viernes

MARIO LEVRERO - ALICE SPRINGS (EL CIRCO, EL DEMONIO, LAS MUJERES Y YO)


SEGUNDA ENTREGA
II
EL DEMONIO
Hacía cierto tiempo ya que el Gran Circo Magnético de Oklahoma había seguido viaje por el desierto, con la oscura pro­mesa general de regresar un día a maravillar a todos los especta­dores con nuevos trucos deslumbrantes, y la más oscura prome­sa particular de Mariarrosa de regresar y casarse con Dante cuan­do muriera su padre. El contacto con Mariarrosa y el Circo le había dado a Dante, entre otras cosas, una filosofía de la vida.
-Nada es real -dijo, y fue hasta el mostrador y llenó él mismo otra vez su vasito de ron-. Nada es real -repitió, cuando volvió a sentarse, y yo asentí una vez más. Pobre Dante: pasaría el resto de sus días viviendo de un recuerdo y repitien­do mecánicamente una filosofía estrecha que había aprendido de su único contacto especialmente distinto con la realidad, y nada más que para negar esa realidad, o, tal vez, sin saberlo, afir­mar la única realidad de la Nada como cosa existente. Pobre Dante: pasaría el resto de sus días esperando el regreso imposi­ble de una mujer sin edad, con cuyo fantasma había hecho el amor; esperando el regreso condicionado por la muerte de un ser que no podía morir.
-El padre de Mariarrosa -Dante comenzó su historia una vez más y, de cualquier manera, yo prefería esa historia a las seriales de televisión que observaban hipnotizados los demás parroquianos, todas las tardes y todas las noches en la maldita taberna del maldito pueblo de ese maldito continente en donde yo no tenía nada que hacer-, el padre de Mariarrosa se ganó la inmortalidad junto con el Circo Magnético y la caja con el demonio, en un partido de ajedrez contra el autómata del señor Tyndall. Pero después se cansó de vivir y ahora quiere morirse y no puede. Recorre el mundo buscando al señor Tyndall o a cualquier otro que pueda devolverle la muerte; dice que hay una forma, pero no explica cuál. ¿Tú crees que lo conseguirá?
-Sí, Dante -respondí sin convicción, con una cierta ironía inadvertible. Miré mi propio vaso con un ligero sentimiento de asco, y me pregunté una vez más por qué sentía piedad por el gigante idiota. Él, al menos, tenía recuerdos y esperanzas. Y tenía un amigo admirable: yo mismo. Nos juntamos porque no cabía otra posibilidad; apenas sabíamos unas palabras de inglés, y él por inútil y yo por otros motivos estábamos completamente marginados, a duras penas admitidos físicamente en ese lugar imposible, suspendidos entre una intolerable aristocracia inglesa y los indígenas marginados en los límites del cinturón desértico. De vez en cuando hacíamos algún trabajo innoble o pedíamos limosna para comer y beber, y como Dante había obtenido, no sé por qué medios -tal vez por estar allí desde tiempos inme­moriales- el derecho a una pieza en el último altillo del último hotel del pueblo, vivíamos juntos y hasta llegamos a simpatizar. -El autómata del señor Tyndall simbolizaba la muerte -prosiguió Dante, con el mismo entusiasmo de un niño que cuenta por trigésima vez el cuento de Caperucita Roja-. El señor Tyndall iba de pueblo en pueblo con su carromato ofre­ciendo una bolsa repleta de monedas de oro a quien le ganara una partida al autómata. Los perdedores morían fatalmente porque el autómata estaba cubierto por una mortaja y jugaba con las piezas negras. En los pueblos del Oeste americano por donde pasaba el señor Tyndall se corría la voz de que el autó­mata no era un autómata sino la misma Muerte. Ganaba siem­pre, y la gente moría. Una vez, dicen que un viejo minero per­dió y no le pasó nada, y como no le pasaba nada comenzó a reírse del autómata y del señor Tyndall, y siguió riéndose y riéndose hasta que se murió de risa. Pero un día el padre de Mariarrosa, cuando todavía era un muchacho muy joven, casi un niño, aceptó el desafío del señor Tyndall, quien había llega­do al pueblo con su carromato y congregado a la gente en la placita, y ofrecía su bolsa repleta de monedas de oro y advertía que aquél que perdiera habría de morir, y el padre de Mariarrosa jugó la partida con el autómata, que hacía movimientos me­cánicos, movía el brazo a impulsos rítmicos y se oía como el ruido de un motor, y el padre de Mariarrosa ganó la partida y el señor Tyndall le dio la bolsa con las monedas de oro pero ade­más le dijo al padre de Mariarrosa: “Niño, tú tienes algo muy valioso y mereces algo más que esta bolsa de oro”, y le propu­so que se fuera con él en el carromato, y le dijo que quería llevarlo a conocer el mundo y que quería enseñarle muchas cosas que hasta ahora no había podido enseñar a nadie porque nadie se lo merecía. El padre de Mariarrosa era huérfano y no tenía nada que hacer en ese pueblo y aceptó la propuesta del señor Tyndall y se fue con él a recorrer el mundo, y el señor Tyndall le enseñó los trucos del Circo Magnético y le dejó la caja con el demonio que abre y cierra una puertita…
-Está bien, Dante -dije, para cortar la historia que ya me estaba hipnotizando una vez más-. ¿Qué te parece si jugamos un poco a los naipes?
