SEXTA ENTREGA
3. El Uruguay Internacional (3)
Los hombres sólo se vuelven a la historia, en su auténtico valor, más allá de su presente, cuando una gran inquietud los acucia y necesitan entender y medir mejor su actualidad, escudriñar los signos del futuro. En ese sentido, es totalmente fuera de lo común el hecho que un caudillo popular y jefe de partido, de épocas más bien consistentes, se haya desvelado, trascendiendo sus imperiosos trajines cotidianos, por una permanente investigación histórica. Y que sus centros de atención fueran tan elocuentes: la Misión Ponsomby y la Paz de 1828, la Guerra Grande, y la Triple Alianza; es decir, las tres instancias en que el Uruguay es casi literalmente “tierra de nadie” y todo está signado por la inseguridad del destino. Cuando lo esencial es el Uruguay como problema. Claro que esta obra intelectual poco o ningún eco pudo tener, por su propia índole, en el ámbito universitario, fiel reflejo de la mentalidad antes descripta. Y sólo ahora los uruguayos empiezan a descubrirlo, a sorprenderse que “haya escrito libros” -tan silvestre le creían muchos- y que se les confirme que Herrera ha sido uno de los padres del revisionismo histórico rioplatense. Allá por 1912, en la plenitud creadora del remanso, Herrera escribía su primer libro exótico; “El Uruguay Internacional”, y su primer capítulo titulado “El Deber Previsor” nos expone la raíz de su intención y su contraste con la actitud dominante:
“Cuando se estudia la historia del Uruguay y se adquiere noción exacta de sus incidencias azarosas, ocurre pensar que para sus hijos no debe ser extraño el escozor de las cavilaciones que siempre escoltan a los que mucho han padecido. Creyérase que el espectro de viejas amarguras y de sus humillaciones exteriores, su corolario, tan cercano todo esto está, debiera ser constante estímulo a la meditación severa…
Pueblos de raíz firme y soberanías respetadas por el huracán no desdeñan la actitud defensiva, ni descuidan el verbo secular, ni permiten a sus ciudadanos apoltronarse en el desconcierto idealista. En vano buscaríamos entre nosotros confirmación de tan elemental equilibrio público. Por abandono, o en la persuasión de que los extremos adversos no se repetirán, el ánimo no sacude modorras frente a las perplejidades que ahí están y que debieran agitarlo. Nos limitamos a señalar una penosa omisión cuya responsabilidad alcanza a todos. Se trata de un fenómeno visible, variado en sus aspectos.
No será uno de los menores el concepto ingenuo, tan generalizado, sobre nuestra independencia, supuesta unas veces a cubierto de todo riesgo y amparada, otras, por benevolencia, ya de sí mortificantes, obsequio pródigo de extrañas cancillerías. No; es un error, es calamitoso error entender que los pueblos, y mucho más los pueblos pequeños, deben confiar el cuidado de sus intereses supremos a voluntades oficiosas, o admitir que la ausencia de un apremiante peligro autoriza negligencias.
En vez de hacer clínica propia, de estudiar nuestro organismo, sus méritos y deficiencias; en vez de unificar convicciones, procurando darnos derrotero personalísimo, hemos preferido dedicar espacio a vaguedades históricas y sociales, apasionándonos más el conflicto de las ambiciones imperialistas en escenarios exóticos que ejemplos similares desarrollados en la vecindad.
A cada instante nuestro espíritu ofrece testimonio pronunciado de ese desequilibrio, acentuado por una cultura académica demasiado extendida y borrosa en sus contornos. Poco o nada sabemos, metódico, de lo que ocurre a un tiro de cañón de nuestras divisorias. Cada uno de nosotros sólo cuenta en la materia con la información escolar, un tanto averiada por el tiempo y nunca especializada. Atención diluida que se aplica por igual al estudio de nuestra geografía. Con probabilidad nuestros niños ubican mejor a Hong Kong o Port Arthur que a Córdoba, San Pablo o Curupaity. Pero no se reduce al orden tangible nuestro escaso conocimiento fronterizo. En concepto histórico y filosófico las lagunas son mayores.
En resumen, cabe asegurar que nos conocemos menos de lo que deberíamos conocernos. Pasado el tiempo de transición, modelado el cuerpo del país, definida nuestra idiosincrasia, bien cuajada la independencia -antes anhelo- se impone comprender las obligaciones que a todos crea la nueva etapa”.[11]
Hemos hecho tan extensa citación para no dejar en el aire nuestra aseveración respecto a Herrera y justificar haberlo tomado como hilo conductor, pues no es aún posible presumir este conocimiento.
