martes

C. G. JUNG / RICHARD WILHELM

EL SECRETO DE LA FLOR DE ORO

DECIMOCUARTA ENTREGA

LOS FENÓMENOS DEL CAMINO

1 . La disolución de la conciencia. (2)

Las instrucciones del Bardo Tödol, en especial, permiten discernir cuán grande es para la conciencia el peligro de ser disuelta por estas figuras. El muerto es enseñado una y otra vez a no tomar tales figuras por verdaderas, y a no confundir su turbio fulgor con la pura blanca luz del Dharmakaya ("el divino cuerpo de la verdad"), es decir, a no proyectar en figuras concretizadas la Luz una de la más alta conciencia y, de ese modo, disolverse en una multiplicidad de sistemas parciales autónomos. Si no hubiera en ello ningún peligro, y no fueran los sistemas parciales tendencias amenazadoramente autónomas y divergentes, no habría pues necesidad de esas apremiantes instrucciones que, para el ánimo más simple, politeísticamente orientado del hombre del Este significa casi tanto como, por ejemplo, para el hombre cristiano una instrucción de no dejarse cegar por la ilusión de un Dios personal, de una Trinidad, de innumerables ángeles y santos.

Si las tendencias a la escisión no fueran cualidades inherentes a la psique humana, absolutamente nunca se hubieran escindido los sistemas parciales; en otras palabras, jamás hubieran existido dioses o espíritus. Por eso, a causa del culto exclusivo de la conciencia, nuestros tiempos son en tan alto grado impíos y profanos. Nuestra verdadera religión es un monoteísmo de la conciencia, una posesión por la conciencia, con una fanática negación de la existencia de sistemas parciales autónomos.

Nos diferenciamos empero de las enseñanzas del yoga budista porque negamos hasta la calidad de experimentable de los sistemas parciales. En eso hay un gran peligro psíquico, pues entonces los sistemas parciales se comportan como cualquier contenido reprimido: producen compulsivamente actitudes falsas, puesto que lo reprimido asoma de nuevo en la conciencia bajo la forma inapropiada. Este hecho, que salta a la vista en cada caso de neurosis, vale también para los fenómenos psíquicos colectivos. Nuestro tiempo incurre a ese respecto en un error fatal: cree, en efecto, poder criticar intelectualmente los hechos religiosos. Se opina, como por ejemplo Laplace, que Dios es una hipótesis que se puede someter a un tratamiento intelectual, a una afirmación o negación. Olvidase así plenamente que el motivo por el que la humanidad cree en el daimon, en absoluto tiene que ver con cualquier cosa externa, sino que reposa simplemente sobre la percepción cándida del violento efecto interno de los sistemas parciales autónomos. Ese efecto no se disuelve porque se critique intelectualmente su nombre, o se lo señale como falso. El efecto existe constantemente de manera colectiva, los sistemas autónomos actúan sin cesar, pues la estructura fundamental de lo inconsciente no es conmovida por las indecisiones de una conciencia transitoria. Si se niega los sistemas parciales, imaginando que se los anula mediante la crítica del nombre, no se puede entonces comprender más su efecto, que sigue existiendo a pesar de eso, ni tampoco asimilarlos más a la conciencia. Pasan entonces a ser un inexplicable factor de perturbación, el que finalmente se supone en algún lugar externo. Sobreviene con eso una proyección de los sistemas parciales y, al mismo tiempo, se crea una situación peligrosa, pues los efectos perturbadores se atribuyen ahora a una mala voluntad exterior que, desde luego, no puede hallarse en parte alguna salvo en lo del vecino de l'autre côté de la rivière. Eso lleva a delirios colectivos, instigaciones de guerra y revoluciones; en una palabra, a destructivas psicosis de masas.

La locura es una posesión por un contenido inconsciente que, como tal, no es asimilado a la conciencia. Y porque la conciencia niega la existencia de tales contenidos, tampoco los puede asimilar. Expresado de manera religiosa: no se tiene ya ningún temor de Dios, y se da a entender que todo sea librado a la medida humana. Esta Hybris, o sea, estrechez de conciencia, es siempre el camino más corto al asilo de alienados. Recomiendo la excelente exposición de este problema en Christina Alberta's Father de H. G. Wells, y en Denkwürdigkeiten eines Nervenkranken de Schreber.

