UNDÉCIMA ENTREGA
IV (4)
No bien se fue su primer oficial, al encontrarse solo sobre el puente el capitán MacWhirr llegó zigzagueando hasta la timonera. La puerta se abría hacia afuera, de modo que tuvo que librar un combate con el viento para traerla hacia sí, y cuando finalmente logró entrar, fue como si un disparo de fusil lo hubiera hecho atravesar la madera.
El mecanismo de la dirección perdía vapor, y una ligera niebla cubría el espacio reducido donde el cristal de la bitácora formaba un óvalo de luz. El viento aullaba, cantaba, silbaba o se lamentaba en ráfagas súbitas, que sacudían las puertas y postigos en medio de los chubascos malignos de las olas.
Dos rollos de líneas de sondeo y un bolso de lona blanca, que colgaban de un cabo, se alejaban en movimiento de péndulo para volverse a aplastar contra la mampara. El enjaretado casi flotaba; con cada golpe de mar, el agua se infiltraba por las rendijas de la
puerta; el timonel se había quitado la gorra y su chaqueta, y se mantenía apoyado contra la caja de engranajes. La pequeña rueda de bronce del timón parecía un juguete frágil y brillante entre sus manos. De su camisa de algodón rayada sobresalían los músculos del cuello, resistentes y magros; una mancha negra se destacaba en el hueco de su garganta, y su cara estaba tranquila y hundida como en la muerte.
El capitán MacWhirr se secó los ojos. La ola que casi lo había arrastrado le había arrancado la gorra de su cabeza calva. Su pelo rubio y sedoso, ahora empapado y obscurecido, parecía una madeja de algodón sucio que le rodeaba el cráneo. Su cara, brillando con el agua salada, se había enrojecido con el viento y las salpicaduras del mar, de modo que daba la impresión de salir sudando de un horno.
-¿Usted acá? -murmuró pesadamente.
El segundo oficial se había deslizado dentro de la timonera, un rato antes. Instalado en un rincón, con las piernas recogidas, las sienes apoyadas en sus puños, su actitud sugería rabia, tristeza, resignación y entrega, mezclada con un rencor concentrado.
Contestó lúgubre y desafiante:
-Me toca mi guardia abajo ahora, ¿no?
La caja de engranajes resonó, se detuvo y volvió a resonar. Los ojos del timonel se desorbitaban mirando la rosa de los vientos, encerrada en la bitácora de cristal, como si ésta hubiera sido un trozo de carne. Sabe Dios cuánto tiempo había estado allí gobernando el barco, olvidado de todos sus compañeros.
Las campanas no habían sonado, ni se habían producido relevos; el viento había barrido con la rutina, las costumbres y el empleo del tiempo; pero él trataba de todas maneras de mantener la proa hacia el nornordeste. Podría haberse perdido el timón, haberse apagado los fuegos, quebrado las máquinas, haber estado el barco a punto de volcarse de lado como un cadáver, y él no hubiera sabido nada de nada. Su única preocupación era la de no confundirse ni perder la dirección del barco. Preocupación mezclada con angustia, porque la rosa del compás, al girar sobre su pivote, de derecha a izquierda, parecía por momentos dar la vuelta entera. Se acentuaba su tensión mental; tenía un miedo terrible de que la timonera entera fuera arrasada. Montañas de agua continuaban cayéndole encima. Cuando el barco se hundía desesperadamente en el mar, los extremos de sus labios se crispaban.
El capitán MacWhirr levantó la vista hacia el reloj de la timonera. Atornillado a la pared, sus agujas negras sobre la esfera blanca parecían inmóviles. Era la una y media de la mañana.
-Un nuevo día -murmuró para sí.
Pero el segundo lo oyó y levantando la cabeza, como quien ha estado llorando entre ruinas, dijo:
-No lo verá despuntar.
Se podría ver cómo entrechocaban sus rodillas y puños, de tanto que temblaba.
-No, por Dios, no lo verá...
Y de nuevo se sujetó la cabeza entre las manos.
El cuerpo del timonel apenas si se había movido; pero su cabeza permanecía inmóvil sobre su cuello, fija como una cabeza de piedra sobre una columna. Soportando un bandazo que casi le segó las piernas, y tambaleando para equilibrarse, el capitán MacWhirr dijo austeramente:
-No haga caso de lo que dice ese hombre. -Añadiendo muy grave, con un tono indefinible-: No está de guardia.
El marino no contestó.
El huracán continuaba sacudiendo la pequeña cabina, que parecía hermética, mientras la luz de la bitácora vacilaba sin cesar.
