(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
VIGESIMOTERCERA ENTREGA
X
EL CRISTIANISMO CRUEL (1)
Mi dureza no procede de mí; si hubiese conocido una palabra calmante, me habría sentido feliz de poder consolar, reconfortar. ¡Y, sin embargo, sin embargo! Tal vez el que sufre carece de otra cosa -de sufrimientos más intensos todavía. ¡Sufrimientos aun más intensos! ¿Quién es lo bastante cruel para atreverse a decir esto? Amigo mío, es el cristianismo, es la doctrina que se nos ofrece como el más dulce consuelo.
KIERKEGAARD.
De esta dualidad de la filosofía existencial de Kierkegaard procede la dificultad en que nos hallamos para comprender no sólo la tarea que se propone, sino también todos los problemas que suscita cuando la revelación bíblica choca con las verdades que nuestra razón obtiene por medios naturales. Con todo nuestro ser, con toda nuestra inteligencia nos esforzamos por colmar el abismo que se interpone entre la revelación y la verdad. Con Hegel y todos los filósofos en cuya escuela se ha formado el pensamiento hegeliano estamos anticipadamente convencidos de que la revelación no puede, no debe contradecir a la razón y a los conceptos racionales, que debe, por el contrario, colocarlos bajo su protección. Cierto que los profetas y los apóstoles nos hablan continuamente de la locura de la fe. Cierto que el propio Kierkegaard no se cansa de repetir con “temor y temblor” su encantamiento: para adquirir la fe hay que perder la razón. No obstante, ni las palabras fulminantes de los profetas y de los apóstoles, ni los encantamientos de Kierkegaard producen ningún, o casi ningún, efecto, y no pueden hacer que nuestra libertad salga de su estado de desvanecimiento. El temor de que la libertad insumisa e injustificable mediante nuestra razón nos abrume con males innumerables se halla tan fuertemente arraigado en nuestras almas, que resulta imposible arrancarlo de ellas. Permaneceremos sordos a los mismos truenos, apartamos de entre nosotros todos los encantamientos.
¿De dónde procede este miedo? ¿De dónde procede la convicción de que la razón ha de dar al hombre algo más que la libertad? Platón enseñaba que despreciar la razón constituía la mayor de las desdichas. Pero, ¿dónde había aprendido esta verdad? Mejor aun: más de una vez hemos tenido ocasión de comprobar que la razón dirige con frecuencia todas sus fuerzas contra el hombre. Se nos dirá que esto no es un “argumento” contra la legalidad de las pretensiones de la razón y que, por consiguiente, el hombre no puede en ningún caso desembarazarse por este medio de las verdades racionales. Admitamos que Platón se haya engañado, que, en fin de cuentas, la razón sea la enemiga, el verdugo del hombre. A pesar de todo, su reinado seguirá siendo eterno. Y, además, ¿cómo se puede oponer la libertad a la razón? La libertad es la libertad precisamente porque es imposible prever lo que pueda acarrear: acaso algo bueno, pero tal vez algo malo, muy malo. Ni siquiera a Dios se puede otorgar una libertad ilimitada: no podemos “saber”, en efecto, lo que Dios habrá de traernos. Una invencible angustia nos susurra continuamente al oído: ¿y si Dios nos trajera algo malo?
De ahí, de esta angustia procede la costumbre de vincular lo religioso con lo ético, de hablar de “lo ético-religioso”. Se diría que el hombre se refugia en lo ético para hacer frente a lo religioso. Lo religioso es algo nuevo, desconocido, lejano; a pesar de todo, lo ético es familiar, conocido, cercano. En lo que toca a lo ético, Kierkegaard y, tras él, nosotros, podemos afirmar que si no tiene bastante poder para restituir un brazo o una pierna, dispone ciertamente del poder de inutilizar, de torturar el alma humana. Ya antes de Sócrates lo sabían los antiguos: lo ético dispone siempre de legiones de furias desencadenadas que persiguen implacablemente cualquier infracción a sus leyes. Todo el mundo lo sabe, y este conocimiento no presupone de ningún modo la fe. Mas el propio Kierkegaard repite continuamente las palabras de San Pablo: todo lo que no procede de la fe es pecado. Sin embargo, lo ético, con sus furias, no procede realmente de la fe. Procede del conocimiento, del conocimiento de lo real. Y los paganos “incrédulos” sabían hablar de él tan bien como Kierkegaard. No puede devolver al hombre un brazo cortado, pero no puede hacerlo ninguna fuerza en el mundo. “Lo religioso” se muestra aquí tan impotente como “lo ético”: el propio Zeus nos ha revelado que no podía dar en plena propiedad el mundo a los hombres, que no se trataba más que de un préstamo. Cierto que Kierkegaard decía o, mejor aun, gritaba que nada es imposible para Dios. Dios significa que todo es posible. Puede devolver un brazo o una pierna cortados, puede devolver a Job sus niños asesinados, puede resucitar a Isaac y no sólo a aquel que Abraham degolló, sino a cualquier Isaac degollado por la Necesidad. Como si estuviera fuera de sí, en un arrebato de alegría y de desesperación, Kierkegaard nos asegura que Dios otorga a cada hombre la libertad de decidir por sí mismo quién es su Isaac y dónde se encuentra. Le otorga una libertad tan completa, que un caso tan “fútil”, tan “miserable”, tan “fastidioso” y aun tan cómico como el de Kierkegaard adquiere, según sus propias palabras, una importancia mundial, histórica, infinitamente más grande que las expediciones de Alejandro Magno y las grandes migraciones de pueblos. “El que -nos dice Kierkegaard- no sea lo suficientemente maduro para comprender que hasta la gloria inmortal a través de innumerables generaciones no es más que una definición en el tiempo, el que no comprende que el deseo de semejante inmortalidad es mezquino en comparación con la vida eterna que aguarda a cada hombre y que habría provocado la envidia de todos si solamente hubiese sido destinada a un solo ser, no progresará en la comprensión de lo que es el espíritu y de lo que es la inmortalidad”.