Dante aceptó, como aceptaba siempre cualquier cosa, y fue al mostrador a buscar el mazo. Le ganaría una vez más al gigante estúpido y así pasaría una noche más en aquel lugar donde mi vida se iba disolviendo mientras yo apretaba los dientes y los puños y renegaba contra el Destino. ¡Pobre Dante! Pero, ¿mere­cía realmente mi compasión? Él, al menos, tenía recuerdos y una esperanza; no sé hasta qué punto podía decirse que sufría. “Nada es real”, decía, y esto le servía para seguir viviendo en una espe­cie de paz interior cuyos mecanismos no sólo yo no podía con­seguir en mí, sino que ni siquiera podía intuir. ¿Pobre Dante? Lo miraba barajar los naipes engrasados con esas manos de pianis­ta bajo la proyección del sombrero blando, con esa cara de imbé­cil, como si estuviera realizando el trabajo más importante del mundo y como si tuviera a su disposición todo el tiempo del mundo, y llegaba a trocar aquella piedad inicial por una envidia que me carcomía los huesos. ¡Pobre Dante! ¡La puta que lo parió!
Yo estaba allí porque una vez, un día lluvioso, una mujer me dijo que se iba para Australia, me dijo adiós bajo un paraguas rojo y apenas me permitió besarla en una mejilla antes de correr hasta el taxi que la llevaría para siempre de mi vista. Quedé un rato parado bajo la lluvia, como habría hecho cualquier otro en mi lugar, mojándome y mojándome. Después las cartas, y las cosas que nunca me había dicho cuando estábamos cerca, has­ta que le respondí que me iba para allá, y en un plazo pruden­cial, durante el cual no recibí ninguna indicación contraria, vendí mis cosas, pedí plata a los amigos, compré un pasaje y me vine para Australia sin pensar qué podía hacer en este maldito lugar un oscuro escritor medio loco que apenas sabía unas palabras de inglés. Cuando llegué a Alice Springs después de un larguísi­mo itinerario, llamé a la puerta de la casa donde me figuraba que ella seguía viviendo, y me atendió una criada que me dijo en per­fecto inglés que Lord Greystoke no acostumbraba a dar limos­nas a los pordioseros. Luego conseguí seguir algunas pistas que concluyeron en un colegio de monjas, donde me informaron que ella sí, había estado allí alguna vez, pero que se había ido de Alice Springs, sin decir adonde. Así fue como quedé anclado allí, muerto de miedo, desconcertado y solo. Gasté mi último dine­ro en escribir y franquear cartas a mis amigos de Montevideo pidiendo información. Luego intenté ganarme la vida escribien­do historias de misterio en el diario local, pero mi inglés no pasaba del tercer año liceal y después de dos intentos me cerra­ron las puertas definitivamente y tuve la suerte de que un mal­dito tabernero sintiera la necesidad de aumentar su prestigio social contratando a un blanco para lavar copas y platos.
-No estás pensando en el juego -dijo Dante, fastidiado pero con cierta ternura.
-No -respondí, tirando las cartas boca arriba sobre la mesa-. ¿Cuánto llevamos ahorrado?
-Siete dólares -respondió Dante, que era el fiel guardián de mi alcancía.
-Faltan apenas cuatrocientos noventa y tres, aproximada­mente, para un pasaje.
-Hace sólo tres días que empezamos a ahorrar.
-Por cuarta vez.
-Pero ésta va en serio.
-Dante, dame ya mismo esos siete dólares.