-No ha sido relevado -continuó el capitán MacWhirr, mirando hacia abajo-. Quiero, no obstante, que continúe gobernando mientras pueda. Ya tiene la mano hecha. Otro hombre podría echar a perder todo. No es posible. No es juego de niños. Y probablemente la tripulación está ocupada en algo allá abajo. ¿Cree que puede continuar?
La caja de engranajes se sacudía violentamente, y el hombre, quieto, inmóvil su mirada, estalló como si toda la pasión contenida en su cuerpo se hubiera concentrado en sus labios:
-¡En nombre de Dios, capitán!; puedo gobernar por los siglos de los siglos, si nadie me habla.
-¡Ah!, ¡muy bien!, ¡muy bien... -y por primera vez el capitán miró al hombre-, Hackett!
Pareció descartar este asunto de su cabeza. Se inclinó hacia el tubo portavoz que comunicaba con la sala de máquinas, y soplando se agachó para oír. El señor Rout desde abajo contestó y el capitán de inmediato puso sus labios en la embocadura.
Aplicaba sus labios alternando con su oído, mientras la tormenta lo rodeaba con su ruido ensordecedor; y la voz del ingeniero subía hacia él, áspera, como en el calor de un combate. Uno de los fogoneros se había accidentado, los otros estaban incapacitados, el segundo ingeniero junto con el auxiliar atendían las calderas. El tercer ingeniero cuidaba el vapor de las válvulas. Las máquinas eran atendidas a mano.
-¿Cómo está allá arriba?
-Bastante mal. Ahora depende mayormente de usted -dijo el capitán MacWhirr-. ¿Está allá abajo el primer oficial? ¿No?, bueno, ya pronto llegará. -Que el señor Rout le permitiera hablar por el portavoz, por el de cubierta, porque él, el capitán, se dirigía de inmediato al puente. Había algún desorden entre los chinos. Parecía que estaban peleando. "No puedo permitir peleas." Pero el señor Rout se había ido; el capitán MacWhirr pudo sentir contra su oído las pulsaciones de las máquinas; parecían el latido del corazón de la nave.
Se oyó la voz del señor Rout a la distancia. El barco hundió su proa, las pulsaciones se detuvieron bruscamente con un silbido. La cara del capitán MacWhirr permaneció impasible, y sus ojos descansaron inconscientemente sobre el cuerpo agachado de su segundo oficial. Desde las profundidades llegó de nuevo la voz del señor Rout, y las pulsaciones recomenzaron su latido, primero con lentitud, acelerando después.
El señor Rout había vuelto al portavoz.
-No tiene mayor importancia lo que hagan los chinos -dijo apresuradamente; después con irritación añadió-: El barco se zambulle como si no tuviera intención de volver a subir.
-Mar muy grueso -murmuró la voz del capitán desde arriba.
-Prevéngame a tiempo para evitar la última zambullida -ladró Solomon Rout por el tubo.
-Llueve y está obscuro. Imposible ver lo que se viene -musitó la voz-. Imprescindible... mantener... velocidad... lo suficiente para... poder gobernar... y correr el riesgo -continuó separando las palabras.
-Acá arriba se está destrozando mucho -siguió la voz con dulzura-. Con todo, no nos va tan mal. Naturalmente que si fuera arrancada la timonera...
El señor Rout, prestando atención, comentó algo con acritud.
Pero la voz pausada que llegaba de arriba se animó, preguntando:
-¿Jukes no ha llegado todavía? -y después de una pequeña pausa-: Desearía que se apurara, quisiera que terminara y que subiera acá por si sucediera algo. Para vigilar el barco. Estoy solo. El segundo oficial está perdido...
-¿Qué? -preguntó desde la sala de máquinas el señor Rout. Luego hablando por el tubo gritó-: ¿Se cayó fuera de la borda? -y enseguida puso el oído para escuchar.
-Perdió la cabeza -continuó desde arriba la voz sensata-. Es una situación muy delicada.
Inclinado sobre el portavoz, el señor Rout abrió desmesuradamente los ojos ante esta noticia. Oyó ruidos de pelea y exclamaciones entrecortadas. Puso más atención.
Mientras tanto, Beale, el tercer ingeniero, con los brazos en alto, sostenía entre las palmas de sus manos el borde de una pequeña rueda negra que sobresalía del costado de un tubo grande de cobre; la sostenía sobre su cabeza como si ésa hubiera sido la postura correcta de algún deporte nuevo.
Para mantenerse en su sitio apoyaba su espalda contra la pared blanca con una pierna en flexión. Un trapo le colgaba de su cinturón. Sus mejillas imberbes estaban ennegrecidas y acaloradas y el polvo de carbón que se había posado sobre sus párpados como las líneas de un maquillaje realzaba el brillo líquido del blanco de sus ojos, dándole a su cara un aspecto femenino, exótico y fascinante. Cuando el barco cabeceaba, él giraba la rueda con movimientos precipitados.
