VIGÉSIMA ENTREGA
Capítulo 20
El capitán Gregory, de la Oficina de Personas Desaparecidas, puso mi tarjeta sobre su amplia mesa y la arregló de modo que sus bordes estuvieran exactamente paralelos al borde de la mesa. La contempló ladeando la cabeza, gruñó y se balanceó en su silla giratoria, mirando por la ventana hacia el último piso del Palacio de Justicia, que estaba media manzana más allá. Era un hombre fornido, con ojos cansados y los movimientos deliberadamente lentos de un guarda nocturno. Su voz era monótona, plana e indiferente.
-Detective privado, ¿eh? -dijo sin mirarme en absoluto y sin dejar de mirar por la ventana. El humo salía de la copa renegrida de una pipa hecha de madera de brezo que pendía de su colmillo-. ¿En qué puedo servirle?
-Estoy trabajando para el general Guy Sternwood, Alta Brea Crescent, número tres mil setecientos sesenta y cinco, West Hollywood.
El capitán Gregory echó un poco de humo por la comisura de su boca, sin quitarse la
pipa.
-¿Sobre qué?
-Sobre nada precisamente de lo que usted se ocupa, pero estoy interesado. Pensé que usted podría ayudarme.
-¿Ayudarle en qué?
-El general Sternwood es un hombre rico -dije-, viejo amigo del padre del fiscal del distrito. Si quiere contratar, por todo el día, un chico para que le haga los recados, eso no es cosa de la policía. Es sólo un lujo que él puede permitirse.
-¿Y qué le hace pensar que estoy haciendo algo por él?
No contesté a eso. Gregory se volvió despacio en su silla giratoria y puso sus anchos pies en el linóleo que cubría el suelo. Su despacho tenía el mohoso olor de años de rutina. Se quedó mirándome con frialdad.
-No quiero hacerle perder tiempo, capitán -dije y empujé mi silla hacia atrás unos centímetros.
No se movió. Siguió contemplándome con ojos cansados.
-¿Conoce al fiscal del distrito?
-Le he visto algunas veces. Trabajé en ocasiones con él. Conozco bastante bien a su investigador principal, Bernie Ohls.
El capitán Gregory descolgó el auricular y gruñó:
-Póngame con Ohls, en la oficina del fiscal del distrito.
Volvió a dejar el teléfono en la horquilla. Sus ojos, como sus manos, estaban inmóviles. Sonó el timbre y cogió mi tarjeta con la mano izquierda.
-¿Ohls...? Te habla Al Gregory, desde mi oficina. Un tipo llamado Marlowe está en mi despacho. Su tarjeta dice que es detective privado. Quiere que le dé alguna información. ¿Sí? ¿Qué aspecto tiene? De acuerdo, gracias.
Colgó el teléfono; se quitó la pipa de la boca y aplastó el tabaco con el casquillo metálico de un lápiz pesado. Lo hizo con cuidado y solemnidad, como si fuera una de las cosas más importantes que tuviera que hacer ese día. Se repantigó y me contempló un poco más.
-¿Qué desea?
-Una idea de los progresos que está usted haciendo, si es que ha hecho alguno.
Estuvo un rato pensando.
-¿Regan? -preguntó finalmente.
-Desde luego.
-¿Le conoce?
-Nunca le vi. He oído decir que era un irlandés bien parecido, de treinta y tantos años, que había estado en el negocio de los licores, que se casó con la hija mayor del general Sternwood y que no se llevaban bien. Me han dicho que desapareció hace un mes.
-Sternwood debería considerarse afortunado, en vez de contratar un talento privado para rastrear entre la hierba.
-El general le tomó gran cariño. Esas cosas ocurren a veces. El viejo está inválido y se siente muy solo. Regan solía sentarse con él y hacerle compañía.
-¿Qué cree usted que podemos hacer?
-Nada en absoluto en lo que respecta a hallar a Regan. Pero hay una cuestión de chantaje bastante misteriosa y quiero asegurarme de que Regan no está envuelto en ella. El saber dónde se encuentra pudiera ser una ayuda.
-Hermano, me gustaría ayudarle; pero no sé dónde está. Hizo mutis y eso es todo.
-Poco halagador para su organización, ¿verdad, capitán?
-Sí, pero así es, al menos de momento.
Oprimió un timbre que había a un lado de su mesa. Una mujer de mediana edad asomó la cabeza por una puerta lateral.
