sábado

SALINGER - FRANNY Y ZOOEY


(Traducción de Isabel de Juan)

DUODÉCIMA ENTREGA

ZOOEY (5)

-Nada. Nada, nada. Me gusta lo de la mandarina. Está bien, ¿quién más no te ayuda? Yo, Les, Buddy. ¿Quién más? Ábreme tu corazón, Bessie. No seas reticente. Ese es el problema de esta familia, que nos guardamos demasiado las cosas.

-No tiene ni pizca de gracia, jovencito -dijo la señora Glass. Se tomó tiempo para meter un mechón rebelde por debajo del elástico de la redecilla-. Ojalá pudiese hablar con Buddy unos minutos por ese absurdo teléfono. Es la única persona que puede saber algo de este extraño asunto -reflexionó con evidente rencor-. Las desgracias nunca vienen solas -sacudió la ceniza en el hueco de la mano izquierda-. Boo Boo no vuelve hasta el diez. Aunque supiese cómo localizar a Waker, me daría miedo contárselo. En mi vida he visto una familia como esta. De veras. Se supone que sois todos tan inteligentes y todo eso, pero ni uno de vosotros sirve de nada cuando las cosas van mal. Ni uno. Ya estoy un poco harta de…

-¿De qué cosas hablas? ¿Qué es eso de cuando van mal? ¿Qué querríamos que hiciésemos, Bessie? ¿Entrar ahí y vivir la vida de Franny por ella?

-¡Bueno, basta! Nadie dice que alguien tenga que vivir su vida por ella. Sencillamente, me gustaría que alguien entrase en ese cuarto de estar y averiguase qué le pasa, eso es lo que querría. Me gustaría saber cuándo piensa esa niña volver a la universidad y acabar el curso. Me gustaría saber cuándo piensa meterse en el estómago algo medianamente alimenticio. No ha comido nada desde que llegó a casa el sábado por la noche, ¡lo que se dice nada! No hace ni media que intenté convencerla de que se tomara una taza de caldo de pollo. Tomó exactamente dos sorbos, y nada más. Ayer vomitó casi todo lo que le hice comer -la voz de la señora Glass se detuvo lo suficiente para recargar, por así decirlo-. Me ha dicho que quizá tomaría una hamburguesa de queso más tarde. ¿Qué es eso de una hamburguesa de queso? Deduzco que prácticamente ha vivido a base de hamburguesas de queso y coca-colas todo lo que va del semestre. ¿Es eso lo que le dan de comer a una chica en la universidad hoy en día? Sólo sé una cosa. Desde luego, yo no voy a alimentar una chica tan agotada como está ella con algo que ni siquiera es…

-¡Di que sí! O caldo de pollo o nada. Hay que imponerse. Si ella está decidida a tener una crisis nerviosa, lo menos que podemos hacer es no permitirle que la tenga en paz.

-No seas tan descarado, jovencito. ¡Oh, esa lengua tuya! Para tu información, no me parece nada imposible que la clase de alimento que esa niña se mete en el campo tenga mucho que ver con todo este extraño asunto. Incluso cuando era pequeña, prácticamente había que obligarla a tomar verduras o cualquier cosa que fuera buena para ella. No se puede abusar del cuerpo indefinidamente, año tras año, a pesar de lo que tú creas.

-Tienes toda la razón. Toda la razón. Es asombroso ver de qué modo vas directamente al fondo de la cuestión. Se me ha puesto la carne de gallina… Tú me inspiras. Me inflamas, Bessie… ¿Sabes lo que acabas de hacer? ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Le has dado a esta maldita cuestión un nuevo y refrescante enfoque bíblico. Cuando estaba en la universidad escribí cuatro trabajos sobre la crucifixión, cinco en realidad; todos ellos me trajeron loco porque notaba que les faltaba algo. Ahora sé lo que era. Ahora lo veo claro. Veo a Cristo bajo una luz completamente diferente. Su malsano fanatismo. Su rudeza con aquellos buenos fariseos, conservadores y puntuales pagadores de impuestos. ¡Oh, qué emocionante es esto! A tu manera sencilla, directa y mojigata, Bessie, acabas de dar con la clave que faltaba en el Nuevo Testamento. Una dieta inadecuada. Cristo se alimentaba con hamburguesas de queso y coca-colas. Que nosotros sepamos, es probable que le diera a la multi…

-Ya está bien -le interrumpió la señora Glass en voz baja, pero amenazadora-. ¡Oh, me gustaría ponerte una mordaza en la boca!

-Bueno, bueno. Sólo trataba de mantener una cortés conversación de cuarto de baño.

-Qué gracioso. Eres graciosísimo. Da la casualidad, jovencito, de que yo considero a tu hermana pequeña del mismo modo exactamente que al Señor. Puede que yo sea rara, pero es así. Da la casualidad de que no veo ninguna comparación posible entre el Señor y una estudiante agotada y sobreexcitada que ha estado leyendo demasiados libros religiosos y cosas así. Tú conoces a tu hermana tan bien como yo… o deberías conocerla. Es terriblemente impresionable, siempre lo ha sido. Lo sabes de sobra.

En el cuarto de baño reinó un curioso silencio por un momento.

-¿Mamá? ¿Sigues ahí sentada? Tengo la terrible sensación de que estás sentada ahí con unos cinco cigarrillos encendidos. ¿Es así? -esperó. La señora Glass, sin embargo, prefirió no responder-. No quiero que te quedes ahí sentada, Bessie. Me gustaría salir de esta maldita bañera… ¿Bessie? ¿Me oyes?

