(Traducción de Isabel de Juan)
UNDÉCIMA ENTREGA
ZOOEY (4)
La última página de la carta escrita hacía cuatro años estaba manchada de un color semejante al cuero y rasgada en dos puntos a lo largo de los dobleces. Cuando terminó de leerla, Zooey la trató con cierto cuidado al poner en orden las páginas. Para igualarlas, les dio unos golpecitos sobre sus rodillas secas. Frunció el ceño. Luego, con gesto vivo, como si, al fin, hubiese leído la carta por última vez en su vida, la metió en el sobre. Puso el abultado sobre en el borde de la bañera y comenzó a jugar con él. Con un dedo le daba golpecitos, haciéndolo deslizarse de un lado al otro de la bañera, para ver si podía mantenerlo en movimiento sin que se cayera al agua. Al cabo de cinco minutos largos de este jueguecito le dio al sobre un empujón mal calculado y tuvo que precipitarse a salvarlo. Lo cual puso fin al juego. Sosteniendo el sobre recuperado en una mano, se tendió más en al agua, dejando que se sumergieran sus rodillas. Durante un minuto o dos se quedó con la mirada abstraída, fija en los baldosines de la pared al pie de la bañera, luego echó una ojeada al cigarrillo colocado en la jabonera, la cogió y dio un par de chupadas de prueba, pero estaba apagado. Volvió a incorporarse, muy bruscamente, agitando mucho el agua, y dejó caer la mano izquierda, la seca, fuera de la bañera. Un manuscrito mecanografiado yacía boca arriba sobre la alfombrilla. Lo cogió y lo izó a bordo, por así decirlo. Lo miró un instante y luego metió la carta de hacía cuatro años entre las páginas del centro, donde las grapas hacían mayor presión. Luego apoyó el manuscrito en sus rodillas, ahora húmedas, dos centímetros por encima de la superficie del agua, y empezó a pasar las páginas. Al llegar a la 9, lo dobló como si fuera una revista y comenzó a leerlo o estudiarlo.
El papel de “Rick” estaba fuertemente subrayado con un lápiz blando.
TINA (taciturna). Oh, cariño, cariño, cariño. No te sirvo de mucho, ¿verdad?
RICK: No digas eso. No vuelvas a decirlo, ¿me oyes?
TINA. Pero es verdad. Soy una gafe, una gafe terrible. Si no fuera por mí, Scott Kincaid te habría destinado a la oficina de Buenos Aires hace siglos. Yo lo estropeé todo. (Se acerca a la ventana.) Soy una de las zorritas que estropean las uvas. Me siento como un personaje de una comedia terriblemente sofisticada. Lo gracioso es que yo no soy sofisticada. No soy nada. Sólo soy yo misma (Se vuelve.) Oh, Rick, Rick, tengo miedo. ¿Qué nos ha pasado? Ya no puedo encontrarnos. Busco y busco, pero no estamos, simplemente. Estoy asustada. Soy como una niña asustada. (Mira por la ventana.) Odio la lluvia. A veces me veo muerta bajo la lluvia.
RICK (con voz tranquila). Cariño, ¿no es esa una frase Adiós a las armas?
TINA (volviéndose furiosa). ¡Sal de aquí! ¡Vete! ¡Vete antes de que me tire por la ventana! ¿Me oyes?
RICK (agarrándola por los brazos). Ahora escúchame tú a mí. Preciosa idiota. Adorable, infatil, melodramática…
* * *
Súbitamente, la lectura de Zooey fue interrumpida por la voz de su madre -inoportuna, casi constructiva- hablándole desde el otro lado de la puerta.
-¿Zooey? ¿Estás todavía en la bañera?
-Sí, todavía estoy en la bañera. ¿Por qué?
-Quiero entrar sólo un segundo. Tengo una cosa para ti.
-Estoy en la bañera, por Dios, mamá.
-Estaré sólo un minuto, por favor. Corre la cortina de la ducha.
Zooey echó una mirada de despedida a la página que estaba leyendo, luego cerró el manuscrito y lo dejó caer por fuera de la bañera.
-¡Dios Todopoderoso! -exclamó-. A veces me veo muerto bajo la lluvia.
Una cortina de nailon color escarlata, con un estampado de notas musicales en amarillo canario, estaba recogido a un extremo de la bañera, suspendida de una barra cromada por medio de unas anillas de plástico. Inclinándose hacia adelante, Zooey la alcanzó y la corrió a lo largo de la bañera, quedando oculto tras ella.
-De acuerdo. Por Dios, si vas entrar, entra -dijo.
