vestíbulo, se metió en la habitación que en otro tiempo había compartido con sus hermanos gemelos y que ahora, en 1955, era sólo suya. Pero permaneció en su habitación no más de dos minutos. Al salir, llevaba puesta la misma camisa sudada. Sin embargo, se notaba un cambio, ligero pero perceptible, en su apariencia. Había cogido un puro y lo había encendido. Y, por algún motivo, tenía un pañuelo blanco atado en la cabeza, posiblemente para protegerse de la lluvia, del granizo, o del azufre.

Cruzó el vestíbulo y fue directamente a la habitación que habían compartido sus dos hermanos mayores.

Esta era la primera vez en casi siete años en que Zooey, según la frase hecha, “ponía los pies” en la antigua habitación de Seymour y Buddy. Descontando un episodio sin importancia ocurrido dos años antes, cuando registró metódicamente el apartamento entero buscando una prensa de raqueta, extraviada o “robada”.

Cerró la puerta tras de sí lo más herméticamente que pudo, y con una expresión que implicaba que la ausencia de llave en la cerradura merecía su desaprobación. Una vez dentro, apenas echó una ojeada al cuarto. Por el contrario, se dio la vuelta y se encaró deliberadamente con una hoja de cartón de fibra, que una vez fue blanca como la nieve, clavada sin contemplaciones en la parte interior de la puerta. Era una hoja gigantesca, casi tan ancha y tan larga como la propia puerta. Se podía creer que en otro tiempo su blancura, suavidad y extensión habrían pedido quejumbrosamente letras de molde en tinta china. De ser así, no fue tan vano, ciertamente. Cada centímetro de superficie visible había sido decorada con cuatro hermosas columnas de citas de diversos textos de la literatura mundial. La letra era diminuta, pero negrísima y apasionadamente legible, aunque un poco florida en algunos puntos, y sin borrones ni correcciones. La caligrafía no era menos meticulosa ni siquiera en la parte inferior del cartón, cerca del suelo, donde evidentemente los dos escribientes, por turno, habían tenido que escribir tumbados boca abajo. No habían hecho el menor intento de dividir las citas y los autores en categorías o grupos de ninguna clase. De modo que leer citas de arriba abajo, una columna tras otra, era como caminar por un campamento de emergencia montado en una zona inundada, donde, por ejemplo, Pascal hubiese sido castamente acostado junto a Emily Dickinson, y donde, por así decirlo, los cepillos de dientes de Baudelaire y de Thomas de Kempis estuvieran colgados uno al lado del otro.

Zooey, de pie a la distancia adecuada, leyó la primera cita de la columna de la izquierda y luego continuó hacia abajo. Por su expresión, o más bien falta de ella, lo mismo podía haber estado leyendo un cartel anunciador de los parches del doctor Scholl, para matar el tiempo en una estación de ferrocarril.

Teneís derecho a trabajar, pero sólo por amor al trabajo. No tenéis derecho a los frutos del trabajo. El deseo de los frutos del trabajo no debe ser nunca vuestro motivo para trabajar. Tampoco cedáis nunca a la pereza.

Realizad todos vuestros actos con el corazón puesto en el supremo Señor. Renunciad a la codicia por los frutos. Sed equilibrados (subrayado por uno de los calígrafos) en el triunfo y en el fracaso; porque este equilibrio es el ánimo de lo que significa el yoga.

El trabajo hecho con preocupación en los resultados es muy inferior al trabajo hecho sin esa preocupación, con la clama de la auto-renunciación. Buscad refugio en el conocimiento del Brahmán. Aquellos que trabajan egoístamente por los resultados son infelices.
BHAGAVAD GITA

Quiso suceder.
MARCO AURELIO

Oh caracol
trepa al monte Fuji,
pero lentamente, lentamente.
ISSA

Respecto a los dioses, hay quienes niegan la existencia misma de la Deidad; otros dicen que existe, pero que no se mueve, ni se preocupa, ni tiene previsión por nada. Un tercer grupo le atribuye existencia y previsión, pero sólo para grandes asuntos celestiales, no para nada que esté en la tierra. Un cuarto grupo admite las cosas de la tierra además de las del cielo, pero sólo en general, y no respecto a cada individuo. Un quinto, al que pertenecían Ulises y Sócrates, es el que clama: “¡No me muevo sin tu conocimiento!”.
EPICTETO

