DECIMOTERCERA ENTREGA
CAPÍTULO X: LA CINFESIÓN DE HENRY JEKYLL (2)
Mi preparado no se había demostrado siempre con la misma eficacia. Una vez, todavía al principio, no había tenido casi efecto; otras veces había sido obligado a doblar la dosis, y hasta en un caso a triplicarla, con un riesgo muy grave de la vida. Pero después de ese incidente me di cuenta de que la situación había cambiado: si al principio la dificultad consistía en desembarazarme del cuerpo de Jekyll desde hace algún tiempo gradual pero decididamente el problema era al revés. O sea, todo indicaba que yo iba perdiendo poco a poco el control de la parte originaria y mejor de mí mismo, y poco a poco identificándome con la secundaria y peor.
Entonces sentí que tenía que escoger entre mis dos naturalezas. Estas tenían en común la memoria pero compartían en distinta medida el resto de las facultades. Jekyll, de naturaleza compuesta, participaba a veces con las más vivas aprensiones y a veces con ávido deseo en los placeres y aventuras de Hyde; pero Hyde no se preocupaba lo más mínimo de Jekyll, al máximo lo recordaba como el bandido de la sierra recuerda la cueva en la que encuentra refugio cuando lo persiguen. Jekyll era más interesado que un padre, Hyde más indiferente que un hijo. Elegir la suerte de Jekyll era sacrificar esos apetitos con los que hace un tiempo era indulgente, y que ahora satisfacía libremente; elegir la de Hyde significaba renunciar a miles de intereses y aspiraciones, convertirse de repente y para siempre en un desecho, despreciado y sin amigos.
Parecía que se iba a imponer la primera elección, pero hay que colocar algo más en la balanza. Mientras Jekyll hubiese sufrido con agudeza los escozores de la abstinencia, Hyde ni siquiera se habría dado cuenta de lo que había perdido. Aunque las circunstancias fuesen singulares, los términos del dilema eran, sin embargo, banales y tan antiguos como el hombre: todo pecador tembloroso, en la hora de la tentación, se encuentra frente a las mismas adulaciones y a los mismos miedos, y luego éstos tiran los dados por él. Por otra parte, lo que me sucedió, como casi siempre sucede, fue que escogí el mejor camino, pero sin tener luego la fuerza de quedarme en él.
Sí, preferí al maduro médico insatisfecho e inquieto, pero rodeado de amigos y animado por honestas esperanzas; y di un decidido adiós a la libertad, a la relativa juventud, al paso ligero, a los fuertes impulsos y secretos placeres de los que gocé en la persona de Hyde. Hice esta elección, quizá, con alguna desconocida reserva. No cancelé el arrendamiento de la casa de Soho, no destruí las ropas de Hyde, que tenía en la habitación de encima del laboratorio. Durante dos meses, sin embargo, me mantuve firme en mi resolución; durante dos meses llevé la vida más austera que jamás hubiera llevado, y tuve como recompensa las satisfacciones de una conciencia tranquila. Pero mis miedos, con el tiempo, se debilitaron; las alabanzas de la conciencia, con la costumbre, perdieron eficacia; empecé, por el contrario, a ser atormentado por impulsos y deseos angustiosos, como si el mismo Hyde estuviera luchando para liberarse y al final, en un momento de flaqueza moral, de nuevo preparé y bebí la poción.
No creo que el borracho, cuando razona consigo de su vicio, se preocupe alguna vez realmente de los peligros a los que se expone en su estado de embrutecimiento. Tampoco yo nunca, aunque a veces hubiese reflexionado sobre mi situación, había tenido suficientemente en cuenta la completa insensibilidad moral y la enloquecida predisposición al mal, que eran los rasgos dominantes de Hyde. Por esto me vino el castigo.
Mi demonio había estado encerrado mucho tiempo en la jaula y escapó rugiendo. Inmediatamente fui consciente, incluso antes de haber terminado la poción de una más desenfrenada y furiosa voluntad de mal. Y esto quizás explica la tempestad de intolerancia, de irresistible aversión, que desencadenaron en mí las maneras correctas y corteses de mi víctima. Pues al menos puedo declarar ante Dios: que ningún hombre mentalmente sano habría podido reaccionar con un delito semejante a una provocación tan inconsistente; y que no había en mí más luz de razón, cuando golpeé, de la que hay en un niño que rompe con impaciencia un juguete. Yo, por otra parte, me había despojado voluntariamente de todos esos instintos que, haciendo por así decir de contrapeso, permiten incluso a los peores entre nosotros resistir en alguna medida a las tentaciones. Ser tentado, para mí, significaba caer.
