CUARTA ENTREGA
Capítulo 4
El establecimiento de A. G. Geiger estaba situado en la fachada norte del bulevar, cerca de Las Palmas. La puerta de entrada se hallaba en el centro, y los escaparates, adornados con cobre, tenían al fondo biombos chinos, que impedían ver el interior de la tienda. En los escaparates se exhibía un montón de trastos orientales, que no pude apreciar si eran auténticos porque no soy coleccionista de antigüedades; yo colecciono facturas pendientes de pago. La entrada tenía cristalera; pero tampoco a través de ella pude ver mucho porque el local era muy oscuro. A un lado de la tienda se veía la entrada de un edificio y al otro un resplandeciente comercio de joyería a plazos. El joyero estaba en la puerta, balanceándose con aire aburrido. Era un judío alto y apuesto, con pelo blanco, vestido de oscuro y con un brillante de nueve quilates en la mano derecha. Una leve sonrisa burlona curvó sus labios cuando vio que me disponía a entrar en el establecimiento de Geiger. Dejé que la puerta se cerrase suavemente a mi espalda y avancé sobre una mullida alfombra azul que cubría el suelo de pared a pared. Había butacones de cuero azul con mesitas de fumar a su lado. Algunas colecciones de encuadernaciones fileteadas, sujetas entre soportes, estaban expuestas en estrechas mesitas pulidas. Había más encuadernaciones de lujo en pequeñas vitrinas adosadas a las paredes. Mercancía de hermoso aspecto que los ricos comprarían por metros para mandar poner en ella sus ex libris. Al fondo había un tabique de madera veteada, con una puerta en medio, que en ese momento estaba cerrada. En el ángulo que formaba el tabique con una de las paredes, una mujer se hallaba sentada tras un escritorio en el que había una lamparita de madera tallada.
Se levantó despacio y vino hacia mí contoneándose. Llevaba un vestido negro mate. Sus muslos eran largos y andaba con un vaivén que no había visto nunca en librerías. El pelo, rubio ceniza, suavemente ondulado, dejaba ver las orejas en las que lucían grandes pendientes de azabache. Sus ojos verdes estaban orlados por largas pestañas. Llevaba las uñas plateadas. A pesar de su atuendo, tenía aspecto equívoco y no propio ni frecuente en el personal de una librería.
Se acercó a mí con aire seductor y amable que podría embobecer a los más sesudos hombres de negocios, e inclinó la cabeza para arreglarse un rizo rebelde de suave y sedoso pelo. Su sonrisa era falsa, de circunstancias, y podía mejorarse bastante.
-¿En qué puedo servirle? -preguntó.
Yo llevaba puestas mis gafas oscuras. Hablé con voz aguda.
-¿Tendrían por casualidad un Ben Hur mil ochocientos sesenta?
No preguntó «¿Cómo?», pero se quedó con ganas de hacerlo. Sonrió fríamente.
-¿Una primera edición?
-Tercera -dije-, la que tiene una errata en la página ciento dieciséis.
-Lo siento señor. En este momento, no.
-¿Y un Caballero Audubon, mil ochocientos cuarenta? La colección completa, naturalmente.
-Pues tampoco -dijo con aspereza.
Su sonrisa, sostenida ahora sólo por los dientes y las cejas, estaba próxima a desvanecerse.
-¿Venden ustedes libros? -dije con mi voz de falsete más cortés.
Me miró de arriba abajo. Ahora no sonreía. Sus ojos se habían endurecido y estaba muy rígida. Señaló con un ademán las encuadernaciones de las vitrinas.
-Pues ¿qué es eso?, ¿naranjas? -inquirió mordaz.
-¡Oh! Ese tipo de libro apenas me interesa, ¿sabe usted? Seguramente tienen grabados en metal baratos y vulgares. Lo corriente. No me interesa, gracias.
-Ah -trató de sonreír de nuevo. Estaba tan dolida como un concejal con paperas-. Quizá el señor Geiger..., pero no está aquí en este momento -añadió; sus ojos me estudiaban cuidadosamente. Sabía tanto de libros como yo de manejar pulgas amaestradas en un circo.
-¿Vendrá más tarde?
-Temo que no venga hasta última hora.
-¡Qué lástima! –dije-. ¡Qué lástima! Me sentaré y fumaré un cigarrillo en uno de esos encantadores sillones. Tengo la tarde libre. Nada en qué pensar, excepto en mi clase de trigonometría.
-Sí..., por supuesto.