Su voz no tenía los hábitos típicos del actor, pero era excesivamente vibrante; se “proyectaba” de manera implacable cuando a él no le interesaba controlarla. Años antes, siendo concursante de Es un niño sabio, le habían advertido repetidas veces que se mantuviera a cierta distancia del micrófono.
Se abrió la puerta y la señora Glass, una mujer bastante robusta con una redecilla en la cabeza, entró cautelosamente en el cuarto de baño. Su edad, en cualquier circunstancia, era rabiosamente indefinida, pero nunca tanto como cuando llevaba redecilla. Sus entradas en las habitaciones solían ser verbales, además de físicas.
-No sé cómo puede estar tanto tiempo en el baño -cerró la puerta inmediatamente, como si llevara muchos años luchando en defensa de su progenie contra las corrientes de aire después del baño-. Ni siquiera es sano -añadió-. ¿Sabes cuánto tiempo llevas en esa bañera? Exactamente cuarenta y cinco…
-¡No me lo digas! Más vale que no me lo digas, Bessie.
-¿Qué quieres decir con eso de que no te lo diga?
-Lo que he dicho. Deja que me haga ilusiones de que no has estado ahí afuera contando los minutos que…
-Nadie ha contado los minutos, jovencito -dijo la señora Glass.
Estaba ya muy ocupada. Había traído un pequeño paquete rectangular envuelto en papel blanco y atado con una cinta dorada. Parecía contener un objeto aproximadamente del tamaño del diamante Hope o un accesorio de irrigación. La señora Glass lo miró con los ojos entrecerrados y tiró de la cinta. Como el nudo no cedía, le aplicó los dientes.
Llevaba su habitual vestimenta casera -lo que su hijo Buddy (que era escritor, y que, por lo tanto, como dijo nada menos que Kafka, no era una buena persona) llamaba su uniforme de prenotificación-de-muerte. Consistía básicamente en un viejo kimono japonés azul noche. Lo llevaba casi invariablemente por casa durante el día. Con sus muchos pliegues de aspecto ocultista, servía también como depósito para sus avíos de fumadora empedernida y aficionada al bricolaje; le había añadido dos enormes bolsillos en las caderas que solían contener dos o tres paquetes de cigarrillos, varias carteritas de cerillas, un destornillador, un martillo sacaclavos, una navaja de explorador que había pertenecido a uno de sus hijos y un grifo de esmalte o dos, además de un surtido de tornillos, clavos, goznes y cojinetes de bolas, todo lo cual tendía a hacer que la señora Glass tintinease débilmente cuando se movía por su amplio piso. Desde hacía diez años o más, sus dos hijas habían conspirado a menudo, aunque en vano, para tirar este veterano kimono. (Su hija casada, Boo Boo, había sugerido que quizá fuese preciso darle un golpe de gracia con un instrumento romo antes de echarlo al cubo de la basura.) Por muy oriental que la bata pretendiese parecer, no disminuía un ápice la impresión, única e impaciente, que la señora Glass, chez elle, producía en cierto tipo de observador. Los Glass vivían en un edificio antiguo, pero rotundamente no anticuado, en la zona de las calles Setenta Este, en el cual unos dos tercios de las inquilinas más maduras tenían abrigos de pieles y, cuando salían del edificio en una soleada mañana de un día entre semana, era como mínimo probable encontrarlas, una media hora después, entrando o saliendo de los ascensores de Lord and Raylor o de Sak’s o de Bonwit Teller. En este inmueble típico de Manhattan, la señora Glass era (desde un punto de vista innegablemente provocador) un espectáculo bastante refrescante. Para empezar, daba la impresión de que nunca, nunca abandonaba el edificio, pero que en caso de hacerlo, llevaría un mantón oscuro y se dirigía hacia la calle O’Connell, para reclamar allí el cadáver de uno de sus hijos medio irlandés, medio judío, que por un error administrativo acababa de ser asesinado por los Black and Tans.
-¿Mamá? -dijo de pronto la voz de Zooey con tono de sospecha-. ¿Qué diablos estás haciendo ahí?
La señora Glass había desenvuelto el paquete y ahora estaba leyendo la letra menuda de un envase de pasta de dientes.
-Hazme el favor de cerrar el pico -dijo distraída.
