MEDINA VIDAL, CERCA
(prólogo de POESÍA SELECTA, Casa Editorial Hum, 2013)
I
SITUAR A JORGE MEDINA VIDAL en su poesía a nivel meramente local es tan inútil como insensato. La poesía de Medina Vidal alcanza, por lo menos, el amplio ámbito de la lengua en que está escrita. Esa obra tiene dos características que la vuelven permanente: su estar en el límite y la conciencia que eso implica de ubicarse en una temporalidad difícil de precisar. Esto último convoca la atención sobre una necesidad de la poesía de Medina Vidal, a partir de un cierto momento: la de explorar sus propias fronteras formales y lingüísticas. La poesía de Medina Vidal es una poesía incómoda. Se lee en un contexto de incomodad histórica -la escritura contraviene el presente de su escritura-, apunta a la creación de espacios de decir que están bloqueados, en el momento más o menos inmediato a su primera manifestación pública -1951-, por el tiempo histórico que pide otra poesía. Una de las características de la poesía latinoamericana de la época era la recepción plural de lo que se publicaba. Bajo muy dudosos criterios, cierto. Por ejemplo, un criterio eternalista que bordeaba peligrosamente la indiferencia o una conciencia de archivo, del tipo “es buena poesía”. Esa frase, un salvoconducto de complicidad entre “pares del reino”, o sea poetas, sirvió de moneda circulatoria para descubrir una incompetencia pasmosa de recepción -o sea: saber qué hacer con una obra que aparece en público- no sólo de poetas sino también de críticos. Todo se vuelve justificable debido a largos años de cultivo ciego de una poesía que riñe a toda luz con la poesía moderna y con la poesía del siglo XX en particular: “los poetas no son buenos críticos” o, más seriamente, “los ámbitos de la creación son opuestos a los de la crítica”, una suposición que, por lo menos, sirve para poner sobre la mesa cuestiones tales como qué es la poesía y qué es la crítica. Pero ésa es la realidad de las décadas cuarenta-cincuenta en el contexto latinoamericano poético. Ante esa realidad la poesía de Medina Vidal se presenta como una voz peculiar actuando en un ámbito ambiguo: el de no saber si es aceptada o rechazada, al margen de los cumplimientos de amistad o enemistad que siempre “saludan” la aparición de una obra nueva. Por una simple razón: la obra de Medina Vidal intenta desde un principio “encerrar” su propia crítica.
II
Pronto, esa obra tolerada enfrentará una -literalmente- prueba de fuego: la de la poesía “comprometida” que dominará el escenario poético latinoamericano durante las dos décadas siguientes. Vale aquí ampliar el marco de referencias: los compañeros de generación en el espacio latinoamericano de Medina Vidal son Carlos Martínez Rivas (1924), Roberto Juarroz (1925), Ernesto Cardenal (1925) o Jaime Sabines (1926) (anoto sólo fechas de nacimiento para marcar el contexto de acción inmediata). Todos estos poetas están en plena producción y publicación en las décadas cincuenta-sesenta.
De ellos sólo uno, Ernesto Cardenal, realiza una obra poética políticamente clara y abierta. “Comprometida” es un adjetivo que no me gusta para la poesía de Ernesto Cardenal porque es el único ejemplo que conozco en la poesía latinoamericana que aborda el problema político del momento (esto es: las luchas nacionales por la emancipación político-social de la lógica injerencista de Estados Unidos en América Latina mediante la articulación de proyectos de carácter socialista locales o internacionalistas) con una dignidad poética muy por encima de sus compañeros de ruta en la América Latina de la época. Recordar: la poesía “comprometida” de ese momento relegó en nombre de una “poesía inmediata” -en muchos casos mediante una decisión abierta y autojustificatoria sin ningún tipo de coartada, lo cual es un punto a favor- a un futuro totalmente incierto a la poesía concebida como acto de creación por el lenguaje. En su lugar, una escritura de carácter inminente recordaba más las notas de militancia o el lenguaje propagandístico que cualquier otro arte verbal implicante de un proyecto creativo.
Martínez Rivas, a mi juicio el mayor poeta de ese momento histórico en América Latina, posee una escritura ácida y corrosiva de la mentalidad del consumidor de arte, burgués -concepto muy baudelaireano en poesía- por más datos. Su poesía es minuciosa y contrastante con las demandas culturales del lector medio. Su burla de los anhelos de ese lector de “gran arte” en busca del “holocausto de sí mismo” es más que la crítica a la recepción de un momento: es una crítica al concepto mismo de “sublime” que procesó como pudo el arte occidental post-ilustrado.
Todo lector no necesariamente poeta internalizado de los problemas de la poesía -en la medida en que esa figura todavía exista- conoce la aventura de Roberto Juarroz, una de las búsquedas formales logradas de la poesía latinoamericana post-vanguardista. Juarroz comparte con Martínez Rivas la necesidad de reconocimiento de una instancia poética que las vanguardias de principios del siglo XX relegaron: la deriva conceptual que la poesía puede adquirir en contacto con un cierto lugar filosófico histórico: el pre-socrático en este caso. Una poética hondamente reiterativa -como las poéticas “de principios”- se toca con la re-formulación de fundamentos de lo poético como instancia ahora “comunicativa”.