-Abba, déme el expediente de Terence Regan -ordenó.
La puerta se cerró. El capitán Gregory y yo nos miramos en silencio. La puerta se abrió de nuevo y la mujer colocó una carpeta verde con pestaña sobre la mesa. El capitán la despidió con una inclinación de cabeza, se colocó unas gafas de concha sobre la nariz y volvió lentamente los papeles de la carpeta. Yo daba vueltas a un cigarrillo entre mis dedos.
-Desapareció el dieciséis de septiembre -dijo-. La única cosa importante sobre eso es que era el día libre del chófer y nadie vio a Regan sacar el coche. Fue al caer la tarde. Encontramos el coche cuatro días después en un garaje que hay en una callecita de chalets, cerca de Sunset Tower. Uno de los hombres del garaje lo denunció a la oficina de coches robados y dijo que no era de allí. El sitio se llama La Casa de Oro. En esto hay un aspecto del que le hablaré en seguida. No hemos podido averiguar nada acerca de quién dejó allí el coche. Hallamos huellas en él, pero no pudimos encontrar en ninguna parte las que tenemos en el expediente. El coche en el garaje no hace pensar en un juego sucio; más bien se relaciona con algo de lo que le hablaré en seguida.
-Esto -dije- coincide con que la mujer de Eddie Mars figure en la lista de personas desaparecidas.
Parecía fastidiado.
-Sí. Realizamos una investigación sobre todos los inquilinos y averiguamos que vivía allí. Se marchó casi al mismo tiempo que Regan. En todo caso, con un par de días de diferencia. Un individuo cuyo aspecto concuerda con Regan fue visto con ella, pero no hemos conseguido una identificación definitiva. Es pintoresco en los asuntos policíacos observar cómo una vieja que mira por una ventana puede ver a un individuo corriendo e identificarlo, entre varios, seis meses más tarde. Sin embargo, enseñamos a los empleados de un hotel una buena fotografía y no estaban seguros al pedirles que lo identificaran.
-Ese es uno de los requisitos imprescindibles para los buenos empleados de hotel - contesté.
-Cierto. Eddie Mars y su mujer no vivían juntos pero eran amigos, según dice él. He aquí una de las posibilidades. Primero, Regan llevaba quince grandes guardados en su bolsillo siempre. Dinero auténtico, según me dicen; no un billete gordo encima y los demás pequeñitos. Una suma importante; pero este Regan puede que sea un individuo a quien le gusta llevar siempre ese dinero para poder sacarlo y mirarlo cuando hay alguien delante o quizá le importa un bledo. Su mujer afirma que nunca le sacó un céntimo al viejo Sternwood, excepto casa y comida y un Packard ciento veinte que ella le dio. Tome nota de eso en un ex contrabandista que nada en la abundancia.
-Eso me desconcierta -dije.
-Bien. Así que tenemos un individuo que desaparece y que lleva quince grandes en los bolsillos y la gente lo sabe. Bien; eso es dinero. Podría desaparecer yo mismo si tuviera quince grandes; yo con dos muchachas de dieciocho años. Así pues, lo primero que uno piensa es que alguien lo envolvió por el dinero y al envolverlo demasiado, ha tenido que llevárselo al desierto y sembrarlo entre los cactos. No obstante, eso no me satisface mucho. Regan llevaba pistola y tenía muchísima experiencia en su manejo, adquirida no precisamente en barullos de contrabandistas. Creo que mandó una brigada en los disturbios de Irlanda, en mil novecientos veinte o cuando quiera que fuese. Un tipo como él no es presa fácil. Por consiguiente, estando su coche de por medio hay que pensar que el que lo envolviera estaría al tanto de que le hacía la corte a la mujer de Eddie Mars, lo que era cierto, según creo, pero no es algo que cualquier aprovechado pudiera saber.
-¿Alguna foto? -pregunté.
-De él; de ella, no. Y es extraño. Hay un montón de cosas raras en este caso. Mire aquí.
Empujó a través de la mesa una foto brillante y contemplé un rostro irlandés más triste que alegre y más reservado que temerario. No era el rostro de un hombre rudo, ni el de un hombre al que cualquiera pudiera avasallar: cejas rectas y oscuras, frente amplia muy alta, pelo oscuro y abundante, nariz corta y delgada, boca ancha, barbilla de líneas fuertes, que resultaba pequeña para la boca. Un rostro de aspecto algo tenso; el rostro de un hombre capaz de actuar rápidamente y de realizar jugadas definitivas. Devolví la foto. Reconocería aquel rostro si lo viera.