Vayamos al grano. ¿Cómo precisar la concepción internacional de Herrera? Es obvio que tal concepto no es un invento propio, sino que tiene continuidad con lo más medular de lo pensado respecto al país. Nada mejor entonces que acudir a las citas preciosas de Andrés Lamas, extraordinario personaje de nuestro siglo XIX, que Herrera efectúa en su última obra, escrita al filo de sus ochenta años (Antes y Después de la Triple Alianza, 1951). Allí se resume magistralmente el concepto rector. Se trata de notas de Andrés Lamas, agente confidencial ante Buenos Aires, intercambiadas con el canciller porteño Elizalde, a consecuencia de la invasión de Venancio Flores en abril de 1863. Tan importantes y significativas son que la cancillería uruguaya las aprobó como “doctrina oficial internacional”. Tanscribimos lo esencial:
“Somos solidarios y, como ya he tenido ocasión de decirlo, debemos considerarnos perpetuamente aliados para la defensa de los grandes intereses americanos que nos son comunes en el Río de la Plata. En lo demás, en todo lo que se refiere a cada una de estas nacionalidades, cada uno en su casa. Este es el pensamiento oriental en su más genuina expresión”.
“A la consideración de esa base, ambas (Argentina y Brasil) ligaron no sólo su honor, sino también los más serios intereses de esta parte del continente americano, porque esa base es la paz continental. Inútil decir que esa base no existirá realmente sino por la independencia real y absoluta de la República Oriental del Uruguay. De ahí fluye, lógicamente, la necesidad en que se encuentra la República de reaccionar contra cualquier influencia de sus limítrofes que pueda alterar la base de su ser político.
Si la República no reaccionara contra cualquier tentativa de desmedro ella sería infiel a su rol internacional, comprometiendo su ser político, provocando la lucha de influencia entre sus limítrofes: ella se condenaría a la ruina, siendo eternamente el teatro de esa lucha, que siempre será funesta, bajo cualquiera forma que revistiese.
La conmixtión de los partidos locales es evidentemente contraria a nuestro rol internacional… Y esto es tan cierto que, sin temor a error, en el día que esa idea -la idea utopística de la República del Plata- descendiese al campo de la política práctica y oficial, podríamos abrir las nuevas páginas de nuestros comunes anales por esta frase de una gran publicista: ‘Ce n’est pas la solution qui approche, c’est le chaos qui commence’”.[12] Es la hora feliz de la misión Lamas, exclama Herrera.
Las ideas son diáfanas:
1° Solidaridad de los países de la Cuenca del Plata ante el exterior;
2° Cada uno, bien circunscripto, en su casa, sin ninguna clase de mixturaciones recíprocas;
3° Ese equilibrio de hermanos separados tenía su eje, el Uruguay, cuyo destino predeterminado era entonces la perfecta neutralidad;
4° De romperse el equilibrio, la víctima predilecta y fatal sería el Uruguay, que a su vez pone en riesgo a todo el conjunto, la “paz continental”.
Herrera abrevia así nuestra esencia política: “Ni con Brasil, ni con la Argentina, dice la divisa de nuestro localismo; pero completándolo procede a agregar: ni contra uno ni contra otro”.[13] Su corolario fundamental se compendia en el único principio básico de nuestra política internacional: la No Intervención.
Desde el punto de vista uruguayo, la No Intervención es mucho más que una doctrina entre otras, o más justa que otras, sobre los derechos de los pueblos a su autodeterminación. Es la razón de existencia del país mismo. En efecto, Inglaterra abrió un campo neutralizado en la boca del Río de la Plata, para desarticular la Cuenca y evitar su control por ningún centro de poder latinoamericano en el Hemisferio Sur, capaz de resistir y autodesarrollarse. El Uruguay aseguraba el desmembramiento de la zona óptima de América del Sur. Como reaseguro, las Malvinas custodiaban discretamente. No olvidemos que es la operación complementaria que sigue a poco la independencia del Uruguay.
Por tanto, la condición de existencia del país era no intervenir, no comprometerse jamás con sus vecinos. Diríamos que el Uruguay es fruto de una intervención para la no intervención. Fuimos intervenidos, para no intervenir. Es el otro rostro del destierro de Artigas. Más que exilio de Artigas, hubo exilio americano del Uruguay. Tal el sentido de la Paz de 1828, origen del país. De ahí el mote de todos conocido: Estado tapón, “algodón entre dos cristales”.
