miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO


DECIMOTERCERA ENTREGA


Capítulo 13

Era un hombre gris. Todo en él era gris, excepto sus pulidos zapatos negros y dos diamantes rojizos que brillaban en su corbata gris y que se parecían a los diamantes del trazado de las ruletas. Llevaba camisa gris, traje gris de franela suave y muy bien cortado. Al ver a Carmen se quitó el sombrero gris, y su pelo, también gris, era tan fino que parecía tamizado. Sus gruesas cejas grises tenían cierto indefinible aspecto elegante. Su barbilla era larga, su nariz ganchuda, sus ojos grises y pensativos, de mirada sesgada porque la piel del párpado superior caía sobre el extremo del propio párpado.

Se quedó cortésmente en la puerta, tocándola con una mano; con la otra sostenía el sombrero que golpeaba suavemente contra el muslo. Parecía fuerte, pero no con la fortaleza de un hombre endurecido, sino más bien con la de un jinete que ha pasado parte de su vida al aire libre. Pero no era un jinete: se trataba de Eddie Mars.

Empujó la puerta, la cerró tras de sí y se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, dejando fuera el pulgar, cuya uña brillaba en la poca luz de la habitación. Sonrió a Carmen con sonrisa fácil y agradable. La muchacha se pasó la lengua por los labios y se quedó mirándole. El temor se borró de su rostro y correspondió a la sonrisa de Mars.

-Perdonen que haya entrado así -dijo-, pero el timbre no parecía despertar a nadie. ¿Está aquí el señor Geiger?

-No -contesté-. No sabemos dónde se encuentra. Hallamos la puerta abierta y entramos.

Asintió con la cabeza y se acarició la larga barbilla con el ala del sombrero.

-Son ustedes amigos suyos, naturalmente.

-Conocidos por asunto de negocios. Vinimos por un libro.

-Un libro, ¿eh?

Dijo esto muy rápido y con mucha claridad y a mí me pareció que con algo de ironía, como si supiera lo de los libros de Geiger. Miró a Carmen y se encogió de hombros. Me dirigí a la puerta.

-Bueno, nos marchamos -dije cogiendo a Carmen del brazo.

Ella miraba a Eddie Mars. Le gustaba.

-¿Algún recado por si vuelve Geiger? -preguntó suavemente Eddie Mars.

-No queremos molestarle.

-Es una pena -dijo sin demasiada convicción.

Sus ojos grises parpadearon y se endurecieron cuando pasé delante de él para abrir la puerta. Como sin darle importancia, añadió:

-La muchacha puede largarse. Me gustaría hablar un poco más con usted, soldado.

Solté el brazo de Carmen y le miré sin pestañear.

-Chistoso, ¿eh? -dijo con amabilidad-; no se moleste con cuentos. Tengo dos muchachos afuera, en el coche, que siempre hacen lo que les mando.

Carmen dejó escapar un gemido y se precipitó a través de la puerta. Sus pasos desaparecieron rápidamente cuesta abajo. Yo no había visto su coche pero debía de haberlo dejado abajo. Empecé a decir:

-¡Qué demonio...!

-¡Oh!, deje eso -musitó Eddie Mars-; hay algo raro por aquí y voy a averiguar lo que es. Si no quiere usted plomo en la tripa, póngase de mi parte.

-Bueno, bueno..., es usted un poco rudo, ¿no? -dije.

-Sólo cuando es preciso, soldado.

Ya no miraba hacia mí. Daba vueltas por la habitación, arrugando el entrecejo, sin hacerme ningún caso. Miré por el cristal roto de la ventana de la fachada. Por encima del seto se veía la parte superior de un coche. El motor estaba parado.

Eddie Mars encontró el frasco rojo y los dos vasos dorados sobre el escritorio. Olió uno de los vasos y después el frasco. Una sonrisa de repugnancia curvó sus labios.

-¡El cochino alcahuete...! -dijo con voz ronca.

Miró un par de libros, gruñó, dio la vuelta al escritorio y se quedó frente al pequeño pilar totémico con el ojo de la cámara. Lo estudió y echó una ojeada al suelo, delante de él. Corrió con el pie la pequeña alfombra y se agachó rápidamente, con el cuerpo tenso. Puso una de las rodillas en el suelo. El escritorio me lo ocultaba totalmente. Sonó una aguda exclamación y se levantó. Se llevó la mano a un bolsillo y la sacó empuñando una Luger negra. La sostenía entre sus dedos morenos, sin apuntar hacia mí ni a ningún sitio determinado.

-¡Sangre! -exclamó-, sangre en el suelo, debajo de la alfombra; ¡bastante sangre!

-¿De veras? -pregunté con curiosidad.

Se dejó caer en la silla que había detrás del escritorio. Se acercó al teléfono morado y se quedó mirándolo fijamente, por lo que sus espesas cejas grises casi se unían, marcando una profunda arruga en su curtida piel, por encima de la nariz ganchuda.