Se desencadenó entonces un verdadero espíritu del infierno. Me enfurecí mucho con el hombre ya en el suelo, saboreando con júbilo cada golpe que le daba; y sólo cuando el cansancio sucedió al furor, todavía en pleno delirio, de golpe me heló el terror. Una niebla se disipó. Entendí que ya hasta mi vida estaba en peligro y huí temblando del lugar de mi crueldad.
Pero temblaba de miedo y de exaltación a la vez, igualmente enfurecido en la voluntad de vivir y en la, apenas satisfecha y mucho más estimulada, de hacer el mal. Fui corriendo a la casa de Soho y para mayor seguridad rompí mis papeles; luego me encaminé por las calles alumbradas por las farolas, siempre en ese contrastado éxtasis del espíritu, complaciéndome cruelmente de mi delito, ya proyectando alegremente cometer otros, y sin embargo dándome prisa y con oído atento por el temor de oír detrás de mí los pasos del vengador.
Hyde tenía una canción en los labios, mientras preparaba la mezcla, y bebió brindando por el que había matado. Pero nada más cesar los dolores de la metamorfosis, Henry Jekyll, de rodillas, invocaba a Dios con lágrimas de gratitud y de remordimiento. El velo del amor de sí se había rasgado de arriba abajo, y en ese momento tuve delante toda mi vida: podía seguirla desde los días de la infancia, cuando paseaba agarrado de la mano de mi padre, hasta las luchas y sacrificios de mi vida de médico; pero sólo para volver siempre de nuevo con el mismo sentido de irrealidad, a los condenados horrores de aquella noche.
Habría querido gritar. Intenté esconderme implorando y llorando por el tropel de sobrecogedoras imágenes y sonidos que la memoria me suscitaba en contra mía, pero, entre las pausas de mis invocaciones, la cara de mi iniquidad volvía a examinarme amenazadoramente.
Por fin el remordimiento se hizo menos agudo, y poco a poco le sucedió un sentido de liberación. El problema de mi conducta estaba resuelto. Hyde, de ahora en adelante, ya no habría sido posible y yo, quisiera o no, habría quedado confinado en la parte mejor de mi existencia. ¡Qué alegría experimenté con este pensamiento! ¡Con qué voluntariosa humildad acepté de nuevo las restricciones de la vida ordinaria! ¡Con qué espíritu de sincera renuncia cerré la puerta por la que tan a menudo había ido y vuelto, y pisoteé la llave con el tacón!
Al día siguiente se supo que había testigos del asesinato, que no había dudas sobre la culpabilidad de Hyde y que la víctima era una personalidad muy conocida. No había sido sólo un delito, sino una trágica locura. Y creo que me alegré de saberlo, que me alegré de que el terror del patíbulo me confirmase y fortificase en mis mejores impulsos. Jekyll era ahora mi puerto de asilo: si Hyde se arriesgaba a salir un instante, las manos de todos se le habrían echado encima para agarrarlo y hacer justicia.
Decidí que mi conducta futura rescataría mi pasado, y puedo decir honestamente que mi resolución trajo algún fruto. Sabes también con qué celo, en los últimos meses del año pasado, yo me dediqué a aliviar los dolores y sufrimientos; sabes que pude ser de ayuda para muchos; y sabes que pasé unos días tranquilos y felices. No puedo decir, con honradez, que esa vida inocente y benéfica acabase aburriéndome; creo que cada día gozaba más. Pero no había conseguido liberarme de la maldita duplicidad de mi carácter. Cuando la voluntad de expiación se atenuó, la peor parte de mí, secundada durante mucho tiempo y ahora tan mortificada, empezó a rebullir y a reclamar.
No es que pensase resucitar a Hyde. Esa simple idea bastaba para que cayese en el temor.
