jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV



traducción de José Ferrater Mora

QUINCUAGÉSIMOSEPTIMA ENTREGA

XVIII

LA DESESPERACIÓN Y LA NADA (3)       

Esta confianza absoluta en un conocimiento que dispone de verdades inmutables y absolutamente independientes, así como la convicción de que, si lo desea, es posible realizar mediante las propias fuerzas una vida virtuosa, han transformado ante nuestros ojos la Nada en Necesidad, luego en Ética y, finalemente, en Eternidad y en Infinito. Es extremadamente significativo que fuese precisamenbtre Nietzsche el primero que descubrió en Sócrates a un decadente, es decir, a un hombre caído. Y, sin embargo, la sabiduría de Sócrates, glorificada por el dios pagano, se reducía íntegramente al amor fati del que se engreía y enorgullecía Nietzsche como su mayor mérito. El dios pagano no podía hacer otra cosa que exaltar a Sócrates; también él estaba obligado a inclinarse ante la Necesidad. Como ya lo hemos visto, el poder del fatum se extendía tanto sobre los mortales como sobre los inmortales. La realidad no pertenece más a los dioses que a los hombres. Se encuentra en poder de la Nada, que no sabe qué hacer con ella, pero que no por eso deja menos que se le acerquen quienes más la necesitan. La Nada ha dispuesto las cosas de modo que todo transcurra, pase y desaparezca obediente a la “ley” del “nacimiento” y de la “destrucción”, santificada, además, por el más antiguo “conocimiento”. La realidad está sometida al tiempo, que dispone enteramente de ella. Por eso no le queda nada al hombre: el pasado no es ya, el futuro no es todavía; en cuanto al presente, comprimido entre el futuro aun ausente y el pasado ya desaparecido en el Leteo, se transforma en un espejismo, en una sombra o, si se prefiere, en imagen poética, en Regina Olsen cuando Kierkegaard intentó acercarse a ella. Y nadie en el mundo puede hacer nada contra la eterna “ley” del ser establecida por la omnipotente Nada: todos se declaran tan impotentes como Kierkegaard, pero con la diferencia de que ellos no se dan cuenta de su debilidad y no se asustan de ella. Y no existe aquí ninguna diferencia entre el sabio y el necio, entre el hombre instruido y el ignorante. Más todavía: los sabios y los cultos se manifiestan en este punto todavía más débiles, más desprovistos de todo medio de defensa que los necios y los ignorantes. Pues los sabios y los cultos no sólo se dan cuenta de que cuanto existe es vano y transitorio, sino que comprenden que no puede ser de otro modo, que así será siempre, cosa que los necios y los ignorantes ni siquiera sospechan.

Tal es la verdad fundamental e inmutable descubierta por el conocimiento y glorificada por la sabiduría humana. El conocimiento nos ha revelado que no se puede evitar la Nada. La sabiduría ha bendecido esta verdad revelada por el conocimiento: nosotros no debemos eludir esta verdad; no debemos combatirla ni discutirla: debemos aceptarla, amarla, glorificarla. Los mismos cielos cantan sus alabanzas: el hombre debe hacer coro con los cielos.

En esto consistía la filosofía de la existencia de los griegos, desde Sócrates hasta Epicteto: todas las escuelas, incluyendo los epicúreos, permanecían dentro de la órbita de aquel a quien el dios de Delfos había proclamado el más sabio de los hombres. Los antiguos estaban persuadidos (así lo repite Plotino) de que “en el comienzo había la razón, y todo es razón”, y de que la mayor desdicha para el hombre consiste en no llegar a un acuerdo con la razón. Como ya lo hemos dicho, Kierkegaard acudía también a Sócrates cada vez que sus fuerzas lo abandonaban. Y cuando así lo hacía le invadía una loca angustia y se imaginaba que todos sus fracasos se debían a que no había sabido apreciar los dones que le había otorgado la razón. Debemos confesar que las “verdades” socráticas le proporcionaban durante algún tiempo y en cierto sentido un alivio y una apariencia de consuelo. Sócrates lo defendía aparentemente contra Hegel y contra la filosofía especulativa. Tal vez gracias a Sócrates se dio cuenta de que “no comprender” a Hegel no significaba una tan gran vergüenza como parecía, pues es probable que Sócrates hubiese acogido a Hegel y a su universalismo (como consecuencia de esto Kierkegaard habló sardónicamente del universalismo en modo alguno universal del sistema hegeliano) tan duramente como las construcciones filosóficas de los sofistas. Sócrates le protegía también contra Münster: ni la vida de la predicación de Münster hubiesen resistido los embates de la ironía socrática. Y es más que probable que Sócrates hubiese tomado el partido de Kierkegaard en sus dificultades con Regina Olsen. Pues, lo mismo que Münster y Hegel, ella no seguía en su vida ni la verdad revelada por la razón, ni el bien compañero de la verdad. Si no lo ha sugerido, Sócrates ha por lo menos sostenido y reforzado en Kierkegaard ese pensamiento de que hasta bajo la feliz despreocupación de la juventud se oculta siempre una desesperación adormecida que el hombre podrá, si lo procura, despertar fácilmente. (1)

