VIGESIMOTERCERA ENTREGA
Capítulo 23
Pasos ligeros, pasos propios de mujer, sonaron en el invisible sendero y el hombre, frente a mí, se adelantó y parecía apoyarse en la niebla. No podía ver a la mujer, y de pronto la distinguí confusamente. El arrogante porte de la cabeza me pareció familiar.
El hombre salió de su escondrijo rápidamente. Las dos figuras se mezclaron en la niebla, pareciendo formar parte de ella. Por un momento hubo un silencio completo.
Luego, el hombre dijo:
-Esto es una pistola, señora. Calladita. El sonido se oye mejor con la niebla. Deme el bolso.
La mujer no hizo ningún ruido. Avancé un paso. Casi de repente pude ver la brumosa pelusa en el ala del sombrero del hombre. La muchacha estaba inmóvil. Entonces su respiración empezó a hacer un ruido áspero, como el de una pequeña sierra en la madera
blanda.
-Grite -dijo el hombre- y la parto por la mitad.
No gritó ni se movió. Hubo un movimiento por parte del hombre y una seca risa ahogada.
-Mejor estará ahí -dijo.
Sonó un broche y después llegó hasta mí el ruido de la búsqueda. El hombre se volvió y vino hacia mi árbol. Cuando había dado tres o cuatro pasos, oí otra risita ahogada. Esa risa me recordó algo. Cogí la pipa de mi bolsillo y la sostuve como una pistola. Llamé suavemente:
-¡Eh, Lanny!
El hombre se paró en seco y empezó a levantar las manos.
-Te dije que nunca hicieras eso, Lanny. Te estoy apuntando.
Nada se movió: ni la muchacha en el sendero, ni yo, ni Lanny.
-Pon el bolso en el suelo, entre tus pies, chico -dije-. Despacito y con cuidado.
Se agachó. Salté y lo alcancé todavía agachado. Se revolvió contra mí, respirando fuerte. Tenía las manos vacías.
-Dime que no puedo conseguirlo -dije. Me incliné y le saqué la pistola del bolsillo del abrigo-. Siempre hay alguien dándome pistolas. Estoy ya tan cargado de ellas que tengo que andar inclinado. Lárgate.
Nuestros alientos se encontraron y se mezclaron. Nuestros ojos eran como los de dos gatos vagabundos en un tejado. Retrocedí un paso.
-En marcha, Lanny, sin replicar. Estáte quieto y yo también te dejaré tranquilo. ¿De acuerdo?
-¡De acuerdo! -contestó.
La niebla se lo tragó. El ruido de sus pasos dejó de percibirse y después no se oyó nada más. Recogí el bolso, lo palpé y salí al sendero. La mujer todavía estaba allí, inmóvil, con un abrigo de piel gris sujeto con fuerza a la garganta con una mano, en la cual brillaba una sortija. No llevaba sombrero. Su pelo oscuro era parte de la oscuridad de la noche, lo mismo que sus ojos.
-Bonito trabajo, Marlowe. ¿Es usted ahora mi guardaespaldas? -su voz tenía cierto tono áspero.
-Eso es lo que parece. Aquí está el bolso.
Lo cogió y yo pregunté:
-¿Ha traído coche?
Se echó a reír.
-Vine con un hombre. ¿Qué está haciendo aquí?
-Eddie Mars quería verme.
-No sabía que le conociera. ¿Por qué?
-No me importa decírselo. Creyó que estaba buscando a alguien que se había fugado con su mujer.
-¿Y es cierto?
-No.
-Entonces, ¿para qué vino?
-Para averiguar por qué suponía que estaba buscando a alguien que se había fugado con su mujer.
-¿Lo averiguó?
-No.
-Vaya, va soltando información como un locutor de radio -dijo-. Supongo que no es cosa mía, a pesar de que el hombre fuera mi esposo. Creí que no estaba interesado en eso.
-La gente no hace más que repetírmelo.
Hizo un chasquido con los dientes en señal de fastidio. El incidente del hombre con la pistola no parecía haberle impresionado en absoluto.
-Bueno, acompáñeme al garaje -dijo-, tengo que echarle un vistazo a mi pareja.
Seguimos el sendero y dimos la vuelta a una esquina del edificio; más adelante había una luz; doblarnos otra esquina y llegamos a un establo iluminado con dos faroles. El suelo aún estaba cubierto de ladrillos inclinados hacia un enrejado que había en medio. Los coches brillaban; un hombre con un guardapolvo pardo se levantó de un taburete y avanzó hacia nosotros.
-¿Mi acompañante todavía está como una esponja? -preguntó Vivian sin darle mucha importancia.
-Me temo que sí. Le puse una manta encima y cerré las ventanillas. Está bien, supongo. Algo así como descansando.
