...como te venía diciendo, era bastante difícil saber bien cuándo empezó a pasarle. Nunca llegué a hablarlo con él en profundidad. Se ponía demasiado nervioso y de alguna manera me contagiaba esa inquietud y yo terminaba cambiando de tema. Lo veía cada tanto, cuando me lo encontraba por la calle y también en lugares en los que no tenía por qué estar y a los que no sabía cómo podría haber llegado. O a mí me parecía. El caso es que se le empezaron a poner los dedos luminosos, de a poco. Había tocado el saxo antes pero ya no podía por la artrosis. Creo que fue más o menos a partir de que le empezó la artrosis deformante que también empezó a ver la luz. No sé.
Al principio, si era de día o estaba en un lugar iluminado no se daba cuenta. Porque la luz que le salía de los dedos era muy tenue. A los pocos días de que lo despidieran de la curtiembre él ya se había mudado a un recoveco del Templo Inglés. Y ahí, en una noche de enero vio claramente la luz en la yema de sus dedos cuando estaba rebuscando en una bolsa una manzana que había rescatado de los restos de la feria de Rio Branco y Canelones. Aparentemente el fenómeno había comenzado antes, pero no quiso verlo. Por eso no sé, si fue cuando lo echaron de la Sonora Caribeña por alcoholismo o cuando el tío Fer le consiguió el trabajo en la curtiembre. Pero yo me lo empecé a encontrar ahí, en los alrededores del Templo. Y ahí me lo contó. Le gustaba hablar conmigo. Pensé que era un desvarío cuando me lo contó. Sí, ya lo conocía de antes, de cuando lo escuchaba improvisar en la Peña del Jazz. Y a mí me pareció, pero no dije nada, que ya en aquel entonces algo de la luz de sus dedos se reflejaba en las llaves doradas del saxo.
El asunto es que para mí empezó a ser un problema, alguien en quien pensar, el día en que creí verlo caminando por la Avenida Getulio Vargas en Porto Alegre. Iba caminando como los niños, a saltitos, tocando las paredes y haciendo deslizarse los dedos en las varillas de hierro de las cercas, clan, clan, clan... Pensé que seguro no era él, porque, ¿me querés decir cómo había hecho para llegar hasta allí, novecientos kilómetros de Montevideo, sin un peso, un pichi?... Así que no me acerqué. Hay gente que se parece mucho a otra gente. Lo dejé irse, desaparecer entre toda esa gente incontable y tan anónima de las ciudades brasileñas. No era él, seguro. Me quedé con eso en la cabeza por un rato y volví a salir de noche para comprar cigarrillos, y ahí, en la calle ya desierta de ruidos y gente, esa noche, fue cuando se me metieron por primera vez en los ojos, en la penumbra de la Getulio Vargas esquina José de Alencar, las manchas luminosas de dedos que brillaban en todas las paredes y en los hierros de las cercas. Si alguna vez aplastaste una luciérnaga sabés de lo que estoy hablando, la luz te queda en los dedos y si los pasás por un muro, la luz queda pegada. Bueno, era así. Como pasta pegada de luciérnaga muerta. No se lo conté a nadie.
Y volví a Montevideo.
No me olvidé, pero hice como si.
A la semana más o menos de eso que te conté antes, me lo encontré. Estaba en la esquina de Durazno y Convención, al lado del contenedor de basura, donde sospecho que dormía, y ahí, después de una charla insustancial sobre las injusticias de la vida y darle algún peso, le pregunté si había estado en Porto Alegre. Lo negó mirándome con cara de asombro. Pero nunca sabré si real o fingido. La ropa del tipo me impresionaba. En especial el borde espeso del estropeado sobretodo al que antes estrujaba con sus dedos artríticos, deformando los ojales. Ahora ya no hacía eso, tenía las manos siempre ocultas en los bolsillos, porque, como me contó como al descuido, las palmas le habían también empezado a brillar con esa luz naranja, como de fundición de acero, le pasaba más que nada los viernes, cuando empezaba a llegar la gente a los bares de la Ciudad Vieja, ya cayendo la noche. Y me mostró una mano, una sola, que sacó del bolsillo como quien saca una joya, ocultándola de otras miradas entre su cuerpo y la pared. Era una luz naranja, no muy fuerte, aunque la piel aparecía como resquebrajada envolviendo esa luz, igual que las cascaritas que se forman en las fundiciones en la superficie del acero fundido. Se parecía también a la imagen de las manchas solares que muestran por la tele. Parecía que adentro se movían cosas. Cosas que no me animé a mirar bien. Sentí un mareo. No le dolía. Me fui. No le di la mano como otras veces. Me fui con la luz estampada en la retina por varios días.
