jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


traducción de José Ferrater Mora

QUINCUAGÉSIMOSEXTA ENTREGA

XVIII

LA DESESPERACIÓN Y LA NADA (2)

Hay que creer que esta angustia que Kierkegaard atribuye al primer hombre era la angustia ante la posibilidad de encontrarse privado de la tutela de la razón. Y la serpiente se aprovechó de esta angustia para incitarle a gustar de los frutos del árbol de la ciencia. Sería, sin duda, más exacto y más conforme a la Biblia decir que esta angustia fue sugerida al hombre por el seductor y que de la angustia nació el pecado. La segunda tesis de Kierkegaard -la de que esta angustia fue la angustia de la Nada- es una de las intuiciones más profundas que ha habido sobre el misterio de la caída: el tentador sólo tenía la Nada pura, esa Nada de la que Dios extrajo, por medio de un acto creador, el universo y el hombre, pero que sin la intervención de Dios no habría podido surgir de los límites de su no existencia y no habría poseído ninguna significación dentro del ser. Pero si la omnipotencia divina podía crear el mundo de la Nada, la limitación del hombre y la angustia que le sugirió la serpiente transformaron, en cambio, la Nada en una fuerza desmesurada, destructora, aniquiladora. La Nada se reveló como un misterioso Proteo. Ante nuestra mirada se transformó primeramente en Necesidad, luego en Ética, finalmente en Eternidad, y logró con ello encadenar no sólo al hombre, sino también al Creador. Y es imposible luchar contra ella con los medios ordinarios. Nada influye sobre ella, se oculta bajo su no existencia cada vez que siente aproximarse un peligro. Desde nuestro punto de vista, Dios tiene aun más dificultades para luchar contra ella que el hombre. Dios desdeña toda coacción: la Nada no desdeña nada. Se mantiene únicamente gracias a la coacción, y su extraña existencia, sumida en la vaciedad de sí misma, no puede realizar más que la coacción.

La Nada se ha apropiado (lo repito una vez más: sin tener el menor deseo de ello) del predicado del ser como si ese predicado le hubiese pertenecido siempre. ¿Y no disponía la razón que, por sus funciones, hubiese tenido que oponerse a tal usurpación, del principio de contradicción (el más inmutable de los principios, como dice Aristóteles) y del no menos poderoso principio de la razón suficiente? La razón se calló, pues no se atrevía a moverse o no poseía la fuerza suficiente para moverse. La Nada lo ha hechizado todo y nos ha embrujado a todos: se diría inclusive que el mundo ha quedado adormecido, y hasta que ha muerto. La Nada se transforma en Algo, el Algo está de parte a parte traspasado por la Nada. En cuanto a la razón, a nuestra razón humana, que se nos enseña a considerar como lo mejor que poseemos (pars meliora nostra), como lo que nos hace semejantes a Dios, siguió tranquilamente y con indiferencia los acontecimientos y se pasó en seguida, automáticamente, al lado de la Nada tras la victoria de ésta (pues todo lo que es real es racional). Y así sigue montando la guardia junto a sus conquistas.

Nuestra razón no puede aceptar la idea del pecado original. Pues -y espero que esto resulte claro para todo el mundo- el poder y los derechos soberanos de la razón se mantienen únicamente gracias al pecado. Si, aunque no fuese más que un por un momento, el hombre fuera capaz de asimilarse la verdad de la Escritura, la razón perderían inmediatamente todos sus derechos: dejaría de ser un legislador independiente y debería contentarse con el modesto papel de un obediente ejecutor. Pero justamente aquí, en este “sí” totalmente extraño a nuestra conciencia, se oculta el mayor de los enigmas y una dificultad casi invencible. ¿De quién depende ese “sí”? ¿Somos libres de escoger? ¿Podemos aceptar la verdad bíblica si así lo queremos y rechazarla si no nos gusta? Kierkegaard y, con él, la experiencia interior de los hombres expulsados de esa realidad “general” que sirve de cebo a la filosofía especulativa responden: no, no podemos hacerlo. Nuestro destino ha sido determinado por la caída del primer hombre; el pecado ha zanjado la cuestión de una vez para todas. Nuestra libertad -esa libertad que el Creador otorgó al hombre cuando le insufló la vida- se halla en síncope, está paralizada. Un monstruo aterrorizador, la Nada, ha tomado posesión de nosotros. Sabemos, sentimos con todo nuestro ser que se trata de la Nada, es decir, que no existe, y a pesar de esto, no podemos luchar contra ella, como si se tratara no de la Nada impotente, sino de un “Algo” omnipotente. Más todavía: en virtud de una dialéctica inepta, de una dialéctica de pesadilla, hacemos todo lo posible para defender el poder y la potencia de esa Nada. Inclusive la hemos transformado en Necesidad, en Ética, en Eternidad, en Infinito. Nuestro conocimiento, nuestra conciencia son prisioneros de ella, no exterior, sino, por así decirlo, interiormente: somos incapaces de poner en duda la legalidad de sus pretensiones, inclusive cuando nos abruma con las más repugnantes exigencias. En la duda vemos una contradicción. Ahora bien, la Nada nos ha enseñado que es preferible aceptar cualquier cosa, cualquier abominación, siempre que no haya contradicción. Cuando Hegel afirmaba que la serpiente no había engañado al hombre y que los frutos del árbol de la ciencia se habían convertido en la fuente de la filosofía para todas las épocas, obraba de buena fe y decía la verdad: nuestra filosofía (es decir, la filosofía especulativa) comienza en el momento de la caída de Adán. Nosotros consideramos que, abandonado al poder de la Nada y penetrado entramente por esa Nada, lo “real” es efectivamente “racional”, justificado para siempre, esto es, invariable y deseable. Hay que aceptar y amar todo lo que nos traiga, y considerar que la última sabiduría reside precisamente en esta aceptación de lo real. Pero, ¿qué se puede esperar de Hegel cuando se ve que un pensador tan perspicaz, tan inquieto, tan sensible como Nietzsche “se inclinó” también ante la realidad? Su filosofía culmina en el amor fati: no sólo debemos aceptar, sino que debemos amar también la Necesidad precisamente porque excluye toda posibilidad de lucha. ¡Y se creía que la audacia de Nietzsche era ilimitada! Más allá del bien y del malLa voluntad de poderío llevaban a los hombres hacia la liberación suprema. Pero Nietzsche flaqueó antes las “verdades del conocimiento”: agachó la cabeza ante ellas. Los frutos del árbol de la ciencia -“apetitosos y agradables”- lo embrujaron, y canjeó su voluntad de poder por la sumisión, por el amor, por una servil fidelidad a la Necesidad. Y, además, se enorgulleció de ello. Exactamente como consta en Lutero: homo superbit et somniat, se sapere, se sanctum et justum ese… El hombre que se ha abandonado al poder de la nada se cree justo, y no sospecha ni siquiera que las cadenas con que lo cargó la Necesidad se estrechan a medida que aumentan en él la certidumbre de su ciencia y de su justicia.

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