No, Fui yo en cuanto Jekyll, en mi misma persona, el que jugó de nuevo con mi conciencia; y fue como cualquier pecador clandestino que cede por fin a los asaltos de la tentación. Pero todo tiene un límite; la medida mayor se colma; y bastó ese fugaz extravío para destruir el equilibrio de mi espíritu.
En ese mismo momento sin embargo no me alarmé: la caída me había parecido natural, como una vuelta a los viejos tiempos antes de mi descubrimiento. Era una bonita, clara mañana de enero, con la tierra húmeda por la escarcha deshecha, pero ni una nube en el cielo; Regent's Park estaba lleno de invernales piares y olores casi primaverales. Yo estaba sentado al sol en un banco, y mientras el animal en mí lamía un resto de memorias, mi conciencia soñaba reprometiéndose penitencia, pero sin ninguna prisa por empezar. Después de todo, reflexioné, no era distinto de mis semejantes; pero luego sonreí comparando mi celo, mi laboriosa buena voluntad, con la perezosa crueldad de la negligencia de ellos.
Estaba pavoneándome con este pensamiento cuando me asaltaron atroces espasmos acompañados de náuseas y temblorosas convulsiones.
Fue una crisis tan fuerte, aunque no durara mucho, que me dejó casi desvanecido. Cuando, más tarde, poco a poco me recuperé, me di cuenta de un cambio en mi forma de pensar: mayor audacia, desprecio del peligro, desligadura de toda obligación. Bajé los ojos: la ropa me colgaba informe en mis miembros contraídos, la mano que apoyaba en una rodilla era huesuda y peluda. ¡Era otra vez Edward Hyde!
Un momento antes gozaba de la estima de todos, era rico y querido, una mesa preparada me esperaba en mi casa... y ahora no era más que un proscrito, sin casa y sin refugio, un asesino al que todos perseguían, carne de horca.
Mi razón vaciló, pero no me faltó del todo.
Ya he dicho que mis facultades parecían agudizarse y mi espíritu se hacía más tenso, más rápido, cuando estalla en mi segunda encarnación. Y así, mientras Jekyll, en ese punto, habría quizás abandonado la partida, Hyde sin embargo supo adecuarse a la peligrosidad del momento. Los ingredientes para la poción estaban en un armario de la habitación encima del laboratorio: ¿cómo llegar allí? Este era el problema que debía hacer un esfuerzo por resolver y sin perder un minuto de tiempo. Yo mismo había cerrado la puerta de atrás. Si hubiera intentado entrar por la puerta principal, los mismos criados me habrían llevado al verdugo. Vi que tenía que echar mano de otro, y acudí a Lanyon. ¿Pero cómo podría llegar a Lanyon? ¿Y cómo persuadirlo? Admitiendo que pudiese escapar de ser apresado por la calle, ¿cómo hacerme admitir a su presencia? ¿Como habría podido yo, visitante desconocido y desagradable, convencer al ilustre médico que saqueara el despacho de su colega, el doctor Jekyll? Luego me acordé que conservaba algo de la persona de Jekyll: la caligrafía; y vi entonces con claridad el camino que debía seguir.
Me arreglé la ropa que llevaba encima lo mejor que pude, y llamé un coche para que me condujera a una posada de la que recordaba el nombre, en Portland Street. Llevaba una ropa tan ridícula (aunque trágico fuese el destino que cubría), que el cochero no pudo contener una sonrisa de desprecio; yo rechiné los dientes en un arrebato de furia salvaje, y desapareció su sonrisa, felizmente para él, aunque más feliz para mí, ya que un instante después sin duda lo habría tirado del pescante. Luego en la posada, cuando entré, tenía un aire tan tétrico, que sirvientes y camareros, temblando de miedo, no osaron intercambiar una sola mirada en mi presencia, sino que, obedeciendo exquisitamente mis órdenes, me condujeron a una sala privada, a la que me trajeron todo lo que necesitaba para escribir.
Hyde en peligro de vida era una bestia que aún no había aprendido a conocer. Sacudido por una rabia tremenda, preso de una furia homicida, animado sólo por deseos de violencia, supo sin embargo dominarse y obrar con astucia. Escribió dos cartas de calculada gravedad, una a Lanyon, otra a Poole, y, para estar seguro de que las llevarían a correos, ordenó que se mandaran certificadas. Luego se quedó todo el día junto al fuego, mordiéndose las uñas, y cenó solo en la sala privada, servido por un camarero visiblemente amedrentado. Bien entrada la noche se fue y tomó un coche cerrado, que le llevó de arriba abajo por las calles de la ciudad.