El grandote se puso tenso.
-¡Dante!
-No.
Sentí que me atacaba nuevamente la locura irresistible. No quería hacerlo, pero me levanté con violencia y aferré la silla por el respaldo.
-¡Maldito ladrón, te voy a matar!
Dante apretó los dientes.
-¡Dame los dólares! -insistí.
El grandote se levantó, con los hombros alzados, y se dirigió a la puerta. Yo apreté el respaldo de la silla con idea de levantarla y arrojársela, pero al fin me dominé. Comprendí que Dante volvería a dejarse castigar, aunque podía matarme con una sola mano -que era precisamente lo que yo pretendía.
Lo seguí, a cierta distancia, hasta el hotel. Llegó al altillo y encendió la vela.
-Perdón -le dije al entrar, y me tiré en la cama desvencija­da y me puse a llorar. Él se acostó en su cama y apagó la vela. Silbaba suavemente. Después vi que había luna llena, una luz blanca y lechosa que se colaba por la ventanita. La vista de la luna solía apaciguarme. Dante silbaba una canción que había­mos compuesto a medias; la llamábamos “Alice Springs blues”. Mi locura nocturna se fue diluyendo en un bienestar físico que ascendía lentamente desde la punta de los pies; era un efecto habitual del silbido de Dante, pero ahora la presencia de la luna llena producía variantes nuevas; como desdoblado en varias personalidades simultáneas podía observar sin angustia mi pro­pia angustia, podía sin extrañarme observar mi propio senti­miento de extrañeza; y ese pequeño núcleo de extrañeza y angustia comenzaba a expandirse y a establecer contactos multidimensionales en el espacio y en el tiempo; se reforzaba diluyéndose, prolongándose tentacularmente hasta rodear la inmensa esfera del mundo; y mi circunstancia actual, esa penu­ria de un uruguayo asfixiado en un pueblo de ingleses y de indios, rodeado por un desierto infranqueable, se diluía en otra circunstancia, otra penuria que se remontaba al origen de los tiempos, a la soledad de los dioses, a la lenta evolución de las especies, a la vida que como una enfermedad iba extendiéndose sobre la endeble corteza de una esfera llena de metales hirvientes; y aparecía la imagen de mis bisabuelos, que cruzaron capri­chosamente como yo el océano y se establecieron porque sí, cumpliendo una ley secreta que jamás llegaron a intuir, en un punto cualquiera de la esfera inerte que se va enfriando mien­tras gira y gira; y mis abuelos, cumpliendo con los ritos heredados, afirmándose como plantas en ese pedazo de tierra, sufrien­do sin darse cuenta, fabricando sin darse cuenta una raza nueva de monstruos despavoridos; y mis padres, sometidos ciegamen­te a la misma ley, trabajando con precisión cronométrica para apuntalar a su manera el gigantesco edificio de una mitología absurda; mientras mi abuelo todavía respondía al llamado impe­rioso, insolente, de la sirena del taller, cada madrugada, mi padre viajaba viajes eternos en ferrocarril hasta el centro de la ciudad y allí se mantenía de pie durante ocho horas junto a uno de los millares de mostradores de una tienda inmensa, de nombre pre­tencioso, atendiendo las exigencias de clientes exasperantes sin sospechar que mi madre iba a parir un monstruo dolorido y acusador que rompería esa cadena del transcurrir automático y abriría los ojos para inaugurar el sufrimiento consciente de una raza… Ahora mi cuerpo parecía flotar levemente, apenas sepa­rado unos centímetros del camastro, como sostenido por el col­chón de aire del subido de Dante y la atracción magnética de la luna, y sobre la pantalla blanca de mis párpados cerrados se proyectó la imagen de mí mismo en los años de infancia: un niño delgado y cauteloso que dialogaba a solas en el jardín del fondo, esperando con toda la paciencia del mundo el fin de aquella tutela insoportable, permitiendo con falsa resignación que la familia jugara con él como con un muñeco de trapo, mientras él secretamente le arrancaba la cabeza a las muñecas de trapo que lo herían con el olor insoportable de un género impregnado de erotismo; un niño que secretamente comía de la tierra del jardín que sus manos delicadísimas le servían en una cucharita de plata robada de la cocina, bajo las ramas repletas de flores de azahar que también lo enloquecían con un perfume que exigía respuestas que él ignoraba.
-Dante.
El grandote interrumpió el subido.
