VIGESIMOSEGUNDA ENTREGA
Capítulo 22
Eran aproximadamente las diez y media cuando la pequeña orquesta mexicana se cansó de tocar una rumba en sordina que nadie bailaba. El que manejaba las maracas frotó los dedos entre sí como si le doliesen y se metió un cigarrillo en la boca casi con el mismo movimiento. Los demás, casi simultáneamente, alcanzaron los vasos que tenían debajo de sus sillas y comenzaron a sorber chasqueando los labios y poniendo los ojos en blanco. Por su actitud parecía tequila lo que bebían, pero probablemente era agua mineral, por lo que la simulación resultaba tan inútil como la música, puesto que nadie los miraba.
La estancia había sido en otros tiempos un salón de baile, en el que Eddie Mars había realizado solamente los cambios impuestos por su negocio. No se veía el brillo de los cromados, ni tampoco luz indirecta detrás de cornisas angulares; carecía de marcos lustrosos, de sillas de cuero de colores vivos y de tubos de metal brillante: no había allí nada de esa pacotilla moderna que es típica en los cabarés de Hollywood. Estaba alumbrada por grandes candelabros. Los paneles de las paredes eran de damasco rosa un poco descolorido por el tiempo y oscurecido por el polvo, y que hacía mucho habían hecho juego con el suelo entarimado, del que sólo era visible un pequeño espacio frente a la orquesta mexicana, pues el resto estaba cubierto por una gran alfombra que debía de haber costado un montón de dinero. El entarimado estaba hecho de varias clases de madera, desde teca de Birmania, pasando por una docena de matices de roble y madera roja que semejaba caoba, hasta el pálido malva de las colinas de California, todo ello arreglado en rebuscados arabescos.
Era todavía una hermosa habitación en la que ahora había ruleta en lugar de baile rítmico y anticuado. Había tres mesas junto a la pared más alejada. Una barandilla de bronce las unía y formaba una valla alrededor de los croupiers. Todas las mesas estaban funcionando, pero la más concurrida era la del medio. Cerca de ella pude ver el pelo negro de Vivian Regan, aunque yo me encontraba en el extremo de la habitación, apoyado en el bar y dando vueltas a un vasito de Bacardí.
El encargado del bar, junto a mí, contemplaba el grupo de gente bien vestida que había en la mesa del centro.
-Esta noche los está pelando -me dijo-. Esa muñeca alta con el pelo negro.
-¿Quién es?
-No conozco su nombre. Viene mucho por aquí.
-Cuéntele a otro eso de que no sabe su nombre.
-Yo sólo trabajo aquí -dijo, sin animosidad alguna-. Está completamente sola. El tipo que la acompañaba perdió el conocimiento y se lo llevaron a su coche.
-Yo la llevaré a su casa -dije.
-¡Que se cree usted eso! Bueno; en cualquier caso, le deseo suerte. ¿Quiere que le suavice el Bacardí o le gusta como está?
-Me gusta como está, si se puede decir que me gusta.
-A mí me cae como medicina para la difteria.
La gente se separó un poco y dos hombres vestidos de etiqueta se abrieron paso a través del grupo. Entonces vi la nuca y los brazos desnudos de Vivian Regan. Llevaba un vestido de terciopelo verde oscuro, con escote bajo, que parecía demasiado vistoso en este día. La gente volvió a acercarse y la ocultaron completamente, excepto la cabeza. Los dos hombres atravesaron la habitación, llegaron hasta el bar y pidieron un whisky con soda. Uno de ellos se veía sonrojado y tenso. Se limpiaba el rostro con un pañuelo ribeteado de negro. Las tiras de raso de sus pantalones eran anchas como raíles.
-Chico, nunca vi semejante racha -dijo con voz agitada-: ocho veces ha ganado el rojo, y dos no, todo seguido. Eso es ruleta, chico, eso es ruleta.
-Esto me da mala espina -dijo el otro-. Está apostando un billete de los grandes a cada jugada. No puede perder.
Metieron el pico en los vasos, sorbieron rápidamente y volvieron de nuevo a las mesas.
-Así son de listos estos hombrecitos -comentó el encargado del bar-; un billete de los grandes... ¡Pchs...! Vi a uno con cara de caballo en La Habana...
Se oyó un barullo en la mesa central y una voz extranjera y cortante se elevó sobre todas, diciendo:
-Le ruego que tenga paciencia, señora. La mesa no puede cubrir su apuesta. El señor Mars estará aquí en seguida.
Dejé mi Bacardí y avancé a través de la alfombra. La pequeña orquesta empezó a tocar bastante alto un tango. Nadie bailaba ni tenía intención de hacerlo. Fui serpenteando entre gente vestida de etiqueta, con ropa de sport y de trabajo, hasta la mesa de la izquierda, que estaba vacía. Había dos croupiers tras ella con las cabezas juntas y mirando de costado. Uno de ellos movía el rastrillo hacia adelante y hacia atrás sobre la mesa vacía. Ambos miraban a Vivian Regan.
Sus pestañas largas temblaban un poco y su rostro tenía un color blanco poco natural. Estaba en la mesa del centro, exactamente al lado opuesto de la ruleta. Había un montón
de dinero y de fichas frente a ella. Parecía ser una cantidad enorme. Le habló al\ croupier en tono frío, insolente y colérico.
-¿Qué clase de garito es éste? Me gustaría saberlo. Muévase, haga girar esa rueda, idiota. Quiero una jugada más; estoy haciendo apuestas en la mesa. He notado que cogen el dinero muy deprisa, pero cuando el llega el momento de soltarlo empiezan a lloriquear.