Se acercó al armario de las medicinas, que estaba situado encima del lavabo, contra la pared. Abrió la puerta de espejo e inspeccionó los abarrotados estantes con la mirada -o más bien, el magistral bizqueo- de una experta jardinera de botiquín. Ante ella, en exuberantes hileras, había un hueste, por así decirlo, de dorados productos farmacéuticos, además de unos cuantos objetos técnicamente menos indígenas. Los estantes contenían yodo, mercurocromo, cápsulas de vitaminas, seda dental, aspirina, Anacin, Buffgerin, Argyrol, Musterole, Ex-lax, Aspergum, leche de magnesia, sal hepática, dos hojas Gillette, una maquinilla de afeitar Schick, dos tubos de crema de afeitar, una instantánea bastante doblada y rota de un rollizo gato blanco y negro dormido sobre una barandilla, un frasco de loción para el cabello Wildroot, un frasco de champú contra la caspa Fitch, una caja pequeña, sin etiqueta, de supositorios de glicerina, gotas nasales Vicks, Vicks Vaporub, seis pastillas de jabón de Castilla, los restos de tres entradas para una comedia musical de 1946 (Llámame señor), un tubo de depilatorio, una caja de Kleenex, dos conchas de mar, un surtido de limas usadas, dos tarros de crema limpiadora, tres tijeras, una canica azul sin defectos (conocida entre los jugadores, al menos en los años veinte, como una “pura”), una crema para cerrar los poros, unas pinzas, la caja de un reloj de mujer sin cadena, un bote de bicarbonato de soda, una sortija de internado femenino con un ónice roto, un frasco de Stopette, y, por inconcebible que parezca, muchas cosas más. La señora Glass alargó la mano con rapidez, cogió un objeto del estante inferior y lo tiró a la papelera, produciendo un ruido metálico sordo.
-Te pongo aquí un tubo de ese nuevo dentífrico que todo el mundo alaba tanto -dijo sin volverse y poniendo en práctica sus palabras-. Quiero que dejes de usar esos burdos polvos. Te va a estropear el precioso esmalte de los dientes. Tienes unos dientes muy bonitos. Lo menos que puedes hacer es…
-¿Quién lo ha dicho? -hubo un ruido de agua agitada detrás de la cortina de la ducha-. ¿Quién demonios dice que va a estropear el precioso esmalte de sus dientes?
-Lo digo yo -la señora Glass una última mirada crítica a su jardín-. Haz el favor de usar el dentífrico -con la paleta de sus dedos extendidos empujó un poco una caja sin abrir de sal hepática, para alinearla con los demás objetos de la hilera, y luego cerró el botiquín. Abrió el grifo del agua fría-. Me gustaría saber quién se lava las manos y luego no limpia el lavabo -protestó-. Se supone que en esta familia somos todos adultos -aumentó la presión del agua y limpió el lavabo, breve pero concienzudamente con una sola mano-. Supongo que no has hablado con tu hermana pequeña, todavía.
-No, todavía no he hablado con mi hermana pequeña. Y ahora ¿quieres largarte de aquí de una condenada vez?
-¿Por qué no lo has hecho? -preguntó la señora Glass-. Creo que eso no está bien. No está nada bien. Te he pedido por favor que fueras a ver si hay algo que…
-En primer lugar, Bessie, me he levantado hace sólo una hora. En segundo lugar, estuve hablando con ella dos horas seguidas anoche, y no creo, francamente, que ella desee hablar hoy con ninguno de nosotros. Y en tercer lugar, si no sales de este cuarto de baño, le voy a pegar fuego a esa horrorosa cortina. Lo digo en serio, Bessie.
En algún momento a la mitad de esos tres puntos ilustrativos, la señora Glass había dejado de escuchar y se había sentado.
-Hay veces en que casi podría asesinar a Buddy por no tener teléfono -dijo-. Es tan innecesario. ¿Cómo puede un hombre adulto vivir de esa manera, sin teléfono, ni nada? Nadie tiene el menor deseo de invadir su intimidad, si es eso lo que teme, pero desde luego no me parece necesario que viva como un ermitaño -se removió con irritación, y cruzó las piernas-. ¡Es incluso peligroso, por Dios santo! Imagínate que se rompe una pierna o algo así. Perdido allí en los bosques. Me preocupa constantemente.
-¿Sí? ¿Qué es lo que te preocupa? ¿Que se rompa una pierna o que no tenga teléfono cuando tú quisieras que lo tuviese?
-Para tu información, jovencito, me preocupan las dos cosas.
-Bueno, pues no te preocupes. No pierdas el tiempo. ¡Qué estúpida eres, Bessie! ¿Por qué eres tan estúpida? Ya conoces a Buddy, por Dios santo. Aunque estuviera treinta kilómetros en el interior de un bosque, con las dos piernas rotas y una maldita flecha clavada en la espalda, se arrastraría hasta su cueva para asegurarse de que nadie se colaba para probarse sus chanclos nuevos mientras él estaba fuera -una breve risotada, placentera aunque algo vampírica, se oyó detrás de la cortina-. Créeme. Le importa demasiado su condenada intimidad para morirse en un bosque.
