sábado

SALINGER - FRANNY Y ZOOEY



(Traducción de Isabel de Juan)

DECIMONOVENA ENTREGA


ZOOEY (13)

-Haz el favor de no sonreírme -dijo Zooey, tranquilamente, y se alejó de ella-. Seymour siempre me hacía lo mismo. Esta maldita casa es un asco con tanta gente sonriente -ante una de las estanterías le dio un empujoncito con el pulgar a un libro que sobresalía, y pasó de largo. Siguió hasta la ventana del centro, que estaba separada por un asiento empotrado de la mesa de cerezo en la que la señora Glass pagaba facturas y escribía cartas. Se quedó parado, de espaldas a Franny, mirando hacia afuera, con las manos en los bolsillos y el puro en la boca-. ¿Sabes que a lo mejor me voy a Francia este verano a hacer una película? -preguntó, irritable-. ¿Te lo he dicho?

Franny miró su espalda, interesada.

-¡No, no me lo has dicho! ¿Va en serio? ¿Qué película?

Zooey, mirando hacia el tejado de macadam de la escuela, contestó:

-Es una larga historia. Un francés que está por aquí oyó el disco que hice con Philippe. Comí con él un día hace dos semanas. Es un verdadero gorrón, pero agradable, y parece ser que está muy de moda ahora -puso un pie en el asiento de la ventana-. No es definitivo, nada es definitivo con estos tipos, pero creo que le tengo medio convencido de hacer una película basada en esa novela de Lenormand. La que te envié.

-¿Sí? ¡Qué emocionante, Zooey! Si te vas, ¿cuándo será?

-No es nada emocionante. Esa es la cuestión. Me gustaría hacerla, sí. Dios, sí. Pero me horroriza marcharme de Nueva York. Por si quieres saberlo, detesto a cualquier clase de individuo supuestamente creativo que se mete en cualquier clase de barco. Me importa un bledo cuáles sean sus razones. Yo he nacido aquí. He ido al colegio aquí. Me han atropellado aquí, dos veces, y en la misma condenada calle. No tengo por qué actuar en Europa, por Dios santo.

Franny contempló pensativamente su camisa blanca. Pero sus labios continuaban pronunciando palabras en silencio.

-¿Por qué vas, entonces? -preguntó-. Si es eso lo que piensas.

-¿Qué por qué voy? -dijo Zooey, sin volverse-. Fundamentalmente porque estoy harto de levantarme furioso por las mañanas y acostarme furioso por las noches. Voy porque emito juicio sobre todos los pobres desgraciados ulcerosos que conozco. Lo cual, en sí mismo, no me preocupa demasiado. Al menos, cuando juzgo lo hago directamente desde el colon, y sé que pagaré ampliamente por cualquier juicio que emita, más tarde o más temprano, de un modo u otro. Eso no me preocupa tanto. Pero hay algo, Dios de mi vida, hay algo quer yo le hago a la moral de la gente, algo que no soporto observar por más tiempo. Puedo explicarte exactamente qué es. Hago que todo el mundo tenga la sensación de que no desea realmente realizar un buen trabajo, sino que se conforma con realizar un trabajo que sea considerado bueno por todos aquellos a quienes conoce: los críticos, los patrocinadores, el público y hasta la maestra de sus niños. Eso es lo que hago. Eso es lo peor que hago -frunció el ceño en dirección al tejado de la escuela; luego se secó el sudor de la frente con las yemas de los dedos. Se volvió hacia Franny bruscamente cuando la oyó decir algo-. ¿Qué? -preguntó-. No te he oído.

-Nada. He dicho “Oh, Dios”.

-¿Por qué “Oh, Dios? -inquirió Zooey con impaciencia.