El interés amoroso y el punto culminante se producían cuando un hombre y una dama, ambos desconocidos, entablase conversación en el tren que volvía al Este.
-Bien -dijo la señora Croot, pues era ella-. ¿Qué le ha parecido el Cañón?
-Una cueva -replicó su acompañante.
-¡Qué manera tan curiosa de expresarlo! -respondió la señora Croot-. Y ahora toque algo para mí!
RING LARDNER (Cómo escribir relatos)

Dios instruye al corazón no mediante ideas, sino mediante penas y contradicciones.
DE CAUSSADE

-¡Papá! -gritó Kitty, y le tapó la boca con las manos.
-Bueno, yo no… -dijo él-. Estoy muy, muy contento… Oh, qué bobo soy…
Abrazó a Kitty, le besó la cara, la mano, de nuevo la cara, y luego hizo el signo de la cruz sobre su cabeza.
Y en ese momento Levin experimentó un nuevo sentimiento de amor por este hombre, a quien apenas conocía hasta entonces, al ver qué despacio y con cuánta ternura nesaba Kitty su mano musculosa.
ANNA KARENINA

-Señor, deberíamos enseñarle a la gente que hacen mal en venerar las imágenes y las pinturas del templo.
Ramakrishna: -Así sois las gentes de Calcuta: queréis enseñar y predicar. Queréis dar millones cuando vosotros mismos sois mendigos… ¿Crees que Dios no sabe que le veneran en imágenes y pinturas? Si un devoto comete un error, ¿no crees que Dios comprenderá su intención?
EL EVANGELIO DE SRI RAMAKRISHNA

-¿No quieres unirte a nosotros? -me preguntó recientemente un conocido al encontrarme solo después de medianoche en un café que estaba ya casi desierto.
-No, no quiero -dije yo.
KAFKA

La felicidad de estar con la gente.
KAFKA

La oración de san Francisco de Sales: “¡Sí, Padre! ¡Sí, y siempre, sí!”.

Zui-Gan se interpelaba a sí mismo todos los días:
-Maestro.
Entonces respondía:
-Sí, señor.
Entonces añadía:
-Serénate.
De nuevo respondía:
-Sí, señor.
-Y después -continuaba- no te dejes engañar por los demás.
-Sí, señor; sí, señor -contestaba.
MU-MON-KWAN

Como la caligrafía del cartón era tan pequeña, esta última cita aparecía en la quinta parte superior de la columna, y Zooey podía haber seguido leyendo durante unos cinco minutos más, en la misma columna, sin tener que doblar las rodillas. Decidió no hacerlo. Se volvió sin brusquedad, se acercó al escritorio de su hermano Seymour y se sentó, retirando la silla de respaldo recto como si fuera algo que hiciera todos los días. Colocó el puro en el borde derecho del escritorio, con el extremo encendido hacia afuera, se inclinó hacia delante apoyándose en los codos y se cubrió la cara con las manos.

Detrás de él, a su izquierda, dos ventanas con cortinas, con las persianas medio bajas, daban a un patio: un valle nada pintoresco de ladrillo y hormigón que atravesaban anodinamente a todas horas del día las mujeres de la limpieza y los chicos de la tienda de comestibles. La habitación en sí era lo que podríamos llamar el tercer dormitorio principal del piso y no era, de acuerdo con los criterios más o menos tradicionales de las casas de pisos de Manhattan, ni soleado ni grande. Los dos hijos mayores de los Glass, Seymour y Buddy, se habían trasladado a él en 1920, a la edad de doce y diez años, respectivamente, y lo habían dejado libre cuando tenían veintitrés y veintiuno.