-Se enloqueció -volvió a repetir la voz del capitán por el tubo-. Se abalanzó sobre mí, me vi obligado a golpearlo... en este preciso instante. ¿Me oyó, señor Rout?
-¡Diablos! -murmuró el ingeniero-. ¡Cuidado, Beale !
Su grito resonó como la alarma de una trompeta entre las paredes de fierro de la sala de máquinas. Pintadas de blanco, éstas se elevaban hacia la penumbra del tragaluz, inclinándose como un techo; y todo el vasto espacio parecía el interior de un monumento, dividido por enrejados de metal, con luces que centelleaban a distintos niveles; en el centro, una columna de penumbra hesitaba en medio del esfuerzo ruidoso de las máquinas, debajo del bulto inmóvil de los cilindros. Una vibración intensa y salvaje, compuesta por todos los ruidos del huracán, flotaba en el silencio del aire cálido; estaba impregnada de un olor a metal recalentado, a aceite y de una vaga bruma. Los golpes del mar, sordos y formidables, parecían atravesar la sala de máquinas de un lado a otro. Destellos que parecían llamas largas y pálidas temblaban sobre la superficie lustrosa del metal; los enormes manubrios emergían por turnos como una llamarada de cobre y acero, y desaparecían, mientras que las bielas con sus junturas gruesas, como huesos de un esqueleto, parecían hundirlos para después levantarlos con una precisión fatal. Y en lo hondo de la media luz, otras bielas iban y venían esquivándose deliberadamente, mientras que las piezas en cruz se balanceaban, y discos de metal se frotaban, sin dañarse, unos contra otros, lentos y calmos dentro de la confusión de sombras y luces.
De vez en cuando todos estos sonidos poderosos disminuían su ritmo simultáneamente, como si formaran parte de un organismo viviente, atacado súbitamente por un acceso de languidez; entonces los ojos del señor Rout se oscurecían dentro del marco de su cara larga y pálida. Libraba esta batalla calzando zapatillas; una chaqueta corta y pequeñísima que apenas si le cubría la espalda, y de las mangas apretadas sobresalían sus puños y manos blancos; parecía que esta situación hubiera aumentado su estatura, alargado sus extremidades, intensificado su palidez y hundido más aún sus ojos.
Se movía incesantemente, subiendo y desapareciendo en el fondo, con método, inquieto pero resuelto, y cuando se inmovilizaba sujetándose a la baranda continuaba mirando el manómetro que estaba a su derecha y el nivel del agua sujeto a la pared blanca e iluminado por la lámpara que se balanceaba.
Las bocas de los portavoces bostezaban estúpidamente cerca de su codo, y el dial del telégrafo y la sala de máquinas semejaba un enorme reloj de gran diámetro cuya esfera contuviera palabras en lugar de números. Las letras se destacaban, gruesas y negras, rodeando el eje del indicador; sustituyendo así enfáticamente las exclamaciones de "Adelante", "Atrás", "Despacio', "Media Marcha"; y la gruesa aguja negra marcando hacia abajo la palabra "Todo"; así destacada, capturaba las miradas como puede atraer la atención un grito agudo. El cilindro de baja presión, en su caja de madera, formaba sobre su cabeza una masa amenazante y majestuosa y exhalaba un suspiro débil a cada golpe de pistón; aparte de ese ligero silbido, las máquinas hacían funcionar sus partes de acero a toda velocidad o lentamente, pero siempre con una determinación silenciosa y suave.
Y todo esto, las paredes blancas, el acero movedizo, las chapas del piso bajo los pies de Solomon Rout, el enrejado de fierro sobre su cabeza, la obscuridad y los reflejos, se elevaba y descendía, coordinado, siguiendo el movimiento de las olas que golpeaban contra el casco de la nave. La espaciosa sala que el viento hacía resonar sordamente parecía balancearse en la cumbre de un árbol, o a veces se ladeaba como llevada de uno a otro lado por las formidables ráfagas.
-Tiene que apurarse en subir -dijo el señor Rout no bien vio aparecer a Jukes en la puerta.
Jukes tenía la mirada vaga; parecía un ebrio con su cara encendida e hinchada como si hubiera estado durmiendo demasiado tiempo. El camino para llegar hasta allí había sido arduo y había recorrido el trayecto con una rapidez extenuante, correspondiendo la agitación de su cuerpo a la de su mente. Se había precipitado fuera del pañol, tropezando en el pasadizo sombrío con un grupo de hombres aterrorizados, que, al pasarlos todavía inseguro, le preguntaron rodeándolo: "¿Qué es lo que sucede, señor?" Bajó por la escala hasta las calderas, saltándose en su apuro algunos de los escalones de fierro. Llegó por fin a ese sitio profundo como un pozo y negro como el infierno; sitio que se movía para adelante y para atrás como un balancín.