-Creo que aquí hace falta la policía -dijo.

Fui hacia la pequeña alfombra que había donde yaciera Geiger y la aparté con el pie.

-Es sangre vieja -dije-, seca.

-Es lo mismo; vendrá la justicia.

-¿Y por qué no? -pregunté.

Sus ojos se achicaron. Su antigua apariencia lo había abandonado y ahora sólo era un hombre rudo y bien vestido, con una Luger en la mano. No le gustó que yo estuviera de acuerdo con él.

-¿Quién demonios es usted, soldado?

-Me llamo Marlowe. Soy detective.

-Nunca le he oído nombrar. ¿Quién es la muchacha?

-Cliente. Geiger estaba intentando enredarla en un chantaje. Vinimos a discutir el asunto, pero no estaba aquí. Como la puerta estaba abierta, entramos. ¿No se lo había dicho?

-No está mal pensado -dijo-. La puerta está abierta cuando no se tiene llave.

-Sí. ¿Cómo es que tiene usted una llave?

-¿Es asunto suyo, soldado?

-Podría ser asunto mío también.

Sonrió forzadamente y se echó el sombrero hacia atrás.

-Y yo podría hacer que sus asuntos fuesen los míos.

-No le gustaría. El sueldo no alcanza para nada.

-Está bien, lince. Soy propietario de esta casa. Geiger es mi inquilino. ¿Qué le parece eso?

-Conoce usted a muy buena gente.

-Los tomo como vienen. Vienen de todas clases.

Miró la pistola, se encogió de hombros y se la puso bajo el brazo.

-¿Tiene alguna idea, soldado?

-Montones. Alguien disparó sobre Geiger. Alguien resultó herido por Geiger, que huyó. O fueron dos individuos diferentes. O Geiger rendía algún culto e hizo sacrificios cruentos frente a este pilar totémico. O tuvo pollo para cenar y le gustaba matar los pollos en el gabinete. -El hombre gris me miró ceñudo-. Me doy por vencido -dije-. Mejor es que llame a sus amigos de la ciudad.

-No acabo de entenderle -dijo-; no sé lo que está usted haciendo aquí.

-Adelante. Llame a la policía. Eso le producirá una gran satisfacción.

Reflexionó sobre eso sin moverse.

-No entiendo eso tampoco -dijo.

-Quizá porque no es su día. Le conozco, señor Mars. El Cypress Club en Las Olindas. Juego de categoría para gente de categoría. La policía municipal en su bolsillo y un cable bien engrasado en Los Angeles. En otras palabras: protección. Geiger estaba en un negocio que también necesitaba eso. Quizá lo protegía usted de vez en cuando, teniendo en cuenta que se trataba de su inquilino.

En su boca se dibujó una mueca.

-¿En qué negocio estaba Geiger?

-Negocio de libros obscenos.

Me miró fijamente durante un minuto.

-Algo le ha ocurrido -dijo despacio- y usted está enterado. No estuvo en la tienda hoy; allí no saben dónde está; aquí no contestó al teléfono. Vine a averiguar. Encuentro  sangre en el suelo, debajo de la alfombra, a usted y a una muchacha aquí.

-Un poco flojo -dije-; pero quizá pueda vender esa historia a algún comprador dispuesto. Algo le ha pasado inadvertido, sin embargo. Alguien se ha llevado hoy de la tienda los libros, esos preciosos libros que alquilaba.

Castañeteó los dedos y contestó:

-Debí haber pensado en eso, soldado. Usted parece estar bien enterado. ¿Qué se figura que ha ocurrido?

-Creo que han liquidado a Geiger. Creo que esa sangre es suya. Y el traslado de los libros es el motivo de tener escondido el cadáver durante algún tiempo. Alguien está tomando a su cargo el negocio y necesita tiempo para organizarse.

-No podrán salirse con la suya -dijo Eddie Mars con voz fiera.

-¿Quién lo dice? ¿Usted y un par de pistoleros ahí fuera, en el coche? Esto es ahora una gran ciudad, Eddie. Algunos matones han caído aquí últimamente. Inconvenientes del desarrollo.

-Habla usted demasiado -replicó Eddie Mars, y silbó con fuerza dos veces.

Afuera sonaron la portezuela de un coche y pasos de alguien que corría a través del seto. Mars volvió a coger la pistola y apuntó a mi pecho.

-Abra la puerta.

El picaporte golpeó y una voz gritó. No me moví. El cañón de la Luger me parecía la salida del túnel de la calle Segunda, pero no me moví. Que yo no estaba a prueba de balas era una idea a la que había tenido que acostumbrarme.

-Abra usted, Eddie. ¿Quién diablos es usted para darme órdenes? Sea usted bueno y quizá le ayude.

