CUARTA ENTREGA
II (2)
Al salir se hizo a un lado para dar paso al capitán MacWhirr, quien cruzó el umbral sin decir palabra o hacer seña alguna.
-Haga el favor de cerrar la puerta, señor Jukes -dijo desde adentro el capitán.
Jukes, dándose vuelta para hacerlo, murmuró irónicamente:
-¿Qué, tiene miedo de resfriarse?
Le tocaba su guardia abajo; pero sentía necesidad de comunicarse con sus semejantes; y dirigiéndose alegremente al segundo oficial, dijo:
-Después de todo, no se presenta tan malo el tiempo, ¿no le parece?
El segundo oficial caminaba de un lado a otro del puente, tanto descendiendo un momento a saltitos, con pequeños pasos, como al otro ascendiendo con dificultad el ángulo inclinado del puente. Al oír la voz de Jukes se inmovilizó, mirando siempre para adelante, pero sin decir palabra.
-¡Hola! Esta sí que fue seria -exclamó Jukes, inclinándose con el balanceo hasta que sus manos tocaron la cubierta. Esta vez el segundo oficial emitió desde el fondo de su garganta un sonido poco amistoso.
Era un vejancón desaliñado, con mala dentadura y una cara lampiña. Se le había contratado apresuradamente en Shanghai, en aquel mismo viaje, cuando el segundo oficial que había venido de Inglaterra se había caído (en forma que el capitán MacWhirr jamás pudo comprender) desde la borda hasta un lanchón carbonero que se encontraba amarrado a la nave. Y fue necesario mandarlo con urgencia a tierra, pues resultó con conmoción cerebral y una o dos extremidades quebradas.
Jukes no se descorazonó con el gruñido.
-¿Cómo lo estarán pasando allá abajo los chinos? -musitó-. Es una suerte para ellos que el vaivén de esta vieja sea tan suave. Vea usted, esta sacudida no fue tan brava.
-¡Espérese no más! -espetó el segundo oficial.
Con su nariz angulosa y sus labios finos, apretados, daba la impresión de estar en un permanente estado de furia interna; y su modo de hablar era tan conciso que rayaba en la grosería. Las horas libres las pasaba encerrado en su cabina, observando un silencio tal que daba la sensación de que se echaba a dormir no bien cerraba la puerta; pero al que le correspondía despertarlo para su guardia, lo encontraba invariablemente tendido en su cucheta, la cabeza apoyada sobre una almohada sucia, con los ojos abiertos que destellaban una mirada feroz. Jamás escribía cartas, ni tampoco parecía esperar noticias de nadie. Una vez se le había oído mencionar la localidad de Hartlepool, pero sólo para quejarse, con gran amargura, de los precios exorbitantes que le habían cobrado en una pensión.
Era uno de esos hombres a quienes se les contrata nada más que por necesidad en todos los puertos del mundo. Son seres de bastante competencia, parecen desesperadamente necesitados de dinero, no tienen rastro de vicio alguno, pero sí todas las señales de ser fracasados por completo. Suben a bordo sólo en casos de emergencia, no le tienen cariño a barco alguno, crean una atmósfera de relaciones superficiales con sus camaradas, quienes no saben nada de ellos, y deciden abandonar el barco en los momentos más inoportunos. Bajan a tierra en cualquier puerto de mala muerte, sin despedirse de nadie, y llevando consigo un viejo baúl, atado con un cordel. Parecen sacudir de sus pies el polvo del barco.
-Espérese no más -repitió, balanceándose en su puesto y dando la espalda a Jukes.
-¿Entonces usted cree que de esta vuelta nos va a tocar algo serio? -preguntó Jukes con interés juvenil.
-¿Creer?... Yo no digo nada. A mí no se me hace caer así no más -exclamó el pequeño oficial, con una mezcla de orgullo, desprecio y astucia, como si hubiera descubierto fácilmente una trampa en la pregunta de Jukes-. ¡Ah ! ¡No! ¡No les voy a dar el gusto de que se burlen de mí ! -murmuró despacio.
Jukes se hizo la reflexión de que este oficial era un tipo malo y desagradable, y hubiera dado cualquier cosa porque Jack Allen no se hubiera accidentado al caer en la chata carbonera.
La negrura del cielo, que se veía más allá de la nave, semejaba otra noche vista a través de la noche estrellada de la tierra, la noche sin estrellas de las inmensidades más allá del universo creado, y que se vislumbraba, en su quietud imponente, por una fisura en la esfera reluciente de la que nuestra tierra es el eje.
-Cualquiera que sea la conmoción que flota en el ambiente -dijo Jukes-, nosotros estamos enfilando hacia ella.
-Es usted el que lo ha dicho -recalcó el segundo, siempre de espaldas a Jukes-. Conste que es usted quien lo dijo, no yo.
-¡Oh, váyase al diablo! -gruñó sin ambages Jukes; y el otro lanzó una risita triunfante.
-Es usted el que lo ha dicho -repitió.
-Bueno, ¿y qué hay con eso?
-He conocido a hombres muy capaces que se han indispuesto con sus comandantes por haber hecho declaraciones mucho menos serias que ésa -contestó febrilmente el segundo-. ¡ Ah, no ! Yo no caigo en la trampa.
-Parece muy empeñado en no comprometerse -observó Jukes, ya completamente amargado por tanto absurdo-. Yo no tengo miedo de decir lo que siento.
-Mientras que yo..., ¡qué diablos!, yo no soy nadie y bien que lo sé.
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