Nos acercamos al enorme Cadillac y el hombre del guardapolvo abrió la puerta trasera. En el amplio asiento, despatarrado y cubierto hasta la barbilla por una manta a cuadros, había un hombre que roncaba con la boca abierta. Parecía ser un hombrón rubio que podía tragar enormes cantidades de licor.
-Le presento al señor Larry Cobb -dijo Vivian-. Señor Cobb, señor Marlowe.
Gruñí.
-Larry Cobb era mi pareja -dijo-, una pareja encantadora, muy atento. Debiera usted verle sereno. Yo debiera verle sereno. Alguien debiera verle sereno alguna vez, sólo como recuerdo y para que formase parte de la historia ese momento fugaz, pronto hundido en el tiempo pero nunca olvidado: cuando Larry Cobb estuvo sereno.
-Sí -contesté.
-Incluso pensé en casarme con él -continuó ella con voz cansada, como si empezara a hacerle efecto la tensión del atraco-. Fue en un momento de ocio, cuando nada agradable venía a mi mente. Todos tenemos esos ataques. Montones de dinero, ¿sabe? Un yate, una finca en Long Island, otra en Newport, otra en las Bermudas. Fincas aquí y allá, por todo el mundo probablemente, sólo separadas por una buena botella de whisky. Y para el señor Cobb una botella de whisky nunca está lejos.
-Si -repuse-. ¿Tiene un chófer para llevarle a su casa?
-No diga sí con ese tono tan ordinario -me miró con las cejas fruncidas. El hombre del guardapolvo se mordía el labio inferior-. ¡Oh, sin duda! Un pelotón completo de chóferes. Probablemente patrullan frente al garaje todas las mañanas, con los botones brillantes, los correajes bien lustrados e inmaculados guantes blancos, con una especie de elegancia al estilo de West Point.
-Bien, ¿dónde demonios está ese chófer?
-Conducía él mismo esta noche -me respondió el hombre del guardapolvo casi en tono de excusa-. Podría llamar a su casa y pedir que alguien viniese a recogerle.
Vivian se volvió y sonrió como si acabase de regalarle una diadema de brillantes.
-Eso sería magnífico -dijo-. ¿Quiere usted hacerlo? Realmente, no quiero que el señor Cobb fallezca así, con la boca abierta. Alguien podría pensar que había muerto de sed.
El hombre del guardapolvo replicó:
-Si lo huelen, desde luego que no, señorita.
Abrió el bolso, sacó un puñado de billetes y se lo entregó.
-Usted cuidará de él, estoy segura.
-Desde luego, señorita.
-Mi nombre es Regan -dijo dulcemente-, señora Regan. Me verá por estos lugares, probablemente. ¿Hace mucho que está usted aquí?
-No, señora.
Sus manos apretaban nerviosamente el puñado de dinero.
-Le gustará a usted mucho -dijo, y me cogió del brazo-. Vayamos en su coche, Marlowe.
-Está fuera, en la calle.
-Por mí, no está mal. Me gustan los paseítos en la niebla. Se encuentra uno a gente tan interesante...
-¡Oh, diablos! -exclamé.
Seguía colgada de mi brazo y empezó a tiritar. Permaneció agarrada con fuerza a mí durante todo el trayecto hasta el coche. Cuando llegamos, ya no tiritaba. Fuimos por un camino curvo, con árboles, que pasaba por un lado de la casa y salía al bulevar De Cazens, la calle principal de Las Olindas. Pasamos bajo los antiguos y chisporroteantes arcos de luz y, al cabo de un rato, nos encontramos ante los edificios de una ciudad, comercios con aspecto muerto, una gasolinera con una luz en un timbre de guardia y, por último un drugstore que aún estaba abierto.
-Mejor será que beba usted algo -dije.
Movió la barbilla, era un punto pálido en el rincón del asiento. Doblé en diagonal hacia el bordillo y aparqué.
-Un poco de café y un chorrito de whisky de centeno vendrían muy bien -dije.
-Podría emborracharme como los marineros y me quedaría tan campante.
Sostuve la puerta para que pasara, y lo hizo tan junto a mí que su pelo me acarició la mejilla. Entramos en el drugstore. Compré una pinta de whisky de centeno, la llevé donde estaban los taburetes y la dejé en el mostrador de mármol.
-Dos cafés solos, fuertes y de este año -pedí.
-No puede usted beber licor aquí -dijo el dependiente, que llevaba un guardapolvo azul descolorido, poco pelo y ojos azules de mirada honrada; su barbilla nunca tropezaría con la pared por andar distraído.
Vivian Regan sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos y lo sacudió para hacer salir un par de ellos, igual que un hombre. Me los tendió.