Creí verlo un anochecer en Punta del Diablo, parado con los brazos extendidos y las manos como dos soles de ocaso, arriba de aquella roca que es como una teta con pezón y todo, pero ya no quise pensar y además yo estaba muy pasado de alcohol y no sé si lo vi o no.
Y después me empezó a pasar lo de los bares.
Vos sabés que yo tengo como una manía de ir a los boliches viejos, los de mármol rosado y mostrador de roble, no soporto los bares nuevos de luces hirientes y acrílicos limpios. Prefiero ir solo a esos boliches viejos y escasos. Y me pido una con limón y me gusta cuando miro el mostrador y siento como que todos los mamados que por ahí pasaron están ahí, conmigo. Pienso cuántas vidas al pedo, o no. A veces no pienso nada, miro las vetas del mármol y me imagino cosas. Pero ese día, ahí en Paso de la Arena no era mi imaginación. Y yo todavía no estaba borracho, y ahí, en el mármol, como ventanitas abiertas a un magma naranja que estuviera en el interior del mostrador, ahí las vi, a las manchitas de luz, cinco manchitas que brillaban suave. Cinco huellas digitales deformadas por la artrosis. Como pasta de luciérnagas muertas. Y ahí supe que él había estado ahí. Y no quise preguntar y no sé por qué el gallego, cuando pasaba el trapo para secar el mostrador, por ahí no lo pasaba. No sé si hice bien en tocar las luces.
Me siguió pasando, en todos los bares. En todos los que tenían mármol. Así que salí a buscarlo por los alrededores del Templo Inglés. Porque vos sabés que yo no creo en nada, que me callo la boca cuando me parece que veo cosas así, porque ando bastante en pedo normalmente y uno tiende a ver cosas si está borracho, pero loco no estoy y esto era demasiado y se me hizo la noche buscándolo hasta que una luz naranja me hizo mirar para arriba y entonces lo vi allá en el último piso del Palacio Salvo, en uno de los balcones de abajo de la cúpula, que nunca hay nadie ahí. Brillaba todo, no te puedo explicar hasta qué punto brillaba todo. Los ojos. Brillaba él y brillaba la cúpula del palacio, con ese resplandor naranja y sordo y fueron brillando cada una de las molduras y ventanas de cada uno de los pisos a medida que él caía con una lentitud desesperante, como si fuera un papel encendido, sin llegar nunca al piso, deshaciéndose en lluvia naranja motitas cayendo sobre la pasiva esfumadas en el aire un silencio un poco y después la nada.
Ahora parece que nadie lo vio. Pero todo el mundo miraba para arriba con ojos naranja.
Se habrán olvidado. Yo no me olvido, yo sí lo vi y no sé qué hacer. Porque ayer cuando terminó mi recital y me incliné a saludar al público, el teclado del piano estaba lleno de lucecitas naranja y me miré los dedos y tenían luz y no tendría que haber tocado las manchitas del mostrador en los boliches y me llegó un ramo de flores color naranja de una admiradora con una tarjeta que dice que me espera en el último piso del Salvo y cuando pienso en esa mujer que no conozco la luz se me agiganta y vengo a pedirte a vos que me retengas, que no me dejes ir no importa lo que diga.
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