traducción de José Ferrater Mora
QUINCUAGÉSIMOPRIMERA ENTREGA
XVII
KIERKEGAARD Y LUTERO (1)
Quia homo superbit et somniat, se sapere, se sanctum et justum esse, ideo opus est, ut lege humiliatur, ut sica bestia ista opinio justitiae, occidatur qua non occisa, homo non potest vivere. (Como el hombre ha sido presa del orgullo queriendo saber que es santo y justo, es necesario que la ley humille con el fin de matar así esa convicción en su justicia, esa bestia salvaje que el hombre debe matar para poder vivir.)
Hemos asistido al aumento infinito de dos horrores en el alma de Kierkegaard. En esta atmósfera incandescenbre nació, por fin, en él, una idea locamente audaz: se permitió creer que no sólo los personajes bíblicos -Job, Abraham-, sino también, aunque “de lejos, muy de lejos”, el propio Creador del cielo y de la tierra, estaba tan abatido y era tan miserable como él, como Kierkegaard. Y en este momento nació la filosofía existencial.
Pero, ¿qué tenemos que ver con todos estos horrores y qué tienen de común con la filosofía? ¿No tuvieron razón los griegos de desviar su atención de ellos y de ocuparse de la felicidad? ¿No estriba justamente la justificación y la tarea de la filosofía, así como la última palabra de la sabiduría? Kierkegaard no llega ni siquiera a plantearse tal problema. Se diría que ha olvidado por completo que conviene preguntarse si los griegos tenían o no razón. Se hallaba ante los horrores insoportables del ser y se veía obligado a emprender contra ellos una lucha desesperada. “Mi dureza no procede de mí”, nos decía cuando se erguía contra la explicación tradicional de los textos bíblicos. Nos sacude un espanto todavía mayor cuando el propio Dios se ve obligado a repetir esas palabras ante su hijo bienamado. Pero, ¿de dónde viene esta dureza? Además -y he aquí lo esencial-, venga de donde venga y por horrorosos que sean los sufrimientos destinados a los moratles y a los inmortales, ¿en qué puede esto afectar a la filosofía, sea existencial o especulativa? La filosofía consiste en la investigación de la verdad y sólo de la verdad: la filosofía no renunciará por nada en el mundo a la verdad, tanto si ésta proporciona a los hombres las mayores felicidades como si les depara las peores torturas. Pues la verdad no tiene nada que ver con el placer o el desagrado que procura a los hombres. Justamente por esto se habla tanto de la objetividad del conocimiento. Y si la filosofía existencial no quiere tomar en cuenta dicha objetividad, deja repentinamente de ser filosofía y pierde toda posibilidad de conducir al hombre hasta los orígenes, hasta las fuentes, hasta las raíces del ser. Por espantosos que sean los horrores de la existencia -todo el mundo debiera saberlo-, son incapaces de conmover la solidez de las verdades que procura el conocimiento. Todo cuanto la verdad exija de los hombreso de los dioses lo obtendrá sin ceder un punto. Y la verdad no se parece en nada a Dios: la verdad no es el amor, la verdad es la verdad. En tanto que verdad, será siempre fiel a sí misma; la verdad no tiene ni puede tener ningún motivo para cambiar. Cuando el amor choca con la verdad, el amor debe retroceder: la verdad dispone de todas las “necesidades”, de todos los “tú debes”. Si alguno no cede ante ella de buena gana, deberá ceder por la fuerza. Dios no obliga a nadie. Pero la verdad no es Dios: obliga.
Parece que ha llegado el momento de dar término a las preguntas, de recordar el seductor “hay que detenerse” de Aristóteles. Pero justamente en este punto Kierkegaard comienza a hablarnos de los horrores que experimentó cuando, con el fin de obedecer al “tú debes” que le imponía la verdad, tuvo que romper lo que más querido le era en el mundo. Es evidentemente algo espantoso, mucho más espantoso de lo que pueda imaginar quien no hay experimentado nada semejante. Pero Kierkegaard no podía elegir: su amor reveló su impotencia ante el “tú debes” que le presentaba la verdad. Y, sin embargo, esto no es todavía lo peor, nos dice Kierkegaard al tiempo que reprime con pena el sentimiento de triunfo que invade todo su ser: lo que trae la “buena nueva” a los hombres es más terrible, infinitamente más terrible. Dios oye la invocación de su Hijo bienamado y, como Kierkegaard, no puede realizar el menor movimiento. Su amor se vio obligado también a inclinar se ante el “tú debes” que le exigía la inmutabilidad. ¿Cómo sucedió esto? ¿Por qué retrocedió el amor divino ante el “tú debes” en vez de éste el que retrocediera ante aquél? ¿Y por qué triunfa Kierkegaard?
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