Luego temiendo que el cochero empezase a sospechar de él -sigo diciendo él, porque en realidad no puedo decir yo: ese hijo del infierno no tenía nada de humano, ya estaba hecho sólo de odio y de miedo- despidió el coche y se aventuró a pie, entre los paseantes nocturnos, objeto de la curiosidad por su grotesco vestir y siempre empujado, como en una tempestad, por esas dos únicas bajas pasiones. Caminaba de prisa, mascullando entre sí, buscando las calles menos frecuentadas, contando los minutos que lo separaban de la medianoche. A un cierto punto se le acercó una mujer, creo que para venderle fósforos, y él la echó de un manotazo.
Cuando, en casa de Lanyon, volví en mí, el horror de mi viejo amigo debió sin duda conmoverme, pero no sé hasta qué punto; ésa fue sólo una gota, probablemente, que me sumergió en el mar del horror mientras consideraba la situación. Lo que ahora me perturbaba no era ya el terror de la horca, sino él de reconvertirme en Hyde. Escuché casi en sueños las palabras de condena de Lanyon, y casi en sueños volví a casa y me metí en la cama. Me dormí en seguida, por lo postrado que estaba, y dormí con sueño largo e ininterrumpido, aunque poblado de pesadillas.
Por la mañana me desperté bastante descansado. Estaba todavía agitado y débil y no había olvidado los tremendos peligros del día anterior; el pensamiento del bruto que dormía en mí seguía llenándome de horror; pero estaba en mi casa, disponía de los ingredientes para la poción, y mi gratitud por el desaparecido peligro tenía casi los colores de la esperanza.
Estaba atravesando sin prisa el patio, después de desayunar, y respiraba con placer el aire fresco cuando de nuevo se apoderaron de mí esas indescriptibles sensaciones que anunciaban la metamorfosis. Tuve apenas tiempo de refugiarme en mi habitación de encima del laboratorio, antes de encontrarme una vez más en la piel de Hyde, inflamado por sus furores y helado por sus miedos. Esta vez se necesitó una doble dosis para hacerme volver en mí. Y por desgracia seis horas después, mientras me sentaba tristemente a mirar el fuego, volvieron los espasmos y tuve que volver a tomar la poción.
En breve, a partir de ese día, fue sólo un esfuerzo atlético, y sólo bajo el estímulo inmediato de la mezcla pude a intermitencias mantenerme en la persona de Jekyll. Los escalofríos premonitores podían asaltarme en cualquier hora del día y de la noche; pero sobre todo bastaba que me durmiese o que echara una simple cabeceada en mi butaca para que al despertar me encontrase Hyde.
Esta amenaza siempre inminente, y el insomnio al que yo mismo me condenaba más allá de los límites humanamente soportables, me redujeron pronto, en mi persona, a una especie de animal devorado y vaciado por la fiebre, debilitado tanto en el cuerpo como en la mente, y ocupado con un solo pensamiento: el horror de ese otro yo mismo. Pero cuando me dormía, o cuándo cesaba el efecto de la poción, caía casi sin transición (ya que la metamorfosis en este sentido era siempre menos laboriosa) en la esclavitud de una fantasía rebosante de imágenes de terror, de un alma que hervía de odios sin motivo y de un cuerpo tan lleno de energías vitales que parecía incapaz de contenerlas.
Parecía que, al disminuir las fuerzas de Jekyll, las de Hyde aumentaran; pero el odio que las separaba era ya de la misma intensidad.