-Va en contra de la ley beber licor aquí -repitió el dependiente.
Encendí los cigarrillos y no le hice ningún caso. Sacó dos tazas de café de una cafetera deslucida y las puso delante de nosotros. Miró la botella de whisky, gruñó y dijo con resignación:
-¡De acuerdo! Vigilaré la calle mientras lo echa.
Se marchó y quedó detrás del escaparate, dándonos la espalda.
-Me siento el corazón en la espalda mientras hago esto -dije y destapé la botella, cargando generosamente el café-. El cumplimiento de la ley en esta ciudad es algo tremendo. Durante toda la época de prohibición, el local de Eddie Mars era un club nocturno, y tenía todas las noches dos hombres uniformados en el vestíbulo para vigilar que los clientes no trajeran su propio licor, en lugar de comprar el de la casa.
El dependiente se volvió bruscamente y, pasando por detrás del mostrador, se metió en la trastienda.
Empezamos a sorber nuestro cargado café. Miré el rostro de Vivian en el espejo que había detrás de la cafetera. Aquel rostro era hermoso y salvaje, y estaba pálido. Sus labios eran rojos y con expresión cruel.
-Tiene usted ojos perversos -dije-. ¿Qué tiene Eddie Mars contra usted?
Me miró por el espejo.
-Me llevé un montón de dinero suyo esta noche, empezando por cinco grandes que le pedí prestados ayer y que no tuve que emplear.
-Eso podría haberle puesto furioso. ¿Cree usted que mandó a ese prócer armado tras usted?
-¿Qué es un prócer armado?
-Un pistolero.
-¿Es usted un pistolero?
-Claro -reí-; pero, hablando en plata, un prócer está siempre en el lado malo de la raya.
-Me pregunto muchas veces si existe un lado malo.
-Nos estamos alejando del tema. ¿Qué tiene Eddie Mars contra usted?
-¿Quiere usted decir si ejerce sobre mí alguna clase de influencia?
-Sí.
-Más ingenioso, Marlowe, más ingenioso...
-No pretendía ser ingenioso. ¿Cómo está el general?
-No muy bien. Hoy no se levantó. Podría, por lo menos, dejar de hacerme preguntas.
-Recuerdo una época en que pensaba lo mismo de usted. ¿Qué es lo que sabe el general?
-Probablemente lo sabe todo.
-Se lo habrá dicho Norris.
-No; Wilde, el fiscal del distrito, le visitó. ¿Quemó usted las fotos?
-Claro. Usted se preocupa de su hermanita de vez en cuando, ¿verdad?
-Creo que ella es lo único que me preocupa. En cierto modo, también me preocupo por papá, para ocultarle cosas.
-No se hace muchas ilusiones -dije-, pero supongo que aún tiene su orgullo.
-Somos su propia sangre; eso es lo malo -me miró por el espejo, con ojos profundos y distantes-. No quiero que muera despreciando su propia sangre. Siempre ha sido sangre indómita, pero no despreciable.
-¿Y lo es ahora?
-Me imagino que usted lo cree así.
-No la de usted. Está solamente representando un papel.
Bajó los ojos. Sorbí un trago de café y encendí sendos cigarrillos para ambos.
-Así que dispara sobre la gente -dijo reposadamente-. Es usted un asesino.
-¿Yo? ¿Por qué?
-Los periódicos y la policía lo arreglaron muy bien, pero yo no me creo todo lo que leo.
-¡Ah! Usted cree que le ajusté las cuentas a Geiger, a Brody, o a los dos. –No respondió-. No necesité hacerlo -continué-. Supongo que podría haberlo hecho y quedar sin castigo. Ninguno de ellos habría dudado en llenarme de plomo.
-Eso, en el fondo, le convierte en un asesino, como todos los policías.
-¡Oh, caramba!
-Uno de esos hombres oscuros y terriblemente tranquilos que no tienen más sentimientos que los que experimenta un carnicero por la carne. Lo adiviné la primera vez que le vi.
-Tiene usted bastantes amigos de mala fama para pensar de otro modo.
-Todos son suaves comparados con usted.
-Gracias, señora. Usted no es una mosquita muerta que digamos.
-Vámonos de esta ciudad podrida.
Pagué la cuenta, me guardé en el bolsillo la botella de whisky y nos marchamos. Seguí sin caerle simpático al dependiente.
Nos alejamos de Las Olindas atravesando pueblecitos con playa y casitas como chozas construidas en la arena, cerca del mar, y casas más grandes edificadas más atrás, en las faldas de las colinas del fondo. Alguna ventana amarilla brillaba aquí y allá, pero la mayoría de las casas estaban a oscuras. Un olor a algas venía del mar y se quedaba prendido en la niebla. Los neumáticos cantaban sobre el hormigón húmedo del bulevar. El mundo era en aquellos momentos un lugar húmedo y vacío.