Todos los discursos edificantes de Kierkegaard a que hemos hecho alusión en los anteriores capítulos se apoyaban en Sócrates y en su “conocimiento”. Cada vez que una fuerza desconocida obligaba a Kierkegaard, cuando leía la Biblia, a “desviar su atención del milagro”, y a fijarla en la “verdad” y en el “bien” (así como, en el libro del Génesis, la serpiente sugirió al hombre que “desviara su atención” del árbol de la vida para fundar sus esperanzas en el árbol de la ciencia), buscaba consciente o inconscientemente ayuda en quien construyó “el acontecimiento más notable antes del advenimiento del cristianismo”. Sócrates le era necesario a Kierkegaard: no podía ni vivir ni pensar sin Sócrates. Es probable que precisamente en uno de esos instantes en que se hallaba bajo el hechizo de Sócrates, se le escapara este grito desesperado: “¿Cuál es la fuerza que me ha arrebatado mi honor y mi orgullo? ¿Estoy, pues, fuera de la ley?”. No podía evidentemente atenerse a esto. Su “audacia dialéctica”, lo que llamaba su audacia dialéctica lo empujó más lejos: alcanzó el límite desde el cual pudo ver que su experiencia no afectaba solamente a los hombres, sino también a Dios. También Dios fue privado de su honor, de su orgullo; también Dios se halla fuera de la ley. Contempla a su Hijo martirizado, pero se halla encadenado por la inmovilidad y no puede iniciar ningún movimiento. ¿Cuál es la fuerza que ha arrebatado a Dios su honor y su orgullo? Él es todo amor y misericordia y, sin embargo, igual al más ordinario de los mortales, debe contentarse con contemplar, helado de horror, las abominaciones que se desarrollan ante sus ojos.

Notas

1) Citaré ese pasaje in extenso, pues no sólo nos proporciona una cierta visión de los sentimientos de Kierkegaard hacia Regina Olsen, sino que testimonia una vez más que el verdadero carácter de esos frutos del árbol del árbol de la ciencia que le brindaba la mayéutica socrática: “Aun lo que humanamente hablando es bello y adorable -una feminidad toda juventud, plena armonía, alegría y paz-, aun esto sigue siendo desesperación. Exteriormente se trata, en efecto, de una dicha, pero, en el fondo, en el más secreto entresijo de la dicha habita la angustia, es decir, la desesperación. Pues es una predilección de la desesperación el estar en el mismo centro de la dicha. Pues la dicha no es espíritu; es inmediatez. Ahora bien, toda inmediatez no es, a pesar de su calma e su confianza imaginarias, más que angustia y, bien entendido, no es con la mayor frecuencia más que angustia ante la Nada. Por eso las más terribles descripciones de los horrores más espantosos no conseguirán asustar a la inmediatez como puede hacerlo una astuta alusión a algo inciertro realizada con palabras veladas, pero de un alcance bien calculado… al tiempo que se le hace observar que sabe bien de qué se trata… Pero la reflexión no está nunca tan segura de su éxito como cuando se sirve de la Nada para trenzar lazos. Y nunca la reflexión se expresa tan integralmente como cuando ella misma es la Nada. Sólo una reflexión eminente o, más exactamente, una gran fe poseería la fuerza suficiente para soportar la reflexión de la Nada, es decir, la reflexión infinita.” (VIII, 22.)

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+