-Dante, tal vez pueda arreglarme con la gorda Jessie por un solo dólar. A esta hora debe estar desocupada, y más de una vez…
Dante retomó el silbido sin dignarse a contestar. La luna había pasado de largo por la estrecha ventanita y sólo se veía una cla­ridad leve que azulaba el cielo. Me llevé las manos a la nuca. No podía dormir.
Después de un tiempo en Alice Springs, finalmente me había llegado la carta extraviada, en la cual ella resolvía pensar mejor las cosas y me pedía que no viniera, por el momento, a Australia. Estaba fechada en un lugar así como Moss Vale, pero advertía que no pensaba quedarse allí mucho tiempo. La carta me la habían reexpedido mis amigos de Montevideo, y me había llegado junto con otras que traían cantidad de noticias que, para mí, carecían de interés. Mucho más tarde me llegó otra carta de ella, con mucho retraso y también vía Montevideo; y después otra, desde Sidney, y finalmente otra, desde París, donde me anunciaba que se había casado con un noruego.
-Dante.
Hacía rato que el silbido había derivado de los blues hacia una música indefinida, espaciada, casi la respiración de Dante trans­formada en silbido.
-Dante, con una moneda de un cuarto puedo jugar en la máquina y multiplicar los siete dólares.
El grandote siguió silbando.
-Dante. Veinticinco centavos no hacen ninguna diferencia; es exactamente la vigesimoctava parte de nuestros ahorros. ¿Te das cuenta? Uno en veintiocho: totalmente ridículo.
El silbido cesó, pero yo sabía que Dante no estaba pensando en el significado de la vigesimoctava parte de nada; estaba pen­sando en que de inmediato yo lo iba a insultar y provocar bus­cando pelea. Pero ahora yo no quería pelear; quería distraer el insomnio de alguna manera. Tal vez, con la gorda Jessie ni siquiera hiciera falta el dólar; pero, pensándolo bien, la gorda Jessie…
-Dante.
-No te daré un solo centavo. Mañana lavarás copas y platos y me darás la mitad del dinero. La otra mitad podrás gastarla en la gorda Jessie, en las máquinas tragamonedas o en lo que se te antoje; pero del dinero ahorrado no tocarás un solo centavo.
-Estaba pensando en otra cosa. Creo que deberíamos per­vertir a una niña.
Oí claramente cómo al gigante se le cortaba la respiración. Había dado en el clavo. La noche se haría infinitamente más breve si conseguía distribuir equitativamente los monstruos de mi insomnio.
-¿Cuál te gusta más? -pregunté, tratando de que el tono se encaminara hacia el de una conversación normal, casual. El grandote sabía que era un juego, y me pareció que hasta debía sentirse aliviado con mi cambio de frente.
-Bueno… -dijo, siguiendo el juego-. ¿Qué te parece Elsie Mulligan?
-¡Dante! -exclamé, indignado-. ¡Dije una niña! Elsie Mulligan debe tener por lo menos diecisiete años, y de todos modos ya fue pervertida a los diez por su propio tío, el borra­cho barrigón.
-¿De veras?
-Dante, eres el único imbécil de todo un pueblo de imbéci­les que no conoce la historia -ya había logrado encarrilar la conversación, y se me habían aclarado las líneas generales del cuento que tenía que inventar. Por supuesto, Dante sabía que todo era absolutamente falso, pero las leyes tácitas del juego lo obligaban a querer creer, y ya estaba creyendo, y ya estaba empezando a disfrutar de las imágenes que lentamente comen­zaban a organizarse dentro de su cabeza hueca-. Y no sólo Elsie; también la otra hermana, ¿cómo se llama?
-¿Helen?
-Eso es. Helen y Elsie Mulligan. El viejo Mulligan las des­nudaba en una inmensa cama de dos plazas y hacía que se manosearan entre ellas. Después intervenía él. A veces, cuando se lo permitía el reumatismo, también intervenía el Dr. Forster. Se juntaban en el viejo altillo de…
-¡El doctor Forster! -saltó Dante-, ¿El viejo de la pata de palo?