-Nadie ha dicho nada de morirse -dijo la señora Glass. Hizo un pequeño e innecesario reajuste de su redecilla-. Me he pasado la mañana entera tratando de hablar con esa gente que vive cerca de él. Ni siquiera cogen el teléfono. Es indignante no poder comunicar con él. ¿Cuántas veces he rogado que quitara ese ridículo teléfono de la habitación que fue de Seymour y suya? Ni siquiera es normal. Cuando surja algo y lo necesite… Es indignante. Llamé dos veces anoche, y unas cuatro veces esta…
-¿Qué es tan indignante? En primer lugar, ¿por qué han de estar unos desconocidos a nuestra disposición?
-Nadie está diciendo que deban estar a nuestra disposición, Zooey. No seas tan descarado, por favor. Para tu información, estoy muy preocupada por esa niña. Y, además, creo que deberíamos contarle a Buddy lo que está ocurriendo. Simplemente, para tu información, creo que él no me lo perdonaría nunca si no me pongo en contacto con él en una situación como esta.
-¡De acuerdo, entonces! ¿Por qué no llamas a la universidad, en lugar de molestar a los vecinos? De todas formas, no estaría en su cueva a esta hora, y tú lo sabes.
-Hazme el favor de bajar la voz, jovencito. No estoy sorda. Para tu información, he llamado a la universidad. Pero sé por experiencia que eso no sirve absolutamente de nada. Se limitan a dejarle mensajes sobre su mesa, y yo creo que é ni siquiera se acerca siquiera a su despacho -la señora Glass se echó bruscamente hacia adelante, sin levantarse, y alargó el brazo para coger algo de encima del cesto de la ropa sucia-. ¿Tienes ahí adentro un trapo? -preguntó.
-La palabra es “paño”, no “trapo”, y lo único que quiero, maldita sea, Bessie, es quedarme solo en el cuarto de baño. Ese es mi único deseo. Si quisiera que este lugar se llenase con todas las cosas gordas irlandesas que pasen por aquí, lo habría dicho. Ahora, sal de aquí de una vez.
-Zooey -dijo la señora Glass pacientemente-. Tengo un trapo limpio en la mano. ¿Lo quieres o no lo quieres? Contesta solamente sí o no, por favor.
-¡Oh, Dios mío! Sí, sí, sí. Más que nada en el mundo. Tíramelo.
-No pienso tirártelo, te lo daré. Siempre se tira todo en esta familia.
La señora Glass se puso de pie, dio tres pasos hasta la cortina de la ducha y esperó a que una mano apareciera reclamando el paño.
-Un millón de gracias. Lárgate ahora, haz el favor. Ya he perdido unos cinco kilos.
-¡No me extraña! Te quedas sentado en esa bañera hasta que tienes la cara prácticamente morada, y entonces… ¿Qué es esto? -con enorme interés, la señora Glass se agachó y cogió el manuscrito que Zooey había estado leyendo antes de que ella hiciese su entrada en el cuarto-. ¿Es el nuevo guión que te ha enviado el señor LeSage? ¿Tirado en el suelo? -preguntó. No obtuvo ninguna respuesta. Era como si Eva le hubiera preguntado a Caín si aquella que estaba tirada bajo la lluvia no era su hermosa azada nueva-. Debo reconocer que es un sitio estupendo para poner un manuscrito -movió el manuscrito hasta la ventana y lo colocó cuidadosamente sobre el radiador. Lo miró, como examinándolo en busca de manchas de humedad. La persiana estaba bajada (Zooey había estado leyendo a la luz de tres bombillas del aplique del techo), pero una fracción de luz matinal se filtraba por debajo y daba sobre la portada del manuscrito. La señora Glass echó la cabeza a un lado para leer mejor el título, sacando al mismo tiempo un paquete de cigarrillos extra largos del bolsillo de su kimono-. El corazón es un vagabundo otoñal -leyó en voz alta-. Es un título insólito.
La respuesta llegó desde atrás de la cortina con cierto retraso, pero divertida.
-¿El qué? ¿Qué clase de título es?
La señora Glass ya había subido la guardia. Retrocedió y volvió a sentarse, con un cigarrillo encendido en la mano.
