VIGESIMOTERCERA ENTREGA
11 / LA MADUREZ DE SU CONCIENCIA VERTEBRAL (2)
Conciencia vertebral del pájaro migratorio
Los murmullos agitan la vieja madera anclada, el ojo del pájaro prefigura un cierre de oro y una cama de hojaldre. El navío navega proceloso a la hora incierta de la bajamar: se deja perseguir en la tarde por el graznido de una sombra. En el oleaje contraído es menos difícil meditar: si cerramos los ojos, cualquier hora, incluidas las metálicas del mediodía, rezuman nostalgias. Imaginemos entonces un bote a la deriva durante algún plenilunio de agosto, imaginemos el duro y abigarrado cordel que lanza el navegante. Debajo de sostiene una nocturna abstinencia: nadie pica, nadie promete picar. El hombre se rasca la espalda para comprobar que no está solo ypresiente una rebanada de sangre inquieta en el hombro izquierdo. Domesticada por el ojo, la luna declina a babor. Otro pájaro regresa de su migración invernal y necesita en regalía dos minutos de asidero. Baja, se arriesga, tiembla, se posa. La madurez de su conciencia vertebral lo sostiene entre las tablas de la popa, entablando de alguna manera una riesgosa fraternidad con los solitarios. El cigarrillo del navegante sigue un curso cósmico, del labio al dedo y del dedo al labio, astillando suavemente sólo el pausado titilar de las estrellas.
Una rana necesita otra rana
Agreguemos una rana eventual, antes de que por ahí pasen los dos enanos. La rana respira mejor que el hombre: cita también de Dador, por las mismas páginas Dador es mi palimsesto, el agua de ser amable con los entornos, un ojo de ciruela antepuesto al plomo. El asombro es una envoltura que cae y atraviesa dos nubes: pues bien, la timidez de la rana intimida cuando salta. Se logra oyendo la algarabía de la criada y la atusada astucia del hombre del jardín, que cultiva flores y legumbres. En el brocal del pozo se quieta la rana en posición fetal: no va a saltar ni a orinar, sino que sueña despierta con un niño de la primavera y un falso cordel en la boca del pez. Salta y se solaza en la fugacidad del mercado. Inimaginable y sencillo es lo que sucede, aunque ni la cocinera ni el jardinero suponen. La rana huye de las piedras donde vive en perniciosa soledad. Y la piedra entiende ese impulso: una rana necesita otra rana. El brocal es un borde traidor, porque las relaciones entre los muros se valoran por un talud más o menos inclinado y las inscripciones venatorias del liquen. Traicionero incluso o sobre todo cuando se sueña con un príncipe verde de impulsivas patas verdes. El final de la historia sólo confundiría al truhán y es fácilmente predecible, porque la rana se desahoga a gritos, cual si fuera a parir al príncipe que sueña. Hasta la gárgola un pajarito acarrea deshilachadas hilachas y un cono de hilandería artesanal. La criada se asusta y grita: nada sabe la señora de qué tiene Pilar que anda así, que croa con la cabecita baja. El farol ya está en camino. El péndulo del golpe cae como un ulular de tatuajes matinales. Pilar regresa rodando a su humedad, pero con traumatismos craneanos y la cadavérica palidez de una magnolia. Un acertado golpe de bigote y el cocinero se atusa espléndido y heroico. La cocinera recobra la paz perdida y promete para más tarde deliciosas frituras de ñame y la seda estrujada de otros apetitos.
Desempeño matinal del ruiseñor
Vamos a oscilar entre el número y la unidad, hagamos por desviar la flauta en la dirección ondulante del aro. Éter del condottiere que amanece en montaña: guiño, brillo, despertar inconfesable pero con el apuro alígero de pulsar la rama. Un ruiseñor sueña risueño con la baba del ojo de su desempeño rural: una noria le frunce el ceño y para azorar al ave hay un señuelo sin dueño, acomodado con paja de maíz, sombrero deshilachado y estaca vertical en lugar de vértebras. La atmósfera insectívora se adelanta y distrae la completez del paisaje. El reflejo en el follaje hace lenta la audición. La piel tiende a caer sobre las plumas, como si el gordo del megáfono fuese a sentarse en una de sus piernas o patas: caso este legendario en que un ventrílocuo preferiría cantar él las notas que le fuera soplando su muñeco. Rayos de sol en las graderías. Una margarita aquieta su inaudible quietud. El ave desafía y allana, retumba: y ahora nuevamente matinal y repleto de cascabeles, suelta una gargantilla mágica, un acaudalado eco en dispersión, canto magistral de filarmónica y flauta que va sutil horadando las sinuosa oquedades del monte. Las trampas, stop, no funcionan por tiempo indefinido, porque a la multitud de orejas llega filtrado un trémolo de trinos tintineantes. Garganta de prestidigitador, patica presta en la rama: la melodía improvisa una verba inmóvil de escuchas y radioescuchas y durante un espacio reglamentario ni salta el saltamonte ni el limón alza su pescuezo. El oblicuo gorjeo bordea la extensión inusitada y penetra en sordina por la cara oscura de la piedra.
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