En el lado opuesto de la aventura finalmente intelectual en un sentido estricto de Juarroz se sitúa la poética de Jaime Sabines: la expresividad llevada a un punto climático que arremete contra todo “intelectualismo” y contra organización de la forma y del lenguaje que puedan contradecir el libre juego de un habla retóricamente consumada. Lo que penetra vía generación del 27 española, que a la vez proviene del Siglo de Oro, encuentra en Sabines un heredero de cierta tradición radicalmente individualista y desolada, sin tintes sociales más allá del sobreentendido -hasta ahora inexplicable- de que el poeta siempre está del “lado sensible” por no decir “del lado justo”. El mismo Sabines se encarga de hacer pedazos ese sobreentendido con sus declaraciones públicas contra el movimiento zapatista de Chiapas -de donde es originario Sabines- que aparece en escena en México el 1 de enero de 1994. La afinidad de la poesía de Sabines con la de otros poetas “coloquiales”, Mario Benedetti por ejemplo, no proviene de la simpatía por un mismo credo ideológico. Viene de la apuesta común por una norma del habla -conversacional- que tanto uno como otro quieren creer que es el lenguaje idóneo para la poesía porque es la poesía que el lector “entiende”. Hay que recordar de nuevo: el lector en general compromete su amor en la demanda de que la poesía no sea poesía. De ahí viene el no entender de Benedetti -o la simplicación de la misma por su parte- la aventura de Nicanor Parra a quien confunde en Los poetas comunicantes con alguien muy parecido a Mario Benedetti. Parra es mucho más radical en su manejo y en su concepción de lo que es el lenguaje hablado de la poesía.
III
Esta situación sirve para tomar contacto con una realidad: la poesía de Medina Vidal está sola en relación a sus contemporáneos significativos. De ahí la realidad formalmente oscilante que manifiesta, ese paseo pendular de un lado a otro del límite. Ese límite es el lugar -para ser más preciso: el filo- en el cual intenta sostenerse la poesía más dura del siglo pasado. El límite, como se maneja aquí, es el espacio que crea el constante movimiento oscilatorio del decir poético contemporáneo siempre en duda de su pertinencia, siempre en duda de su alcance y, finalmente, convencido de su insuficiencia que se vuelve plena por hallazgos, por una casi sobredosis de acierto, por epifanía. Si se traslada la oscilación de la palabra -su pertinencia- al terreno de la forma es posible verificar también un estado de inquietud. Lo que se manifiesta como libre disponibilidad de repertorios formales a fines de la década del sesenta -y de ahí en adelante- o bien esconde una incertidumbre flagrante o bien encierra una nueva manera de hacer poesía. El conflicto con la forma -constante de la poesía occidental a partir del simbolismo francés y luego retomado con intensidad terminal por las vanguardias estético-históricas del siglo XX- fue abandonado por el uso plural de la forma. Un raro paso el de la negación a la pluralidad donde se finge la consumación de un deseo “total” que culmina en un estado de indiferencia. La poesía de Medina recoge ese estado de ánimo con una convicción ejemplar. Hace suyo el estado de las cosas. Pero lo hace sin abandonar un punto de certeza heredado del romanticismo tardío: el de la “gran poesía”, un concepto -o un conocimiento- desaparecido entre nuestros contemporáneos. La “gran poesía”, noción que Medina Vidal transmitía tanto en su propia creación como en su labor crítica, no consiste en un modo de respetar clásicamente una serie de tópicos, un léxico adecuado o en un tratamiento adecuado de la cuestión formal. La “gran poesía” es la que mantiene la distancia. O sea, para jugar con el concepto, “gran poesía” es la que no pierde el tiempo. No perder el tiempo aquí es lo contrario de su uso común, no acelerar el tiempo hasta borrarlo sino retenerlo, no dejarlo ir ante la inminencia del decir, una especie de vértigo al que parece condenado el hombre de la modernidad. El sujeto está vacío. El que dice no tiene nada que decir no en el sentido en que carezca de ello sino en el sentido en el que lo que tiene que decir ya no interesa. El sujeto es un estorbo. Sólo interesa el afuera. Se entiende así la necesidad de Mallarmé de ver al poeta como un syntaxier del lenguaje. Sólo es posible hacer un dibujo afuera, un dibujo que no coincida con ninguna forma ajena a su propia organicidad. La forma anterior -la del sujeto- era una forma de fachada. En ese momento histórico -fines del siglo XIX- la poesía cambia: se transforma de trabajo de precisión con la palabra, la “palabra justa”, en trabajo aleatorio, en fuga del “trabajo”. “El poeta está en huelga” dice Mallarmé. Pero no quiere aumento de salario ni cambio de condiciones de trabajo. Quiere decir que ya no entra a la fábrica, que ya no quiere hacer, que no hay cosa para él. La producción industrial es el gran tragadero del concepto de cosa a favor de la multiplicación de los objetos. La poesía adquiere así -o vuelve a ella- una carga especial de teoría, de contemplación. La teoría habita el mundo poético de Medina Vidal con una sencillez de mundo común. O mejor: la teoría intercambia posiciones con el mundo común, desde el mundo hablado de la conversación al mundo del fenómeno. Situado a la par de la existencia lo teórico cae o se libera sobre la experiencia. No se distingue en la poesía de Medina Vidal con claridad los límites entre una poética de lo trascendente y una poética de lo cotidiano. Ambas dimensiones cohabitan sus textos de dos maneras.