-El mismo. Sólo que la pata no era de palo, como se decía, sino de goma. Se la destornillaba y se las daba a las niñas para que jugaran entre ellas. Después las perseguía desnudo, saltando en una sola pierna, y ellas caían en brazos del barrigón Mulligan. Con el tiempo las propias niñas, enviciadas, comenzaron a ocuparse de hacer prosperar el asunto; en principio convencieron a las mellicitas Millikan, compañeras de clase en el colegio de monjas…
Dante había entrado de lleno en el juego y asistía, de asombro en asombro, a la lenta corrupción de todo un pueblo. Kate y Doris Millikan, el boticario Murphy, hasta los Donovan -una pareja de ancianos vetustos-, Lucas Kenton, el periodista incorruptible y el escribano Samuels, iban cayendo en el torbe­llino imaginario de todas las formas de depravación, incluyen­do la droga, el soborno, el estupro y el crimen. Después de haber pervertido a todo el colegio de monjas y al convento ad­yacente, sin que se salvara ni una sola de todas esas pobres almas, decidí que había llegado demasiado lejos; aunque no podía ver la cara de Dante en la oscuridad del altillo, podía representármelo perfectamente al grandote con los ojos bien abiertos en el insomnio, y aún con un hilito de saliva colgándole de la comisura izquierda de la bocaza abierta mientras trata­ba febrilmente de reordenar ese caos, de recrear todo un mundo con los aportes que lentamente le añadía mi relato. Intenté, entonces, volver de lo general a lo particular, pensando que tal vez me había excedido en la dosis.
-Bueno -dije-. La que se fue salvando es la hija del reve­rendo Liddell.
-¿Alice?
-Alice. Creo que es la presa ideal para nosotros. Tal vez un poco vieja; tendrá como catorce años…
-Doce.
-Digamos trece. Pero, de todos modos, tiene algo especial, esa mirada de inocencia… Para no despertar sospechas, debe­mos hacer un trabajo lento; debemos ganarnos su confianza, su complicidad en pequeñas cosas inocentes. Nada de violencias; podríamos comenzar por contarle el principio de una historia muy larga, y luego invitarla a escuchar la continuación en el altillo. “Tú sabes, pequeña Alice, que había una vez una niñita que se llamaba igual que tú: Alice. Una tarde que jugaba con su gatita, vio pasar un conejito muy apurado, muy apurado, miran­do un reloj que había sacado del bolsillo de su chaleco y diciendo que se le hacía tarde, que se le hacía muy tarde…”. Entonces, después que la tengamos en el altillo, mientras le contamos el resto de la historia comenzamos con las caricias…
Dante se levantó violentamente emitiendo un sonido ronco, una especie de alarido apagado, y fue hasta el retrete. Lo oí resoplar un par de veces mientras se masturbaba. Cuando vol­vió, se dejó caer en la cama con todo su peso.
-Tienes la cabeza completamente podrida -dijo, con un murmullo sordo. Me impresionó esa voz que sonaba casi des­conocida, y empecé a sentirme culpable.
-Sí -dije.
En realidad no se me había ocurrido pensar en el riesgo de un exceso de imágenes que pudiera precipitar al grandote en la locura; su estupidez parecía a prueba de cualquier cosa, pero yo no había tenido en cuenta su inocencia esencial, esa visión can­dorosa del mundo en la que radicaba, tal vez, toda su fuerza y toda su desgracia.
-Me habías dicho que en Montevideo tienes una hija.
Ahora, empezaba a golpear él.
-Sí.
-De unos cinco años.
Muy bien, Dante.
-Sí.
Con gran habilidad, dejó obrar al silencio. Minuto a minuto el silencio se espesaba como una alfombra y me iba envolviendo sin dejarme casi respirar. En la cabeza de Dante, Alice Springs recuperaba sin duda, poco a poco, su forma cotidiana; en mi propia cabeza, la alfombra crecía en múltiples pliegues que asfi­xiaban todos los sonidos, opacaban todas las imágenes. La culpa era una secreción viscosa de glándulas que la vertían en mi sangre y ya estaba circulando por todo mi cuerpo y acumulándose en el pecho, donde estalló como un huevo repleto de larvas de polilla que me roían y se hinchaban a costa de mi carne.
-¡Dante! ¡La puta que te parió! ¡Ladrón de dólares, alcancía podrida con forma de chancho…!
Lo oí respirar normalmente, y lo imaginé con su sonrisa habi­tual. Respiré hondo y fui soltando lentamente el aire.
