viernes

SALINGER - FRANNY Y ZOOEY



(Traducción de Isabel de Juan)

VIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA


ZOOEY (21)

Aproximadamente minuto y medio antes, Franny, con una nota trémula en la voz, había rechazado el cuarto ofrecimiento de su madre en quince minutos de traerle una taza de “rico caldo de pollo calentito”. La señora Glass había hecho este último ofrecimiento de pie, en realidad a punto de salir del cuarto de estar camino de la cocina, con aire de porfiado optimismo. Pero la reaparición del temblor en la voz de Franny la hizo volver corriendo a su silla.

La silla de la señora Glass, popr supuesto, se encontraba en el lado de la habitación donde estaba Franny. Y en posición sumamente vigilante. Unos quince minutos antes, cuando Franny se había recuperado lo bastante como para sentarse y buscar con los ojos su peine, la señora Glass había cogido la silla recta de su escritorio y la había situado directamente contra la mesa de mármol. El lugar era excelente para observar a Franny, y además el observador quedaba en una situación desde la cual tenía al alcance un cenicero que había sobre la superficie de mármol.

Cuando se sentó de nuevo, la señora Glass suspiró, como suspiraba siempre, en cualquier circunstancia, cuando le rechazaban sus tazas de caldo de pollo. Pero, por así decirlo, había navegado durante tantos años en una patrullera por los canales alimentarios de sus hijos que ese suspiro no era en ningún sentido una verdadera señal de derrota y, casi inmediatamente, dijo:

-No entiendo cómo esperas recobrar tus fuerzas si no le das algo nutritivo a tu organismo. Lo siento, pero no lo entiendo. Has tomado exactamente…

-Mamá, por favor, te lo he pedido veinte veces. ¿Quieres hacer el favor de dejar de hablarme de caldo de pollo? Me da náuseas sólo… -Franny se interrumpió y escuchó-. ¿No es ese nuestro teléfono?

La señora Glass ya se había levantado de su silla. Tenía los labios un poco crispados. El sonido de un teléfono, cualquier teléfono, en cualquier parte, hacía que sus labios se crisparan un poco.

-Vuelvo en seguida -dijo y salió del cuarto. Tintineaba más audiblemente que de costumbre, como si una caja de clavos domésticos variados se le hubiese abierto en un bolsillo del kimono.

Estuvo fuera unos cinco minutos. Cuando regresó tenía la peculiar expresión de la que su hija mayor, Boo Boo, había dicho que sólo podía significar dos cosas: que acababa de hablar por teléfono con uno de sus hijos o que acababa de recibir un informe, de fuente autorizada, de que los intestinos de todos los seres humanos del mundo iban a funcionar con perfecta e higiénica regularidad por un período de una semana.

-Buddy está al teléfono -anunció al entrar en la habitación. Por una costumbre que tenía desde hacía varios años, reprimió cualquier pequeño matiz de alegría que hubiese podido aparecer en su voz.

La reacción visible de Franny ante esta noticia fue bastante poco entusiasta. En realidad, parecía nerviosa.

-¿Desde dónde llama? -preguntó.

-Ni siquiera se lo he preguntado. Da la impresión de que tiene un catarro horrible -la señora Glass no se sentó; permaneció en suspenso-. Date prisa, jovencita. Quiere hablar contigo.

-¿Lo ha dicho?

Claro que lo ha dicho! Date prisa… Ponte las zapatillas.

Franny salió de las sábanas rosa y la manta azul. Se quedó sentada en el borde del sofá, pálida y renuente, mirando a su madre. Buscó con los pies sus zapatillas.

-¿Qué le has dicho? -preguntó, inquieta.

-Ten la bondad de ir al teléfono, jovencita -respondió la señora Glass evasivamente-. Por el amor de Dios, apresúrate un poco.

-Supongo que le has contado que estoy a las puertas de la muerte o algo así -dijo Franny.