Me dejé caer en uno de los sillones y encendí un cigarrillo con el encendedor redondo de níquel que estaba en la mesita cercana. La joven permaneció en pie, mordiéndose los labios y con los ojos ligeramente inquietos. Por fin dio media vuelta y se dirigió a su pequeño escritorio. De cuando en cuando me echaba miradas por encima de la lamparita. Crucé las piernas y bostecé. Sus uñas plateadas se dirigieron al teléfono que había sobre el escritorio pero no llegó a cogerlo; comenzó a golpear la mesa con los dedos.
Durante cinco minutos hubo un silencio absoluto. Se abrió la puerta y entró un individuo alto, de aspecto famélico, con bastón y enorme nariz. Se dirigió al escritorio y
colocó en él un envoltorio. Sacó del bolsillo una cartera con cantos dorados y le mostró
algo a la rubia. Ésta tocó un timbre. El individuo en cuestión fue a la puerta del tabique y la entreabrió lo suficiente para poder pasar.
Terminé mi cigarrillo y encendí otro. Los minutos transcurrían lentamente. Se oía el ruido de los automóviles y las bocinas en el bulevar. Pasó un enorme descapotable rojo. Sonó el timbre que anunciaba el cambio en el semáforo de la calle. La rubia apoyó el codo en el escritorio y, haciendo visera con la mano, miró hacia mí. Se abrió la puerta del tabique y se deslizó fuera el tipo del bastón. Llevaba otro envoltorio del tamaño de un libro grande. Fue al escritorio y entregó dinero. Se marchó como había venido, andando silenciosamente y respirando con la boca abierta; al pasar por mi lado me dirigió una mirada penetrante.
Me levanté, saludé a la rubia y salí tras él. Se dirigió rumbo al oeste, haciendo molinetes con el bastón. Era muy fácil seguirle. Su abrigo parecía hecho de la manta de un caballo y tenía los hombros tan anchos que su cuello emergía de él como un tallo de apio; su cabeza se balanceaba al andar. Anduvo manzana y medía. Al llegar al semáforo de la avenida Highland, me puse a su lado y dejé que me viera. Me echó una mirada casual, después otra temerosa y se volvió rápidamente. Cruzamos la avenida Highland y anduvimos otra manzana. Como el individuo tenía las piernas largas, cuando llegamos a la esquina me había sacado una ventaja de veinte metros. Giró a la derecha. Anduvo unos cien pasos y se paró. Se puso al brazo el bastón y sacó una pitillera de piel de un bolsillo interior. Cogió un cigarrillo y cuando iba a tirar la cerilla me vio vigilándole desde la esquina y se sobresaltó como si le hubieran dado un puntapié. Casi levantaba polvo al recorrer otra manzana a grandes zancadas y golpeando el suelo con el bastón.
Torció de nuevo hacia la izquierda. Casi me llevaba media manzana de ventaja cuando llegué al sitio donde había dado la vuelta. Yo iba jadeando. Era una calle estrecha y bordeada de árboles, con un muro de contención a un lado y tres grupos de chalets en el otro.
El individuo había desaparecido. Anduve de un lado para otro. Al llegar al segundo chalet, vi algo. Era el llamado El Babá, un sitio oscuro y tranquilo con una doble fila de hotelitos sombreados por árboles. El paseo central estaba adornado con cipreses italianos recortados muy cortos y gruesos, algo que recordaba las tinajas de aceite de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Detrás de la tercera tinaja se movía una manga de tejido llamativo.
Me recosté en un árbol y esperé. Se oía el ruido del trueno en las colinas. El brillo de los relámpagos iluminaba las nubes negras que se amontonaban hacia el sur. Algunas gotas comenzaron a caer en el pavimento, dejando huellas del tamaño de una moneda. El aire era pesado como el del invernadero del general Sternwood.
La manga se mostró de nuevo detrás del árbol; después asomaron una larga nariz y un ojo y el pelo amarillo sin el sombrero que lo cubriera. El ojo me miró y desapareció. El compañero reapareció como un pájaro carpintero, por el otro lado del árbol.
Transcurrieron cinco minutos. Se puso nervioso. Los hombres de este tipo son un manojo de nervios. Oí el chasquido de un fósforo y entonces empezó a silbar. Vi una sombra oscura deslizarse sobre la hierba hacia el árbol siguiente. Entonces el individuo salió al paseo, andando derecho hacia mí, dándole vueltas al bastón y silbando. Un silbido desabrido y agitado. Miró hacia el cielo oscuro y pasó muy cerca de mí. No me dirigió ni una sola mirada. Iba seguro. Se había deshecho de lo que le estorbaba.
Le seguí con la mirada hasta que desapareció y me dirigí al paseo central de El Babá y separé las ramas del tercer ciprés. Encontré un libro envuelto, me lo eché bajo el brazo y me fui de allí. Nadie me llamó.
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