-Tu problema es la carencia absoluta de sentido del humor. Pero la culpa es mía por tratar con imbéciles. Yo mismo tengo que ser bastante imbécil para estar aquí, perdido en un país de mierda sin nada que hacer. Es verdad, tengo la cabeza podrida, llena de literatura. Tienes razón: la literatura es una mierda. Incapacita para vivir. En realidad soy incapaz de corromper a una niña; ni siquiera a una gallina. Estoy incapacitado para cual­quier actividad práctica. Soy un mal escritor, producto de la democracia. Cometieron el error de enseñarme a leer y a escri­bir, cuando en realidad tenían que haberme enseñado a tirar de un carro. Ahora es muy fácil escribir, todo el mundo escribe. No hay una sola ama de casa que no tenga escritos algunos poemas, hasta cuentos. Antes sí, la literatura era una cosa buena. La Diada, La Divina Comedia. ¿Leíste la Divina Comedia, Dante? No, cómo vas a leer otra cosa que pornografía, basura contemporánea. ¿Leíste El Profeta? “Cuando el amor os llame, seguidlo, aunque sus veredas sean tortuosas y la espada que se oculta bajo su blanco plumaje pueda heriros…”. Basura, todo basura. Claro, toda la vida alimentándonos de basura, teníamos que terminar en el estercolero del mundo. Somos demasiado crédulos, Dante, demasiado crédulos. Todo el mundo tiene un buen respaldo; sólo nosotros andamos a la deriva, con la cabe­za que nos trabaja todo el tiempo, sin conformarnos con nin­guna receta, mientras los demás viven agarrándose de cualquier cosa. Sentimos el llamado del amor y allá vamos, y ni siquiera hay una espada bajo el blanco plumaje para herirnos limpia­mente: sólo basura y soledad. Tú y yo somos los verdaderos santos, Dante; nuestra santidad es tan inmensa que ni siquiera nos damos cuenta de ella y nos desgarramos todo el tiempo echándonos encima toda la culpa del mundo…
Me interrumpió un ronquido especialmente ofensivo; el imbécil dormía como un ángel. Me revolví en la cama. Tenía la imaginación enfebrecida y ya no podría dormir durante horas. Di vueltas y vueltas, resoplando y gruñendo, y fumando ciga­rrillo tras cigarrillo. Tenía que salir inmediatamente de allí. Mi hija estaba expuesta a ser pervertida en cualquier momento por un viejo con la pata de goma, y yo debía estar a su lado para protegerla. Con una espada luminosa que extraía de mi blanco plumaje atravesaba limpiamente el corazón perverso de un doc­tor Forster que brincaba desnudo en una sola pierna, y así me fui hundiendo en el sueño.
Dante me despertó cerca del mediodía; me había subido una enorme taza de café y unos bizcochos. Esta amabilidad inusual me hizo sospechar que los papeles se habían invertido y ahora era el grandote quien sentía por mí una inmensa piedad.
-Estuviste quejándote y rechinando los dientes todo el tiem­po -dijo.
Debía ser cierto, porque sentía las mandíbulas agarrotadas y me dolían todos los dientes y la garganta.
-Es mi alma, que está en el infierno -le expliqué, y me senté en la cama para tomar unos sorbos del café. Encendí un cigarrillo-. Gracias -añadí, señalando la taza. Dante se enco­gió de hombros.
-Me enteré de que hay una francesa loca en el pueblo -informó luego, mientras miraba por la ventanita hacia la calle-. Es una nueva profesora del Colegio, y dicen que habla con los perros y los caballos.
Me levanté con gran trabajo. Me dolían todos los huesos y las articulaciones y estaba de un humor siniestro.
-El Sr. Jonathan dice que te guardó una buena cantidad de copas y platos. No sería difícil que hoy te ganaras unos cinco o seis dólares.
En el trozo de espejo del retrete veía una imagen de mí mismo terriblemente envejecida y enferma.
-Por otra parte -siguió martillando el grandote, siempre mirando por la ventanita- parece que Peter está enfermo y el Sr. Jonathan anda necesitando quien le atienda las mesas. Esto podría significar cinco o seis dólares más.
-De esa forma -respondí, mientras orinaba tratando de embocar en el pequeño agujero del excusado, a nivel del piso- sólo me faltarán cuatrocientos ochenta y tres dólares para irme a casa, si además evito comer, beber, fumar y hacerle cosquillas a la gorda Jessie.
-Si tuvieras un poco de paciencia -rezongó Dante- y un poco más de ganas de hacer las cosas, antes de un par de meses estarías embarcado.
Me puse el saco y comencé a bajar los difíciles escalones de madera que siempre me producían vértigo.
-Ya estoy embarcado -respondí-. Hace rato que estoy embarcado.

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