traducción de José Ferrater Mora
CUADRAGÉSIMOSEGUNDA ENTREGA
XV
LA VOLUNTAD AVASALLADA (1)
¿Quién vacilaría en elegir la confianza en Dios? Pero mi elección no es libre. Apenas me doy cuenta de mi libertad, pies estoy bajo el imperio de la Necesidad. No elijo el camino que conduce a Dios, pues no puedo escoger.
KIERKEGAARD
“Mi dureza no procede de mí”. Poco a poco comenzamos a entrever de dónde procede. “Mirad un campo de batalla”: el más encarnizado de los enemigos no es más implacable hacia su adversario vencido de lo que es la ética. Pero no hay que olvidar que, aunque disimule cuidadosamente este secreto ante las miradas demasiado curiosas, la ética no ha inventado por sí misma sus inmutables “tú debes”, sino que los ha recibido hechos de su maestro: la Necesidad. Kant enseñaba: debes, por lo tanto, puedes. Desembocaba en la ética tras haber partido de la libertad. De una libertad, claro está, especulativa, pero, de todos modos, libertad. Si se examina más atentamente la cuestión, se descubre, empero, algo muy diferente, y entonces hay que decir: “no puedes, por lo tanto, debes”, Ya no es la libertad, sino la Necesidad la que constituye la fuente de los imperativos morales. La dureza de Kierkegaard no procede, evidentemente, de Kierkegaard, pero tampoco de la ética. Si la ética no se da bien cuenta de ello, se debe tan sólo a que quiere ser autónoma, a que quiere ser el principio supremo que no acepta leyes de nadie, y por los mismos motivos, el hecho de que es vasalla de la Necesidad. Y he aquí por qué Kierkegaard exigía tan insistentemente que el caballero de la fe pasara por un estado de resignación; he aquí también por qué veía en el pecado el síncope de la libertad y afirmaba simultáneamente que lo contrario del pecado no es la virtud, sino la libertad. Al mismo tiempo, se refería, cierto es, a la “dialéctica”. Pero permaneceremos más cerca de su pensamiento si, abandonando la dialéctica a los griegos y a Hegel, buscamos en otra parte la fuente de sus intuiciones. Cualquiera que sea nuestra concepción de la “dialéctica”, supondrá siempre, en fin de cuentas, una cierta “autogeneración”: el propio Jacob Boehme “aspiraba apasionadamente” a encontrar en las cosas y en la vida un cierto proceso dialéctico, y sabemos que principalmente gracias a esto consiguió seducir a los fundadores del idealismo alemán. A veces se llega inclusive a tener la impresión -por paradójico que esto parezca de primer intento- de que, a consecuencia de un capricho o de una añagaza de la historia, los idealistas alemanes se vieran obligados, casi contra su intención, a ejercer una especie de influencia retrospectiva sobre el indómito Boehme y a hacerlo entrar por fuerza en la órbita de sus ideas. Pero cuando Kierkegaard nos describe el proceso en el curso del cual el caballero de la resignación da nacimiento al caballero de la audacia -que es también el de la fe-, no piensa en modo alguno hacernos comprensible, es decir, natural, la serie de los acontecimientos por medio del establecimiento de una ley según la cual se suceden. En su caso la dialéctica va siempre acompañada de muy distintos movimientos del alma, movimientos que por su misma esencia no exigen, ni siquiera admiten, explicaciones, y que tienden más bien a denunciar la inutilidad y la vanidad de toda explicación. Y, en efecto, ¿cómo podrían existir explicaciones allí donde, según el testimonio de nuestra razón y de nuestra experiencia, terminan todas las posibilidades, allí donde aparece la tarea, en verdad insensata, de alcanzar, a través de todos los obstáculos, a un Dios para quien todo es posible?
En este punto Kierkegaard recurre a su dureza, a su ética, a su Necesidad, y les presenta a su caballero de la resignación. Tras haber llegado a un acuerdo con Satanás, Dios imaginó “tentar” al hombre: envió a Job horrorosos males, exigió a Abraham que sacrificara a su hijo. ¿Qué es la tentación? Desde el punto de vista de nuestra razón, de nuestro saber, de nuestra ética, esta pregunta no puede tener respuesta. Por eso la apartan con la seguridad que les es propia: la tentación es el fruto de una imaginación ociosa; en realidad, ni Dios ni el diablo han tentado jamás al hombre. Job perdió sus rebaños y sus hijos -esto ocurrió naturalmente. Abraham degolló, o intentó degollar, a su hijo -también esto ocurrió naturalmente, en un ataque de inconsciencia o locura. Hay que suprimir del vocabulario del hombre cultivado esa palabra que no corresponde a ninguna realidad; hay que abandonar a Job sobre un montón de estiércol, y a Abraham ante el cadáver de su hijo. El caballero de la resignación sabe muy bien que no se puede eludir la realidad visible, que, excepto ella, no hay nadie a quien invocar.; lo que fue, lo fue una vez para siempre; hay que aceptarlo y resignarse. Hegel “divinizó la realidad”. Pero, ¿cómo no divinizarla si, tras haber sometido al hombre, ella no se somete a nada ni a nadie? Hegel exigía que nuestros pensamientos extrajeran sus verdades únicamente de la realidad, y no agregaba nada de su cosecha. Y tenía razón: sólo tales verdades serán capaces de experimentar victoriosamente la prueba a que las somete el tiempo y la eternidad. Pero si la realidad es racional, si solamente podemos extraer la verdad de la realidad, en este caso la lógica más elemental exige que hagamos pasar también la revelación bíblica por la criba de las verdades extraídas de la realidad. Y a la inversa: si la revelación tiende a conseguir la sanción de la verdad, tendrá que conformarse a la realidad. Muchos años antes que Hegel, el propio Zeus lo había declarado a Crisipo. Y Platón (lo hemos dicho ya varias veces, pero por más que se repita no se dirá nunca con bastante frecuencia) percibía tan clara y distintamente como es posible la presencia en nuestro mundo de la indiferente Necesidad de la cual proceden todas las “durezas”, todos los ultrajes que abruman a los hombres. ¿Tenemos el derecho de establecer la conclusión inversa? ¿Podemos decir que es posible siempre descubrir, debajo de la “dureza”, a la Necesidad?
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