El capitán Gregory golpeó su pipa para vaciarla y la volvió a llenar, aplastando el tabaco con el pulgar. La encendió, dio unas chupadas y empezó a hablar de nuevo.
-Bien; podía haber bastante gente que supiera que le hacía la corte a la mujer de Eddie Mars, además del propio Eddie Mars. Por un milagro, él lo sabía. Pero no parece que le importara un bledo. Le vigilábamos bastante de cerca en esa época. Claro que Eddie Mars no lo habría despachado por celos. Eso le delataría en seguida.
-Eso depende de lo inteligente que sea -dije-, pues podría intentar el doble engaño.
El capitán Gregory movió la cabeza.
-Si es bastante listo para mantener su negocio en marcha, lo será también para eso. Acepto su razonamiento. Hace el papel de tonto porque nosotros no esperaríamos que él
representase ese papel. Desde el punto de vista de la policía, eso sería un fallo, porque nos tendría encima tan a menudo que entorpecería su negocio. Usted puede pensar que hacerse el bobo es inteligente y yo podría pensarlo también, pero la gente, no. Le harían la vida imposible. Yo lo he descartado. Si estoy equivocado y me lo puede usted demostrar, me lo tragaré todo. Así, pues, Eddie está descartado. Los celos son mal motivo para gente de su clase. Los bandidos de categoría tienen espíritu comercial. Aprenden a hacer las cosas con espíritu práctico y dejan los sentimientos para la almohada. Eso lo dejo a un lado.
-¿Y qué es lo que no deja a un lado?
-La dama y al propio Regan. Nada más. Era rubia entonces, pero ya no debe serlo. No encontramos su coche, así que probablemente se marcharon con él. Nos llevaban gran ventaja, catorce días. Si no fuera por el coche de Regan, no creo que hubiéramos tenido noticia del asunto. Claro que estoy acostumbrado a que esos casos se presenten en esta forma, especialmente en las familias distinguidas y, naturalmente, todo lo que hago ha de ser por lo bajo.
Se recostó en el sillón y golpeó los brazos de éste con las palmas de sus manos grandes y pesadas.
-No veo que se pueda hacer nada, excepto esperar -dijo-. Hemos dado órdenes de detención, pero es demasiado pronto para obtener resultados. Regan llevaba quince grandes, que sepamos. La muchacha tenía algún dinero, quizá bastante, en joyas. Pero se les acabarán los centavos algún día y Regan cobrará un cheque, dejará alguna huella o escribirá una carta. Están en una ciudad extraña y tendrán nombres nuevos pero sienten los mismos viejos deseos. Han de volver al sistema fiscal.
-¿Y qué hacía la muchacha antes de casarse con Eddie Mars?
-Era cantante.
-¿Puede conseguirme alguna vieja foto profesional?
-No. Eddie debe de tener alguna, pero no las suelta. Quiere que la dejen en paz y no puedo obligarle. Tiene amigos en la ciudad o no sería lo que es -gruñó-. ¿Le es de utilidad algo de esto?
-Nunca encontrará a ninguno de los dos. El océano Pacífico está demasiado cerca.
-Lo que dije de tragarme mis palabras sigue en pie. Le encontraremos. Llevará tiempo; podría necesitarse un año o dos.
-El general Sternwood quizá no viva tanto tiempo -dije.
-Hemos hecho todo lo que hemos podido, hermano. Si quiere ofrecer una recompensa y gastarse algún dinero, podríamos obtener más resultados. La ciudad no me da el dinero que absorbe -sus ojos grandes me miraron y sus cejas se movieron-. ¿Cree usted seriamente que Eddie los despachó a los dos?
Me eché a reír.
-No. Estaba bromeando. Creo lo mismo que usted, capitán. Que Regan se fugó con la mujer que significaba para él más que una esposa rica con la que no congeniaba. Además, ella no es rica todavía.
-La conoce, supongo.
-Sí. Estupenda para un fin de semana, pero pesada para más tiempo.
Gruñó. Le di las gracias por la información y me marché. Un Plymouth gris me siguió desde el ayuntamiento. Le di la oportunidad de ponerse a mi altura en una calle tranquila, pero no aceptó mi ofrecimiento. Así que le di el esquinazo y me fui a mis asuntos.
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