La mayor parte del mobiliario pertenecía a un “conjunto” de madera de arce: dos sofás-cama, una mesilla de noche, dos pequeños escritorios infantiles, donde era preciso sentarse con las rodillas encogidas, dos chiffoniers, y dos butaquitas. En el suelo había tres alfombrillas orientales domésticas, sumamente desgastadas. El resto, exagerando muy poco, eran libros. Libros que se leen. Libros que se van dejando. Libros con los que no se sabe qué hacer. Pero libros y más libros. Tres de las paredes de la habitación estaban cubiertas de altas estanterías llenas a rebosar. Los excedentes estaban apilados en el suelo. Quedaba poco espacio para andar, y ninguno para pasear. Un extraño con dotes para la prosa descriptiva que se emplea en los cócteles quizás habría comentado que el cuarto, a primera vista, parecía haber sido ocupado por dos aspirantes a abogado o investigador de doce años. Y de hecho, a menos que uno hiciera un examen bastante mninucioso del material de lectura, había pocas indicaciones, o ninguna, de que los antiguos ocupantes hubiesen llegado a la mayoría dentro de las dimensiones, predominantemente juveniles, de la habitación. Ciertamente, había un teléfono -el polémico teléfono particular- sobre el escritorio de Buddy. Y también numerosas quemaduras de cigarrillos en ambos escritorios. Pero otras señales más características de la edad adulta -cajas de gemelos o alfileres de corbata, cuadros en las paredes, los reveladores objetos que se van acumulando sobre los chiffoniers- habían sido retirados del cuarto en 1940, cuando los dos jóvenes se “ramificaron” y cogieron un piso propio.

Con la cara entre las manos y el tocado que se había hecho con el pañuelo cayéndole sobre la frente, Zooey permaneció sentado ante el antiguo escritorio de Seymour, inerte pero no dormido, durante veinte minutos largos. Luego, casi con un solo movimiento, apartó las manos de la cara, cogió el puro, se lo puso en la boca, abrió el último cajón de la izquierda del escritorio y sacó, usando ambas manos, un montón de unos veinte centímetros de espesor de lo que parecían ser -y eran- cartones de camisas. Colocó el montón ante sí y empezó a pasar los cartones de dos o en dos o de tres en tres. En realidad, su mano se detuvo una sola vez y muy brevemente.

El cartón en el que se detuvo había sido escrito en febrero de 1938. La letra, en lápiz azul, era la de su hermano Seymour:

He cumplido veintiún años. Regalos, regalos, regalos. Zooey y la niña, como de costumbre, han hecho sus compras en el bajo Broadway. Me han regalado una buena cantidad de polvos de picapica y una caja con tres bombas fétidas. Tengo que tirarlas en el ascensor de la Columbia o “algún sitio abarrotado” en cuanto se me presente una buena oportunidad.

Varios números de vodevil por la noche para divertirme. Les y Bessie han hecho un bonito baile sobre la arena que Boo Boo había robado de la urna del portal. Cuando terminaron, B. y Boo hicieron una imitación de ellos muy graciosa. Les casi lloraba. La nena cantó Abdul Abulbul amir. Z. hizo la salida de Will Mahoney que le enseñó Les, se dio de bruces contra la librería y se puso furioso. Los gemelos hicieron la imitación de Buck y Bubbles que solíamos hacer B. y yo. Pero a la perfección. Maravillosa. En mitad de esta, llamó el portero por el teléfono interior para preguntar si estábamos bailando. Un tal señor Seligman, del cuarto…

Aquí Zooey dejó de leer. Le dio al montón de cartones dos golpes secos sobre la superficie del escritorio, como se hace con una baraja de naipes, luego lo volvió a meter en el último cajón y cerró éste.

Una vez más, se apoyó en los codos y ocultó la cara entre las manos. Esta vez permaneció inmóvil como media hora.

Cuando se movió de nuevo, fue como si le hubiesen atado unos hilos de marioneta y hubiesen tirado de ellos con fuerza. Al parecer tuvo el tiempo justo de coger su cigarro antes de que otro tirón de los invisibles hilos le llevase a la silla del segundo escritorio -el de Buddy- donde estaba el teléfono.


En este nuevo asiento, lo que hizo fue sacarse los faldones de la camisa fuera de los pantalones. Se desabrochó la camisa por completo, como si los tres pasos del viaje lo hubiesen trasladado a una zona extrañamente tropical. A continuación se quitó el puro de la boca, pero se lo pasó a la mano derecha y lo mantuvo allí. Con la derecha se retiró el pañuelo de la cara y lo puso junto al teléfono, en lo que era implíctamente una posición de “disponible”. Luego descolgó el teléfono sin ninguna vacilación perceptible y marcó un número local. Un número muy, muy local. Cuando hubo terminado de marcar, cogió el pañuelo y lo puso sobre el micrófono, muy flojo y hueco. Respiró hondo y esperó. Podía haber encendido su puro, que se había apagado, pero no lo hizo.

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