-He dicho insólito. No he dicho bonito, ni nada parecido, así que…
-Ahhh, caramba. Tienes que levantarte bien temprano por la mañana para conseguir algo que realmente valga la pena, querida Bessie. ¿Sabes qué es tu corazón, Bessie? ¿Te gustaría saber lo que es tu corazón? Tu corazón, Bessie, es un garaje otoñal. ¿Qué te parece eso como título llamativo, eh? Dios, mucha gente, mucha gente poco enterada, cree que Seymour y Buddy son los únicos hombres de letras de la familia. Cuando yo pienso, cuando me siento un minuto y me pongo a pensar en la prosa sensible, y en los garajes, tiro todos los días de mi…
-De acierdo, de acuerdo, jovencito -dijo la señora Glass. Fuesen cuales fuesen sus gustos en lo referente a títulos de comedias de televisión, o sus gustos estéticos en general, en sus ojos apareció una chispa, sólo una chispa, pero ahí estaba, de placer experto, aunque perverso, ante el estilo fanfarrón de su hijo menor y el único guapo. Por un segundo, esa chispa sustituyó a la expresión de cansancio general y de preocupación específica que había en su rostro cuando entró en el cuarto de baño. Sin embargo, casi enseguida se puso de nuevo a la defensiva-. ¿Qué tiene de malo ese título? Es muy insólito. ¡A ti nada te parece insólito ni bonito! Nunca te he oído decir que…
-¿Cómo? ¿Quién? ¿Qué es exactamente lo que no me parece bonito? -se oyó un poco de marejada detrás de la cortina, como si una marsopa traviesa se hubiese puesto a jugar de repente-. Escucha, me da igual lo que digas respecto a mi raza, credo o religión, Gorda, pero no me digas que no soy sensible a la belleza. Ese es mi talón de Aquiles, no lo olvides. A mí todo me parece bonito. Me enseñas una puesta de sol en rosa y por poco me desmayo. Peter Pan. Desde de que suba el telón de Peter Pan estoy hecho un mar de lágrimas. Y tú tienes el valor de decirme que soy…
-Cállate ya -dijo la señora Glass, distraída. Luego, con expresión tensa, chupó con fiereza el cigarrillo y, exhalando el humo por la nariz, exclamó, o más bien, estalló-. ¡Si yo supiera qué hacer con esa niña! -respiró hondo-. No puedo más -miró la cortina como si tuviera rayos X en los ojos-. Ninguno de vosotros me ayuda en nada. ¡Ninguno! Tu padre no quiere ni hablar de estas cosas. ¡Tú sabes que es así! Él también está preocupado, naturalmente, se lo leo en la cara, pero simplemente se niega a enfrentarse a nada -la señora Glass apretó los labios-. Jamás se ha enfrentado a nada desde que lo conozco. Piensa que todo lo rato o desagradable desaparecerá si él enciende la radio y algún idiota se pone a cantar.
Se oyó una carcajada procedente del invisible Zooey. Apenas se distinguía de su risotada, pero había cierta diferencia.
-¡Es la verdad! -insistió la señora Glass seriamente. Se inclinó hacia adelante-. ¿Quieres saber lo que pienso realmente? -preguntó-. ¿Quieres saberlo?
-Bessie, por Dios, me lo vas a decir de todas formas, así que qué importa si…
-Pienso francamente, te lo digo en serio, pienso francamente que sigue esperando oíros a todos en la radio. No lo digo en broma -la señora Glass inspiró profundamente de nuevo-. Cada vez que tu padre pone la radio, creo francamente que espera sintonizar con Es un niño sabio y oíros a todos, uno por uno, contestando preguntas -apretó los labios e hizo una pausa para dar, inconscientemente, mayor énfasis-. Y quiero decir a todos vosotros -dijo, y se enderezó un poco de improviso-. Incluyendo a Seymour y a Walt -dio una chupada rápida y fuerte a su cigarrillo-. Vive por entero en el pasado. Por entero. Casi no ve la televisión, a menos que trabajes tú. Y no te rías, Zooey. No tiene gracia.
-¿Quién diablos se está riendo?
-¡Pues es verdad! No tiene la más remota idea de que a Franny le ocurre algo realmente grave. ¡Ni la más remota! Anoche, al terminar las noticias de las once, ¿qué creés que me preguntó? ¡Si yo creía que a Franny le apetecería una mandarina! La niña se pasa las horas muertas tumbada, se echa a llorar como una Magdalena en cuanto le dices mu, y no para de murmurar Dios sabe qué, y tu padre se pregunta si le apetecería una mandarina. Le hubiera matado. La próxima vez que… -la señora Glass se interrumpió. Lanzó una mirada furiosa a la cortina-. ¿Qué es lo que tiene gracia?
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