(Traducción de Isabel de Juan)
VIGESIMOSEGUNDA ENTREGA
ZOOEY (16)
Aquí se produjo un marcado quiebre en su voz y volvió a concentrar su atención en Bloomberg. Probablemente, las lágrimas eran inminentes, si es que no habían empezado ya a brotar.
En el escritorio, Zooey, apretando el lápiz con fuerza, estaba rellenando las “oes” del anuncio impreso en un pequeño secante. Sisguió en ello durante un breve intervalo y luego tiró el lápiz hacia el tintero. Cogió el puro del cenicero de cobre donde lo había dejado. Ahora sólo tenía cinco centímetros de longitud; pero seguía ardiendo. Dio una profunda chupada, como si fuese una especie de respirador en un mundo carente de oxígeno. Después, casi obligándose a ello, volvió a mirar a Franny.
-¿Quieres que intente ponerte en comunicación telefónica con Buddy esta noche? -preguntó-. Creo que deberías hablar con alguien… Yo no sirvo para esto -esperó, mirándola fijamente-. Franny. ¿Quieres que lo haga?
Franny tenía la cabeza inclinada. Parecía estar buscando pulgas en el cuerpo de Bloomberg, ya que sus dedos estaban muy atareados levantando mechones de pelo. En realidad estaba llorando, pero de un modo muy local, por así decirlo; había lágrimas, pero ningún sonido. Zooey la observó durante un largo minuto, luego dijo, no precisamente con amabilidad, pero sin importunar:
-Franny. ¿Qué te parece? ¿Quieres que trate de localizar a Buddy?
Ella negó con la cabeza sin levantarla. Continuó buscando pulgas. Después de un intervalo, respondió a la pregunta de Zooey, pero de forma poco audible.
-¿Qué? -preguntó Zooey.
Franny repitió su frase.
-Quiero hablar con Seymour -dijo.
Zooey siguió mirándola durante un momento, con el rostro esencialmente inexpresivo, exceptuando unas líneas de gotas de sudor en el labio superior, bastante largo y típicamente irlandés. Luego, con característica brusquedad, se dio la vuelta y comenzó de nuevo a rellenar “oes”. Pero soltó el lápiz casi inmediatamente. Se levantó del escritorio, bastante despacio, para él, y llevando consigo la colilla del puro, volvió a su anterior posición con el pie sobre el alféizar de la ventana. Un hombre más alto, de piernas más largas -cualquiera de sus hermanos, por ejemplo-, habría levantado el pie, habría hecho el movimiento con más facilidad. Pero, una vez que él tuvo el pie arriba, daba la impresión de adoptar una postura de bailarín.
Gradualmente al principio, después abiertamente, dejó que su atención se fijara en una pequeña escena que se estaba representando de una manera sublime, sin el impedimento de escritores, directores y productores, cinco pisos más abajo, al otro lado de la calle. Un arce de buen tamaño se alzaba delante de la escuela privada femenina -uno de los cuatro o cinco árboles en ese lado afortunado de la calle- y en aquel momento una niña de unos siete u ocho años se escondía tras él. Llevaba un chaquetón azul marino y una boina que tenía casi el mismo tono de rojo que la manta de la cama en el cuarto de Van Gogh en Arles. De hecho, desde el ángulo visión de Zooey, la boina no parecía muy diferente de una mancha de pintura. A unos cuatro metros de la niña, su perro -un cachorro dachshund con un collar y una correa de cuero verde- olfateaba, buscándola, y correteaba en círculos frenéticos, con la correa arrastrando tras de sí. La angustia de la separación le resultaba casi insoportable y, cuando al fin encontró el rastro de su ama, no pudo esperar un un segundo. El gozo del reencuentro fue inmenso para ambos. El perro dio un pequeño ladrido, luego avanzó encogido, trémulo de felicidad, hasta que su ama, gritándole algo, saltó apresuradamente la pequeña alambrada que rodeba el árbol y lo cogió en brazos. Le dio palabras de alabanza en el lenguaje privado del juego, luego lo puso en sl suelo, recogió la correa y los dos se alejaron alegremente en dirección oeste, hacia la Quinta Avenida y el parque, y Zooey los perdió de vista. Pensativo, Zooey puso la mano en una juntura de los listones que dividían los cristales, como si tuviera intención de levantar la ventana y asomarse para verlos desaparecer. Pero era la mano que sostenía el puro, y vaciló un segundo de más.
-Maldita sea -dijo, hay cosas hermosas en el mundo, y cuando hermosas quiero decir hermosas. Somos unos cretinos al apartarnos tanto de lo fundamental. Siempre, siempre, siempre refiriendo cada maldita cosa a nuestros pequeños y asquerosos egos.
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