Más bien debe conmover simpáticamente al europeo ilustrado el que en el Hui Ming King se diga: "Las figuras formadas por medio del fuego del espíritu son sólo colores y formas vacíos." Eso suena por entero a europeo y parece casar excelentemente con nuestra razón; en verdad, opinamos que debemos sentirnos halagados de haber alcanzado ya esas alturas de la claridad, pues parece uno haber dejado tras sí hace tiempo tales fantasmas de dioses. Pero lo que hemos superado son sólo los fantasmas de las palabras, no los hechos psíquicos que fueran responsables del nacimiento de los dioses. Estamos todavía exactamente tan poseídos por nuestros contenidos anímicos autónomos como si éstos fueran dioses. Ahora se los llama fobias, obsesiones, etc.; brevemente, síntomas neuróticos. Los dioses han pasado a ser enfermedades, y Zeus no rige más el Olimpo, sino el plexus solaris y ocasiona curiosidades para la consulta médica, o perturba el cerebro de políticos y periodistas quienes, involuntariamente, desencadenan epidemias psíquicas.

Por lo tanto, es mejor para el hombre occidental que no sepa al pronto demasiado acerca de la secreta penetración de los sabios orientales, pues sería "el medio correcto en manos del hombre erróneo". En lugar de hacerse ratificar una vez más que el daimon es ilusión, el occidental debiera de experimentar nuevamente la realidad de esa ilusión. Debiera de aprender a reconocer de nuevo esas potencias psíquicas, y no esperar hasta que sus humores, nerviosidades o ideas delirantes le aclaren, de la manera más dolorosa, que no es el único señor en su casa. Las tendencias de escisión son personalidades psíquicas efectivas de realidad relativa. Son reales cuando no se las reconoce como reales y son por lo tanto proyectadas; relativamente reales cuando están en vinculación con la conciencia (expresado de manera religiosa: cuando existe un culto); irreales, empero, en la medida que la conciencia comienza a separarse de sus contenidos. Pero lo último es el caso tan sólo cuando la vida ha sido vivida tan exhaustivamente y con tal devoción que no existe ya ninguna obligación vital absoluta y, por ende, ninguna exigencia que no pueda ser sacrificada sin reflexión, se halle ya en el camino de la superioridad interna sobre el mundo. De nada sirve mentirse a ese respecto. Donde todavía se está detenido, aún se está poseso. Y si se está poseso, aún existe algo más fuerte, que lo posee a uno. ("En verdad os digo que de ahí no saldrás hasta no haber pagado el último céntimo".) No es del todo indiferente que se designe algo como una "manía" o como un "dios". Estar al servicio de una manía es reprobable e indigno; en cambio, servir a un dios es, a causa de la sumisión a algo más alto invisible y espiritual, significativamente más pleno de sentido y, al par, más rico en perspectivas, puesto que la personificación ocasiona ya la realidad relativa de los sistemas parciales autónomos y, con ello, la posibilidad de la asimilación y de la "irrealización" de las potencias de la vida. Donde no se reconoce al dios, se origina manía egoísta, y de la manía la enfermedad.

La doctrina yoga sienta el reconocimiento de los dioses como algo evidente de por sí. Su enseñanza secreta está por lo tanto destinada sólo a aquellos cuya luz de la conciencia se dispone a separarse de las potencias de la vida a fin de entrar en la unidad última, indivisa, en el "centro de lo vacío", donde "reside el dios del vacío y vitalidad extremos", como dice nuestro texto. "Escuchar tal enseñanza es difícil de alcanzar en miles de eones." Es evidente que no se puede alzar el velo de Maya mediante la mera decisión de la razón, sino que se requiere la preparación más cabal y penosa, que consiste en que se pague con justeza todas las deudas con la vida. Pues en tanto se vea uno detenido de alguna manera por causa de cupiditas, el velo no es alzado, y no es alcanzada la altura de la conciencia libre de contenidos y sin ilusión, y ningún artificio o engaño puede producirla mágicamente. Es un ideal que sólo en la muerte puede cumplirse cabalmente. Hasta entonces hay figuras reales, y relativamente reales, de lo inconsciente.

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