No obtuvo respuesta. Se levantó del sofá, no tan vacilante como lo habría estado una convaleciente posoperatoria, pero con cierta timidez y precaución, como si esperase, y tal vez deseara, sentirse algo mareada. Metió más los pies en las zapatillas, y salió de detrás de la mesa de mármol, desatando y volviendo a atar el cinturón de su bata. Un año antes más o menos, en un párrafo injustificadamente autocrítico de una carta a su hermano Buddy, se había referido a su figura diciendo que era “irreprochablemente americana”. Observándola, la señora Glass, que era una gran experta en figuras y andares de muchachas, una vez más, en lugar de sonreír, apretó un poco los labios. Sin embargo, en el instante en que Franny salió, ella dedicó su atención al sofá. Evidentemente, a juzgar por su expresión, había pocas cosas en el mundo que le desagradaran más que un sofá, un buen sofá de pluma, que hubiese sido utilizado para dormir. Se metió en el pasillo formado por la mesa y el sofá y empezó a darle una terapéutica paliza a todos los almohadones que había a la vista.

Franny, al pasar, ignoró el teléfono del vestíbulo. Evidentemente, prefirió andar un poco más para llegar hasta el dormitorio de sus padres, donde se encontraba el teléfono más popular de la casa. Aunque no había nada notablemente extraño en su modo de andar mientras cruzaba el vestíbulo -ni se demoraba ni se apresuraba-, se iba transformando curiosamente a medida que avanzaba. Producía la viva impresión de rejuvenecer a cada paso que daba. Es posible que los vestíbulos largos, más los efectos secundarios de las lágrimas, más el timbre de un teléfono, más el olor a pintura fresca, más los periódicos en el suelo; es posible que la suma de todos esos factores fuese para ella igual a un nuevo cochecito de muñecas. En cualquier caso, para cuando llegó a la puerta del dormitorio de sus padres, su elegante bata de seda -el emblema, quizá de todo lo chic fatale en la alcoba- parecía haberse convertido en una bata de lana de niña.

En el dormitorio de los señores Glass había un intenso olor a paredes recién pintadas, que incluso producía escozor en los ojos. Los muebles habían sido amontonados en el centro de la habitación y tapados con lona, una lona vieja, con manchas de pintura y aspecto orgánico. También las camas habían sido apartadas de la pared, pero estaban cubiertas con colchas de algodón que la señora Glass había proporcionado. El teléfono estaba ahora sobre la almohada del señor Glass. Evidentemente, también la señora Glass lo había preferido a la extensión menos privada del vestíbulo. El auricular estaba descolgado, esperando a Franny. Parecía casi tan dependiente como un ser humano del reconocimiento de su existencia. Para llegar a él, para redimirlo, Franny tuvo que pisar gran cantidad de periódicos y sortear un cubo de pintura vacío. Cuando llegó hasta él, no lo cogió sino que se limitó a sentarse a su lado en la cama, mirarlo, desviar la mirada y echarse el pelo hacia atrás. La mesilla de noche que habitualmente estaba junto a la cama se encontraba bastante cerca, de manera que Franny podía alcanzarla sin levantarse del todo. Metió la mano debajo del pedazo de lona particularmente sucia que tapaba la mesilla y tanteó hasta que encontró lo que buscaba: una cigarrera de porcelana y una caja de cerillas de un soporte de cobre. Encendió un cigarrillo, luego le echó al teléfono una mirada larga y extremadamente preocupada. Conviene indicar que, excepto su difunto hermano Seymour, todos sus hermanos tenían por teléfono voces demasiado vibrantes, por no decir atronadoras. En ese momento era muy posible que Franny vacilara ante el riesgo de enfrentarse simplemente al timbre, y no digamos al contenido verbal, de la voz de cualquiera de sus hermanos en el teléfono. A pesar de ello, dio una chupada nerviosa a su cigarrillo y, con bastante valor, cogió el auricular.

-Hola. ¿Buddy? -dijo.

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