Se levantó tenso, dio la vuelta al escritorio y fue hacia la puerta. Abrió la puerta sin quitarme los ojos de encima. Dos hombres entraron en la habitación e inmediatamente se metieron la mano debajo del brazo. Uno era, sin lugar a dudas, un boxeador; un hombre pálido y bien parecido, con una nariz desastrosa y una oreja como un solomillo. El otro hombre era delgado, rubio, con la cara inexpresiva y los ojos descoloridos y muy juntos.

-Comprobad si este pájaro lleva hierros.

El rubio había sacado una pistola de cañón corto y se quedó apuntándome. El boxeador se me acercó muy despacio y me cacheó cuidadosamente. Fui dando la vuelta como una modelo que exhibe un traje de noche.

-No lleva pistola -dijo con voz bronca.

El boxeador metió la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta y sacó mi cartera. La abrió y examinó su contenido.

-Se llama Philip Marlowe, Eddie. Vive en el Hobart Arms, en la calle Franklin; licencia privada, insignia y demás. Un asco.

Volvió a meterme la cartera en el bolsillo, me dio una palmada en la cara y se alejó de mí.

-¡Largaos!

Los dos pistoleros salieron y cerraron la puerta. Se les oyó entrar de nuevo en el coche. Pusieron en marcha el motor y lo pararon de nuevo.

-Bueno, hable -dijo Eddie Mars.

Las puntas de sus cejas formaban ángulos agudos contra su frente.

-No estoy dispuesto a hablar. Matar a Geiger para quedarse con su negocio sería una idiotez y no estoy seguro de si ocurrió así, suponiendo que lo hayan matado. Pero de lo que estoy seguro es de que quien tiene los libros sabe lo que pasa. Y no me equivoco al suponer que la rubia de la tienda está muy asustada por algo y hasta me figuro quién se llevó los libros.

-¿Quién?

-Esa es la parte que no estoy dispuesto a decir. Tengo un cliente, ¿sabe?

Arrugó la nariz.

-Esa... -se interrumpió rápidamente.

-Pensé que conocía a la muchacha.

-¿Quién tiene los libros, soldado?

-No estoy dispuesto a hablar, Eddie. ¿Por qué iba a hacerlo?

Dejó la pistola sobre el escritorio y la golpeó con la mano abierta.

-Esto -dijo-. Y yo podría hacer que le resultara provechoso.

-Ya, eso suena mejor. No meta la pistola en este asunto. Yo siempre estoy dispuesto a escuchar el sonido del dinero. ¿Cuánto, contante y sonante?

-¿Por hacer qué?

-¿Qué quiere que haga?

Dio un puñetazo en la mesa.

-Escuche, soldado. Le hago una pregunta y usted me responde con otra. Así no vamos a ninguna parte. Yo quiero saber, por razones personales, dónde está Geiger. No me gustaba su negocio y no lo protegía. Da la casualidad de que soy el dueño de esta casa. No estoy tan ansioso de saberlo en este momento; yo creo que, sepa usted lo que sepa, lo sabe clandestinamente, porque de otra forma habría un montón de tipos danzando alrededor de este basurero. Usted no tiene nada que vender. Y me imagino que usted mismo necesita un poco de protección. Así que desembuche.

Tenía razón de sobra, pero no iba a dejárselo saber. Encendí un cigarrillo y tiré la cerilla, después de apagarla, al ojo del pilar totémico.

-Tiene usted razón -dije-. Si algo le ha ocurrido a Geiger, tendré que informar de lo que sepa a la policía. Por lo que pasará a ser del dominio público y me dejará sin nada que vender. Así que, con su permiso, me largo.

Su rostro se puso blanco. Me pareció ordinario y vulgar por un momento. Hizo un movimiento para levantar la pistola y añadí descuidadamente:

-A propósito. ¿Cómo se siente en estos días la señora Mars?

Inmediatamente pensé que había ido demasiado lejos. Su mano se dirigió temblorosa hacia la pistola. Tenía el rostro tenso.

-Lárguese -dijo con cierta suavidad-. Me importa un bledo donde vaya o lo que haga cuando llegue. Un consejo tan sólo, soldado: bórreme de sus planes o acabará deseando haber nacido no más cerca de Limerick.

-Bueno, eso está muy lejos de Clonmel -contesté-; he oído decir que tiene usted un amigo que es de allí.

Se inclinó sobre el escritorio, los ojos fijos, inmóvil. Fui hacia la puerta, la abrí y me volví a mirarlo. Sus ojos me habían seguido pero su cuerpo gris y delgado seguía inmóvil. Sentí odio en sus ojos. Salí, atravesé el seto y me dirigí a mi coche, entré en él y lo puse en marcha. Nadie me disparó. Después de algunas manzanas, me metí en una bocacalle y esperé unos segundos. Tampoco me seguía nadie. Volví a Hollywood.

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