-Por nada. No me atosigues, por favor. Sólo estaba pensando, eso es todo. Quisiera que me hubieses visto el sábado. ¡Hablar de minar la moral de la gente! Yo le machaqué el día entero a Lane. No sólo me desmayé cada hora, sino que había ido allí para ver un partido de fútbol agradable, amistoso, normal, asistir a un cóctel y pasar un día feliz, y me dediqué a discutir, o contradecir, no sé, reventar absolutamente todo lo que él decía -Franny sacudió la cabeza. Seguía acariciando a Bloomberg, pero distraídamente. El piano parecía ser su punto de mira-. Simplemente, era incapaz de guardarme una sola de mis opiniones. Fue espantoso. Casi desde el mismo instante en que me recibió en la estación, empecé a atacar, una tras otra, sus opiniones, sus valores y… todo. Lo que se dice todo. Había escrito un trabajo perfectamente inofensivo, como de laboratorio, y estaba tan orgulloso de él y quería que yo lo leyera, pero a mí me sonó estrictamente Departamento de Inglés y condescendiente y típico del campus, que lo único que hice fue… -se interrumpió y sacudió de nuevo la cabeza, y Zooey, vuelto a medias hacia ella, la miró entrecerrando los ojos. Estaba aun más pálida, con un aire más posoperatorio, como si dijéramos, que cuando se despertó-. Es un milagro que no me pegase un tiro. Yo le habría felicitado si lo hubiese hecho.

-Eso ya me lo contaste anoche. No quiero historias rancias esta mañana -dijo Zooey, y volvió a mirar por la ventana-. En primer lugar, te equivocas cuando te pones a protestar contra las cosas y las personas en lugar de contra ti misma. A mí me ocurre igual. Yo hago lo mismo respecto a la televisión… Soy consciente de ello. Pero es un error. Somos nosotros. Te lo he dicho muchas veces. ¿Por qué eres tan condenadamente obtusa a ese respecto?

-No soy tan condenadamente obtusa, pero tú…

-Somos nosotros -repitió Zooey, sin escucharla-. Somos bichos raros, eso es todo. Esos dos cabrones nos cogieron por su cuenta bien pronto y nos convirtieron en bichos raros con criterios anormales, eso es lo que pasa. Somos la Mujer Tatuada, y nunca tendremos un minuto de paz en toda nuestra vida hasta que todos los demás estén tatuados también -con gesto un poco adusto, se llevó el puro a los labios y le dio una chupada, pero estaba apagado-. Y encima de todo lo demás -continuó enseguida- tenemos complejo de  “Niño Sabio”. En realidad nunca hemos salido de las malditas ondas. Ninguno de nosotros. No hablamos, discurseamos. No conversamos, exponemos. Por lo menos, yo. En cuanto estoy en una habitación que tenga el número normal de oídos, o bien me convierto en un maldito profeta o en el convidado de piedra. El Príncipe de los Pelmazos. Anoche, por ejemplo, en el San Remo. Yo rezaba para que Hess no me contase el argumento de su nuevo guión. Sabía muy bien que tenía uno. Sabía muy bien que yo no iba a salir de allí sin llevarme un nuevo guión a casa. Pero no paraba de rezar para que me ahorrase un preestreno oral. No es tonto. Sabe que a mí me es imposible callarme -con un movimiento brusco y repentino, Zooey se volvió, sin quitar el pie del asiento, y cogió, arrebató, una carterita de cerillas que había sobre el escritorio de su madre. Se volvió de nuevo hacia la vista del tejado de la escuela y se puso un cigarro en la boca, pero lo retiró enseguida-. Maldito sea. Es tan idiota que te parte el alma. Es como todos los demás en televisión. Y en Broadway. Cree que todo lo sentimental es tierno, todo lo brutal una muestra de realismo, y todo lo que conduce a la violencia física es la legítima culminación de algo que ni siquiera…

-¿Le dijiste eso?

-¡Claro que se lo dije! Acabo de decirte que no puedo callarme. ¡Claro que se lo dije! Le dejé allí sentado deseando estar muerto. O que uno de los dos estuviese muerto…, espero de todo corazón que fuese yo. En cualquier caso, fue una escena final típica del San Remo.

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