No fue fácil erradicar al país de sus lazos naturales con la Cuenca del Plata. Hubo una gran tensión entre el “Territorio” y Montevideo, porque el territorio (económico social) debía arrancarse a sus conexiones con la Mesopotamia argentina y el río Grande brasileño. Costó el trágico período que va de la Guerra Grande a la Triple Alianza. Así, antes nació el Estado que la Nación. Todavía Berro clamaba por “nacionalizar el destino” e insistía en la neutralización garantida internacionalmente del Uruguay. Sólo cuando, a partir de Latorre, nuestra patria adquiere verdadera consistencia, se sale de lo “innominado” y se va asumiendo en la práctica el nombre propio de Uruguay a secas. (El nombre oficial del país, más que nombre propio, fuera la delimitación de la ubicación geográfica de un régimen). El Uruguay real estaba allí. Si Oribe hizo el intento imposible de construir el “Estado Oriental”, luego Latorre será el fundador del “Estado y Batlle su perfección. El Uruguay se había vuelto un hecho incontrovertible.
Pero todo hecho incontrovertible demanda justificación. Aceptar el hecho es aceptar de algún modo su justificación. Y ésta lo lleva a Herrera hasta sus últimas y lógicas consecuencias: desde el elogio entusiasta a la misión Ponsomby, hasta entregar el retrato del Lord al Ministerio de Relaciones Exteriores, para que presida premonitorio el despacho de nuestros ministros. Cierto, era todavía el tiempo del esplendor inglés y uruguayo, en vísperas de la Gran Depresión.
Los conceptos de Lamas son reforzados por Herrera. A la luz de la experiencia histórica, del ciclo dramático de las guerras civiles y las intervenciones extranjeras, Herrera comprende que a la política de No Intervención debe corresponder necesariamente, en el aspecto puramente interno, la paz civil. “La Concordia, piedra angular”.[14] La pericia histórica le dice, y esto es visible y obsesivo en toda su obra, que un desgarramiento profundo de la sociedad uruguaya, una situación real de guerra civil, conduce inexorablemente a la intervención extranjera. Guerra civil e intervención extranjera nos irán parejas. La posición del Uruguay es de tal importancia estratégica, que los uruguayos sólo podrán tener el destino en sus propias manos, aún relativamente, en tanto no se precipiten en guerra civil, cualquiera sea su índole. Pues entonces sobre el Uruguay podrá resolver cualquiera, menos los uruguayos mismos. Por eso llama a la concordia nacional: piedra angular, prerrequisito indispensable para la ejecución internación de la No Intervención. En la concordia, libres; en la guerra interna, esclavos del extranjero.
Desde esta visión del país, la conducta de Herrera se esclarece. Siempre fiel al “deber previsor”; probo al “cada uno en su casa”; leal al “rol internacional” que nos había tocado en suerte, porque era lealtad con su país mismo. Y la concordia no se consigue meramente en la repetición de la concordia, sino a través de las rupturas. Es un modo de tratar y conducir los conflictos, una tarea delicada y expuesta. Herrera fue un realista, con agudo sentido de las proporciones uruguayas y sus límites, un conservador y reformista pragmático, canalizando conflictos o suscitándolos, para conducirlos a desembocaduras tranquilas. Veamos algunos aspectos de su comportamiento concreto, pues arrojarán mayor carnadura a los conceptos.
Notas
[11] El Uruguay Internacional” (Ed. Bernard Grasset, Paris, 1912) Como esta vieja y única edición es hoy casi inhallable, nos remitimos para las citas de página a un compendio que hemos hecho de este libro – junto con otros escritos – en la obra para la Editorial Coyoacán, publicada bajo el título “La Formación Histórica Rioplatense” (Buenos Aires, 1961), págs. 16 y 17. Lamentablemente, por omisiones de imprenta, esta edición no facilita del todo su manejo, pues falta el ìndice y el título mismo de “Uruguay Internacional” al abrirse esa parte (pág. 16).
[12] “Antes y Después de la Triple Alianza” (Montevideo, 1951, Tomo I – págs. 30, 34, 35 y 36).
[13] “Formación Histórica Rioplatense”, pág. 35.
[14] Op. cit., pág. 35. Si el “El Uruguay Internacional” se abre con el capítulo “El Deber Previsor”, se cierra con el de “La Concordia, piedra angular
No hay comentarios:
Publicar un comentario