Para Jekyll era una cuestión de instinto vital: ya conocía en toda su deformidad al ser con el que compañía algunos de los fenómenos de la conciencia, y con el que habría compartido la muerte, pero, aparte del horror y de la tragedia de este lazo, Hyde, con toda su energía vital, ya le parecía algo no sólo infernal, sino inorgánico. Esto era lo que más horror le producía: que ese fango de pozo pareciese emitir gritos y voces; que ese polvo amorfo gesticulase y pecase; que una cosa muerta, una cosa informe, pudiera usurpar las funciones de la vida. Y más aun: que esa insurgente monstruosidad fuese más cercana que una mujer, más íntima que un ojo, anidada como estaba en él y enjaulada en su misma carne, donde la oía murmurar y luchar para nacer; y que en algún momento de debilidad, o en la confianza del sueño, ella pudiese prevalecer contra él y despojarlo de la vida.
Hyde odiaba a Jekyll por otras razones distintas. Su terror a la horca le empujaba siempre de nuevo al suicidio temporal, a abandonar provisionalmente la condición de persona para entrar en el estado subordinado de parte. Pero aborrecía esta necesidad, aborrecía la inercia en la que había caído Jekyll, y la cambiaba por la aversión con la que se sabía considerado.
Esto explica las burlas simiescas que Hyde empezó a tomarme, como escribir blasfemias de mi puño y letra en las páginas de mis libros, quemar mis papeles o destruir el retrato de mi padre. Incluso creo que, si no hubiera sido por el miedo a morir, ya hace tiempo que se habría arruinado a sí mismo para arrastrarme en su ruina. Pero su amor a la vida era extraordinario.
Diré más: yo que me quedo helado y aterrorizado sólo con pensarlo, yo, sin embargo, cuando reflexiono sobre la abyección y pasión de ese apego a la vida, y cuando lo veo temblar asustado, desencajado, por la idea de que yo puedo eliminarlo con el suicidio, acabo por sentir hasta piedad.
Es inútil alargar esta descripción, sobre todo porque el tiempo ya aprieta terriblemente. Bastaría decir que nadie jamás ha sufrido semejantes tormentos, si no hubiese que añadir que también a éstos la costumbre ha dado no digo alivio, sino disminución debida a un incierto encallecimiento del alma, a una cierta aquiescencia de la desesperación. Y mi castigo habría podido durar años si no hubiera tenido lugar una circunstancia imprevista, que dentro de poco me separará para siempre de mi propio aspecto y de mi naturaleza originaria. Mi provisión de sales, que no había nunca renovado desde los tiempos del primer experimento, últimamente ha empezado a escasear. Y cuando he mandado a buscar más y he preparado con ellas la mezcla, he conseguido la ebullición y el primer cambio de color, pero no el segundo. Y la poción no ha surtido ya efecto alguno. Poole te contará que le he enviado a buscar estas sales por todo Londres, pero sin conseguirlas. Ahora estoy convencido de que la primera cantidad debía ser impura, y precisamente de esta desconocida impureza dependía su eficacia.
Ha pasado desde entonces una semana, y estoy terminando este escrito gracias a la última dosis de las viejas sales. Esta, por lo tanto, a no ser un por milagro, es la última vez que Henry Jekyll puede pensar sus propios pensamientos y ver su cara (¡que tristemente ha cambiado!) en el espejo que tiene delante. Ni puedo tardar mucho en concluir, porque sólo gracias a mi cautela, y a la suerte, estas hojas han escapado hasta ahora de la destrucción. Hyde, si la metamorfosis se produjese mientras estoy aún escribiendo, las haría inmediatamente pedazos. Si, por el contrario tengo tiempo de ponerlas aparte, su extraordinaria capacidad de pensar únicamente en sí mismo, la limitación de su interés por sus circunstancias inmediatas las salvarán quizás de su simiesco despecho.
Pero en realidad el destino que nos aplasta a ambos ha cambiado e incluso domado a él.
Quizás, dentro de media hora, cuando encarne de nuevo y para siempre a ese ser odiado, sé que me pondré a llorar y a temblar en mi sillón, o que volveré a pasear de arriba abajo por esta habitación (mi último refugio en esta tierra) escuchando cada ruido en un paroxismo de miedo, pegando desesperadamente el oído a cualquier sonido de amenaza. ¿Morirá Hyde en el patíbulo? ¿Encontrará, en el último instante, el valor de liberarse? Dios lo sabe, a mí no me importa. Esta es la hora de mi verdadera muerte. Lo que venga después pertenece a otro.
Y así, posando la pluma, cerrando esta confesión mía, pongo fin a la vida del infeliz Henry Jekyll.
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