El croupier le dirigió una fría sonrisa, que miles de millones de tontos habían contemplado ya. Sus modales eran impecables. Contestó con voz grave:
-La mesa no puede cubrir su apuesta, señora. Tiene usted ahí más de dieciséis mil dólares.
-Es su dinero -dijo burlonamente- y no lo quiere recuperar.
Un hombre que se hallaba a su lado intentó hablarle. Ella se volvió con rapidez, le dijo algo y él se esfumó en el grupo que contemplaba el incidente. Una puerta se abrió en los paneles del extremo opuesto al lugar que cerraba la barandilla de bronce y Eddie Mars entró en la habitación con sonrisa indiferente en el rostro, las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta, con ambos pulgares fuera. Pasó por detrás de los croupiers y se paró en la esquina de la mesa del centro. Habló con calma y con menos cortesía que el croupier.
-¿Ocurre algo, señora Regan? -Ella volvió su rostro hacia él con una especie de embestida. Vi la curva de su mejilla ponerse tensa, con un gesto casi intolerable de burla, y no le contestó-. Si no juega usted más -dijo Eddie Mars gravemente -debe permitirme que mande a alguien para que la acompañe a su casa.
Ella se ruborizó. Sus mejillas permanecieron blancas. Se rió desafinadamente y dijo con amargura:
-Una jugada más, Eddie. Todo lo que tengo, al rojo. Me gusta el rojo. Es el color de la sangre.
Eddie Mars sonrió levemente, asintió y metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Sacó una cartera ancha de piel de foca con esquinas de oro y se la tiró, a través de la mesa, al croupier.
-Cubre su apuesta en millares a la par -dispuso-, si nadie se opone a que esta vuelta de ruleta sea exclusivamente para la señora.
Nadie se opuso. Vivian Regan se inclinó y empujó con brutalidad, con ambas manos, todas sus ganancias al rojo diamante. El croupier se inclinó sin prisa. Contó su dinero y sus fichas; lo puso todo, excepto unas pocas fichas y billetes, en ordenados montones y empujó el resto con el rastrillo fuera del trazado. Abrió la cartera de Eddie Mars y sacó dos paquetes aplastados de billetes de mil. Rompió uno, contó seis billetes y los añadió al paquete entero, volvió a dejar los cuatro billetes sueltos en la cartera y la apartó tan descuidadamente como si hubiera sido una caja de fósforos. Eddie Mars no tocó la cartera. Nadie se movió, excepto el croupier. Puso en marcha la ruleta con la mano izquierda y envió la bola rodando por el borde superior con un descuidado golpe de muñeca. Entonces retiró las manos y se cruzó de brazos.
Los labios de Vivian se separaron lentamente hasta que sus dientes reflejaron la luz y brillaron como cuchillos. La bola bajó despacio la pendiente de la ruleta y saltó sobre los cromados caballetes por encima de los números. Después de un largo rato y muy de repente, se paró con un ruidito seco. La ruleta fue aminorando su marcha, arrastrando la
bola.
El croupier no se movió hasta que la ruleta se paró completamente.
-El rojo gana -dijo formalmente, sin interés.
La bolita de marfil descansaba en el 25 rojo, el tercer número a partir del doble cero. Vivian Regan echó la cabeza hacia atrás y rió triunfalmente. El croupier levantó el rastrillo y empujó los montones de billetes de mil a través del trazado, los añadió a la apuesta y lo empujó todo lentamente fuera del campo de juego. Eddie Mars sonrió, se guardó la cartera y se fue del salón por la puerta de los paneles.
Una docena de personas soltaron un suspiro al mismo tiempo y se dirigieron al bar. Yo me fui con ellos, dirigiéndome hacia el extremo opuesto de la estancia, antes de que Vivian Regan recogiera sus ganancias y se alejara de la mesa. Me fui al tranquilo vestíbulo y recogí mi sombrero y mi abrigo en el guardarropa. El portero vino hacia mí y me preguntó:
-¿Le traigo su coche, señor?
-Sólo voy a dar un paseo.
Las volutas que bordeaban el techo del portal estaban húmedas por la niebla que chorreaba de los cipreses de Monterrey y se perdía hacia las rocas de la orilla del océano. Apenas se distinguía más allá de unos pocos metros en cualquier dirección.
Bajé las escaleras del portal y me metí entre los árboles, siguiendo un camino, hasta que pude oír el ruido de las olas abajo, al pie de las rocas. No se veía el brillo de una luz por ninguna parte. Podía distinguir una docena de árboles a la vez, otra docena borrosa y después nada, sino la niebla. Torcí a la izquierda y volví al sendero de arena que pasaba delante de los establos donde aparcaban los automóviles. Cuando distinguí el contorno de la casa, me detuve. Casi frente a mí, oí toser a un hombre.
Mis pies no habían hecho ningún ruido en el suelo húmedo. El hombre volvió a toser y ahogó la tos con un pañuelo o con la manga. Mientras lo hacía, me fui acercando a él.
Distinguí una sombra junto al sendero. Algo me hizo refugiarme detrás de un árbol y esconderme. El hombre volvió la cabeza. Al hacer este movimiento, su cara hubiese debido parecer una mancha blanca, confusa; pero no fue así. Su rostro permaneció oscuro. Iba cubierto con una máscara.
Esperé detrás del árbol.
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