-Te oigo, te oigo -dijo ella. Una nueva oleada de preocupación había pasado por su rostro. Enderezó la espalda, inquieta-. Tiene a ese loco de Bloomberg durmiendo con ella en el sofá -dijo-. No es nada sano -dio un fuerte suspiro. Llevaba varios minutos sosteniendo la ceniza del cigarrillo en el hueco de la mano izquierda. Ahora se inclinó y, sin levantarse, la echó en la papelera-. No sé qué hacer -anunció-. Simplemente no lo sé. La casa está totalmente patas arriba. Los pintores casi han terminado su dormitorio, y van a querer entrar en el cuarto de estar inmediatamente después de comer. No sé si despertarla o qué. No ha dormido casi nada. Me estoy volviendo loca. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no había podido meter pintores en el piso? Casi veinte…

-¡Los pintores! ¡Ah! Ya caigo. Me había olvidado de los pintores. ¿Cómo no les has dicho que entraran aquí? Hay muchísimo sitio. ¿Qué clase anfitrión van a pensar que soy, si no les invito a entrar en el cuarto de baño mientras estoy…

-Cállate un momento, jovencito. Estoy pensando.

Como obedeciéndola, Zooey empezó de pronto a utilizar la manopla. Durante un breve intervalo, el ligero sonido de frotar fue el único que se oyó en el cuarto de baño. La señora Glass, sentada a unos dos metros de la cortina de la ducha, miraba fijamente la alfombrilla azul que había junto a la bañera. Su cigarrillo se había casi consumido hasta el final. Lo sostenía con las puntas de dos dedos de la mano derecha. Claramente, su forma de sostenerlo tendía a mandar a una especie de infierno literario la primera impresión, fuerte (y aun perfectamente justificada), de que un invisible mantón dublinés le cubría los hombros. No sólo tenía los dedos extraordinariamente largos y finos -cosa que, hablando muy en general, uno no esperaría de una mujer más bien rolliza-, sino que había en ellos un temblor imperial, por así decirlo; una reina de los Balcanes destronada o una cortesana favorita retirada podían haber tenido ese elegante temblor. Y ese no era el único rasgo que contradecía la imagen del mantón negro dublinés. Estaba el hecho bastante sorprendente de las piernas de Bessie Glass, que eran bonitas de acuerdo con cualquier criterio. Eran las piernas de una belleza pública antaño ampliamente reconocida, actriz de vodevil y bailarina, una bailarina muy ligera. Ahora, mientras contemplaba la alfombrilla, las tenía cruzadas, la izquierda sobre la derecha, y una vieja zapatilla de toalla blanca parecía a punto de caerse de un momento a otro del pie extendido. Los pies eran extraordinariamente pequeños, los tobillos todavía esbeltos y, quizá lo más notable, las pantorrillas aun eran firmes y evidentemente nunca habían tenido várices.

Un suspiro mucho más profundo de lo habitual -casi parecía parte de su fuerza vital- surgió del pecho de la señora Glass. Se levantó y llevó su cigarrillo al lavabo, lo puso bajo el agua fría, luego tiró la colilla apagada en la papelera y volvió a sentarse. El ensimismamiento en que estaba sumida no se había roto, como si no se hubiese movido de su asiento.

-¡Voy a salir de aquí dentro de tres segundos, Bessie! Te lo advierto. No dejemos que se agote nuestra bienvenida.

La señora Glass, que había reanudado su contemplación de la alfombrilla azul, asintió distraídamente al oír esta advertencia. En ese momento, y esto es digno de mención, si Zooey hubiese visto su cara, en especial sus ojos, habría sentido un fuerte impulso, pasajero o no, de recordar, o reconstruir, o revisar la mayor parte de su participación en la conversación que habían mantenido con el fin de atemperarla, de suavizarla. Por otro lado, es posible que no. En 1955 no era tarea fácil leer de manera plausible en el rostro de la señora Glass, y sobre todo en sus enormes ojos azules. Mientras que en otro tiempo, unos cuantos años antes, sus ojos por sí solos podían comunicar (fuese a las personas o a las alfombrillas de baño) que dos de sus hijos habían muerto, uno suicidándose (su favorito, el más minuciosamente valorado, el más amable) y el otro en la Segunda Guerra Mundial (el único de sus hijos que era verdaderamente alegre); mientras que en otro tiempo los ojos de Bessie Glass por sí mismos eran capaces de informar de esos hechos, con una elocuencia y una aparente pasión por el detalle que ni su marido ni ninguno de sus hijos adultos soportaba mirar y mucho menos asimilar, ahora, en 1955, solía utilizar esta terrible capacidad celta para dar la noticia generalmente en la misma puerta de calle de que el nuevo chico de los recados no había traído la pierna de cordero a tiempo para la cena, o de que el matrimonio de alguna remota estrellita de Hollywood se iba a pique.

Encendió un nuevo cigarrillo extra largo, le dio una chupada y se puso de pie, exhalando humo.

-Volveré enseguida -dijo. La afirmación sonó, inocentemente, como una promesa-. Por favor, usa la alfombrilla cuando salgas -añadió-. Para eso está.

Salió del cuarto, cerrando la puerta tras de sí con firmeza. Fue como si, después de estar fondeado varios días, el Queen Mary hubiese zarpado de, digamos, Walden Pond, tan súbita y perfectamente como había llegado. Detrás de la cortina, Zooey cerró los ojos durante unos segundos, como si su pequeña embarcación se balanceara en la estela. Luego apartó la cortina y miró fijamente la puerta cerrada. Era una mirada intensa y el alivio no constituía en realidad una gran parte de ella. Más que nada, era la mirada, no tan paradójica, de un amante de la intimidad que, una vez que esta ha sido invadida, no ve con buenos ojos que el invasor se levante y se marche, así, sin más ni más.

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