Estábamos cerca de Del Ray cuando volvió a hablar; era la primera vez que lo hacía desde que dejamos el drugstore. Su voz era ahogada, como si algo latiese en su interior.
-Vaya hacia el club Del Ray, en la playa. Quiero mirar el mar. Está en la próxima calle, a la izquierda.
Había una luz amarilla parpadeante en el cruce. Di la vuelta y bajé por una cuesta que tenía, a un lado, un risco alto, caminos interurbanos a la derecha, luces bajas extraviadas al fondo de los caminos y, a lo lejos, un brillo de luces del muelle y neblina en el cielo, sobre la ciudad. Por aquella parte, la niebla casi se había disipado. La carretera cruzaba los caminos donde éstos torcían para seguir por debajo del risco; luego, llegaba a un trozo de carretera pavimentada que bordeaba una playa abierta. Había automóviles aparcados a lo largo de la calzada, mirando al mar. Las luces del club estaban a unos cuantos metros.
Paré el coche junto a la acera, apagué los faros y me quedé con las manos en el volante. Bajo la niebla, las olas se curvaban y formaban espuma casi sin ruido, como un pensamiento tratando de aflorar al borde de la conciencia.
-Acérquese -dijo, con voz ronca.
Pasé del volante al centro del asiento. Volvió un poco el cuerpo como para mirar por
la ventanilla.
-¿Dónde vive?
-Hobart Arms, en la calle Franklin, cerca de Kenmore.
-Nunca lo he visto.
-¿Le gustaría verlo?
-Sí.
-¿Qué tiene Eddie Mars contra usted?
Su cuerpo se puso rígido y su aliento hizo un ruido ronco. Se me quedó mirando con sus grandes ojos negros.
-¿Esas tenemos...? -me dijo con voz suave y triste.
-Esas tenemos.
-¡Hijo de perra! -gritó tranquila y sin moverse.
Me reí en su cara.
-No crea que soy un témpano -le advertí-. No soy ciego ni carezco de sentidos. ¿Qué tiene Eddie Mars contra usted?
-Si vuelve a repetir eso, gritaré.
-Pues vamos, grite.
Se separó violentamente de mí y se sentó muy tiesa en un rincón del coche.
-Muchos hombres han muerto por pequeñas cosas como ésta, Marlowe.
-Muchos hombres mueren prácticamente por nada. La primera vez que la vi le dije que era un detective. Métase eso en su linda cabecita. Trabajo en eso, no juego a eso.
Buscó en el bolso, sacó un pañuelo y lo mordió con la cabeza vuelta. El sonido del pañuelo rasgándose llegó hasta mí. Lo rasgaba con los dientes una y otra vez.
-¿Qué le hace creer que tiene algo contra mí? -murmuró con la voz ahogada por el pañuelo.
-Le deja ganar un montón de dinero y luego manda a un tipo con pistola para que se lo quite. No está usted demasiado sorprendida. Ni siquiera me ha dado las gracias por salvarla. Creo que todo ha sido una comedia. Si quisiera halagarme, diría que en mi honor.
-Usted cree que él puede perder o ganar según desee.
-Claro. En apuestas de dinero, pierde cuatro veces y gana cinco.
-Tengo que decirle que detesto su suficiencia, señor detective.
-No me debe usted nada. Estoy pagado y despedido.
Tiró el destrozado pañuelo por la ventanilla.
-Tiene usted una preciosa manera de tratar a las mujeres.
-Me gusta besarlas.
-Conserva su sangre fría maravillosamente. Eso es muy halagador. ¿Debo felicitarle a usted o a mi padre?
No contesté. Su voz se tornó helada.
-Marchémonos de aquí, si es usted tan amable. Me gustaría estar ya en casa.
-¿No será como una hermana para mí?
-Si tuviera una navaja, le cortaría el cuello sólo para ver qué salía de él.
-Sangre de horchata -dije.
Puse en marcha el coche y di la vuelta, camino de West Hollywood. Ella no me habló. Apenas se movió durante todo el camino de regreso. Pasé las puertas de entrada y por el camino de arena llegué a la puerta cochera de la mansión. Ella abrió la portezuela y se lanzó fuera del coche antes de que hubiera parado del todo. Ni siquiera entonces me habló. Me quedé contemplando su espalda mientras permanecía contra la puerta después de tocar el timbre. La puerta se abrió y apareció Norris. Vivian Regan pasó rápidamente delante de él y desapareció. La puerta se cerró de golpe y yo quedé sentado allí, mirándola. Di la vuelta y tomé el camino de casa.
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