El agua en la cala rugía cada vez que el barco se inclinaba, y pedazos de carbón rodaban de un lado a otro; se hubiera dicho una avalancha de piedras volcándose por una pendiente de metal. Alguien allí adentro gimió de dolor, y se podía vislumbrar a otro ser agachado sobre lo que parecía el cuerpo inerte de un hombre muerto; una voz fuerte blasfemó; el resplandor que emanaba por debajo de cada una de las puertas de los hornos se parecía a un charco de sangre cuya radiación terminaba en una oscuridad aterciopelada.
Una ráfaga de viento dio contra la nuca de Jukes y un instante después lo envolvía hasta sus tobillos mojados. Los ventiladores de la sala de calderas zumbaban: delante de las puertas de los seis hornos, dos figuras extrañas, el torso desnudo, tambaleaban agachándose al luchar con dos palas.
-¡Hola! Ahora sí que tenemos bastante corriente de aire -gritó el segundo ingeniero, quien parecía no haber estado esperando más que la llegada de Jukes para expresarse.
El hombre encargado de la máquina auxiliar, un individuo chico y ágil, con tez deslumbrante y un pequeño bigote descolorido, trabajaba en una especie de éxtasis sordo.
Se mantenían las máquinas a toda presión; un runruneo profundo, como el que puede hacer un camión vacío rodando sobre un puente, formaba un bajo sostenido en el concierto de todos los otros ruidos.
-Hay que dejar escapar el vapor de continuo -gritó el segundo.
La boca del ventilador, haciendo el ruido de mil cacerolas al ser fregadas, le espetó sobre sus hombros un chorro de agua salada, a lo que éste respondió con una andanada de imprecaciones, una maldición colectiva dentro de la cual englobaba su propia alma, y divagando como un loco continuó atendiendo su trabajo. Con un estrépito la visera de metal se levantó, dejando caer un reflejo pálido y ardiente sobre su cara insolente y la mueca de sus labios, para cerrarse en seguida con otro estampido metálico.
-¿Dónde diablos está el barco? ¿Me lo puede decir? ¿Bajo agua o qué? Llega hasta aquí a torrentes. ¿Se han ido al infierno las malditas tapas? ¿Eh? ¿No sabe nada usted marino desgraciado?
Jukes, después de un instante de estupor, había atravesado por delante de las calderas como una flecha, impulsado por el envión de un bandazo; no bien su vista abarcó la paz, brillo y amplitud relativa de la sala de máquinas, el barco, cayendo pesadamente de popa en el mar, lo precipitó con la cabeza gacha contra el señor Rout. El brazo del ingeniero jefe, largo como un tentáculo y movido como por un resorte, se tendió a su encuentro e hizo desviar su embestida hacia el portavoz, adonde llegó girando sobre sí mismo.
El señor Rout le repetía con insistencia:
-Tiene que darse prisa en subir, pase lo que pase.
Jukes gritó:
-¿Está usted ahí, capitán? -y después escuchó. Silencio. De pronto el rugir del viento retumbó en sus oídos; pero un instante más tarde una voz lejana apartó tranquilamente las vociferaciones del huracán:
-¿Es usted, Jukes?... ¿Qué hay?
Jukes no quería otra cosa que hacer su relato; sólo el tiempo parecía faltarle. Se explicaba perfectamente lo que estaba sucediendo. En su imaginación veía a los coolies encerrados en el entrepuente nauseabundo, sin esperanza de poder salir, acostados, enfermos de malestar y de terror entre las hileras de cofres; y después uno de esos cofres o quizás varios a la vez se habían desprendido al inclinarse el barco, golpeándose unos contra otros, reventándoseles los costados, volando las tapas, y todos los chinos se habían levantado a la vez para salvar lo que les pertenecía: y después, cada golpe del barco lanzaba a esa multitud que gritaba, de un lado a otro, en un remolino de madera rota, ropa hecha jirones y dólares que rodaban. Una vez comenzada la lucha, a ellos mismos se les hacía imposible detenerse. Sólo una fuerza mayor podría detenerlos ahora. Era un desastre. Jukes había visto todo esto; no tenía nada más que decir. Creía que algunos de ellos ya habían muerto. El resto continuaría peleando.
Sus palabras se aglomeraron en el tubo, tropezando una con otra. Subieron hasta lo que parecía ser el silencio de una comprensión iluminada que había permanecido sola allá arriba con el huracán; y Jukes sólo deseó con fervor no tener que enfrentarse más con ese desorden local, mezquina y odiosa adición a la ya gran aflicción de la nave.
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