IV
La primera poética es la que domina los libros Las puertas (1964), Las terrazas (1964), libros dominados por una voluntad conceptual de profanación de un ámbito que, por otra parte, no sólo ya estaba suficientemente profanado a esa altura del siglo sino que -es lo curioso- era considerado fuera de lo poético: lo religioso. Medina Vidal lo parcela en sus mundos, sitúa sus agentes en espacios de realidad delimitados y “colocados” allí a modo de una realidad paralela. Esto se traduce formalmente en un tipo de escritura secuenciada -la numeración de los poemas en Las terrazas o las largas tiradas de poemas con el nombre de “Santos” y “Dormitorios” en Harpya destructor. La escritura por secuencias -habría que hablar, en rigor, de una serialización- obedece en Medina Vidal a un concepto de escritura de la permanencia. Sugiere encadenamiento pero también alternancia. Se trata de una verdadera visión: la de la poesía como un continuum que no tiene inicio y que no tiene más final que el de la propia especie. El poeta tiene un misión: la de atrapar en su tiempo la poesía de su tiempo. Hasta aquí todo es claro en la medida en que la concepción de la poesía como una entidad marcada por una temporalidad precisa es la señal indeleble de una modernidad que demanda su reconocimiento en todos los lugares. Tautológicamente -y parodiando a Rimbaud- para ser moderno hay que decir que se es moderno. Es un certificado de presencia sin precedentes tal vez porque la modernidad es una época con una rara conciencia de sí misma: la conciencia evidente de sí misma. Recursos de la modernidad poética son el texto autorreferencial, la búsqueda de formas nuevas para el lenguaje poético, la negación de la poesía como entidad trascedente y la afirmación de una cotidianeidad que parece recién descubierta -o en el siglo XIX por Emily Dickinson, Jules Laforgue y Tristan Corbière-, entre otros. Cuando los recursos se vuelven coexistentes comienzan los problemas. Esas dos realidades se presentan de modo nítido en la poesía de Medina Vidal.
Lo que era el des-velamiento de esos submundos residuales de antiguos credos cambiados por realidades escépticas de Las terrazas y Harpya destructor, se vuelve en un volumen publicado ocho años después, Situación anómala, y cristaliza en el siguiente, Poemas poemenos (1981), lo que llamaría una coexistencia por separación: las formas y los temas coexisten cada uno en su lugar, ya no intercambian semejanzas ni divergencias. La poesía de Medina literalmente somete el panorama poético a un arrinconamiento: el del conocimiento de su propia realidad: la poesía se atomizó a sí misma y sus propios elementos constitutivos sobreviven separados. Situación anómala y Poemas poemenos representan juntos el gran acto de conciencia de la poesía uruguaya y una marca insólita en el contexto de la poesía latinoamericana: la continuidad ofrece fisura bajo la forma de cristalizaciones. La anomalía a la que alude el título se refiere a la dictadura militar que devastó Uruguay desde 1973 a 1985. Pero va más allá: es el indicador de un estado de la poesía que paralizó, como una dictadura, el movimiento, el libre flujo de la pasión poética. O de una visión de la poesía que se ocupaba de visibilizar el movimiento puntualmente y con muy poca retórica desde mediados del siglo XIX hasta ese presente devastador de los setenta, la década infame y uniformada de Uruguay. Hay dos maneras de hacer uniforme: la de lo mismo y la de la pluralidad indiferente, no selectiva, esa que implica que una forma es igual a otra. Significa, la uniformidad, la muerte de la elección. Un poeta debe ver la relación entre adentro y afuera y si no existe debe ver esa no-relación y decirla. Poemas poemenos es ya el juego de las dos posiciones: el neologismo marca la alternativa. Había un plus permanente en ese significante del plural poético que lo perdió: los pueblos se transformaron en máquinas de hacer más y de hacer más. El señalamiento de la figura antagónica del neologismo, restada en cuanto a su productividad posible, indica míticamente la hybris del poema e industrialmente su perdición en el sentido de descaracterizarse. El poema deja de ser para convertirse en un sobreviviente de sí mismo. Pero un sobreviviente cambiado por la muerte de los otros (poemas). La mirada sólo puede volver, sólo puede recordar lo que fue. Siempre y cuando agregue en el recuerdo de lo que fue el complemento del presente que señala que ya no es. El fue desbordado y el será restado. El señalamiento de la poesía -una mínima evocación en dos palabras- por parte de Medina Vidal siempre fue una puesta en práctica de la capacidad del deslumbramiento.
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