¿Con qué derecho se permite Kierkegaard hacer tales afirmaciones? ¿Es más importante la vida eterna de un individuo cualquiera que la gloria a través de innumerables generaciones disfrutada por Alejandro Magno? ¿Se ha informado de lo que decía sobre esto la ética? Evidentemente, ha tenido que olvidarla o descuidarla, pues si le hubiese dirigido una simple pregunta habría tenido que renunciar a tales opiniones. Su vida eterna, la suya o la de cualquier otro hombre, no posee ningún valor en comparación con la gloria de Alejandro, sino que ni siquiera puede ser comparada con el renombre bastante menos resplandeciente de un Mucius Scaevola o de un Regulos. Hasta Eróstrato se hallaba en su apreciación de la gloria que otorga la posteridad más cerca de la verdad que Kierkegaard. Por lo menos no se permitía decidir la cuestión como mejor le pareciera, sino que esperaba oír la sentencia de la historia: todos los valores existentes en el mundo no son valores sino en tanto que hallen un lugar en las categorías establecidas objetivamente, no por la voluntad arbitraria y caprichosa del hombre, sino por leyes superiores colocadas por encima de la arbitrariedad y del capricho. La pretensión de Kierkegaard a una vida eterna personal tiene tan poco fundamento como su pretensión de transformar su fracaso con Regina Olsen en un acontecimiento de alcance mundial e histórico. Y esto no constituye para Kierkegaard ningún secreto. En un impulso de sinceridad confiesa -cierto que, como siempre, no de un modo directo, sino en tercera persona- que no tiene confianza en “lo ético”: huye de él y, sin embargo, conoce perfectamente su susceptibilidad desmesurada, y sabe que exige que el deseo le confiese, como a un sacerdote, sus deseos y sus pensamientos más íntimos y más caros. (1)
No sólo lo ético se halla en la vida de Kierkegaard indisolublemente ligado a lo religioso, sino que está constantemente en guerra con él. Sólo en el instante en que lo ético, fijos como siempre sus ojos sobre lo racional, pronuncia su última sentencia, en que todas las posibilidades suyas terminan, sólo entonces comienza justamente “lo religioso”. Lo religioso vive fuera y por encima de lo “general”. No está protegido por ninguna ley, no tiene en cuenta lo que nuestro pensamiento considera como posible o imposible, así como no tiene en cuenta lo que la ética ha declarado permitido y obligatorio. La “vida eterna” es para el hombre piadoso más preciosa que la más retumbante gloria póstuma. Los dones que ese hombre ha recibido del Creador son más preciosos que todas las alabanzas, sean cuales fueren las distinciones que nos promete “la ética”. Todo lo que Kierkegaard nos cuenta en sus obras y en sus Diarios testimonia que no depositaba sus esperanzas en las posibilidades ofrecidas por la razón (desdeñosamente las llama posibilidades) ni en las recompensas con que quiere deslumbrarnos la ética (las llama falsas consolaciones). De ahí su odio a la razón y su apasionada glorificación de lo Absurdo. En toda la historia de la literatura se encontrarán muy pocos escritores que hayan intentado conquistar la fe tan apasionada e impetuosamente como Kierkegaard.
Pero no en vano recuerda tan frecuentemente aquellas palabras: “¡Dichoso el que no se escandalice de mí!”. El escándalo acecha dondequiera y siempre a la fe. Uno y otro se hallan ligados por vínculos incomprensibles, pero aparentemente indestructibles: quien no se haya escandalizado nunca, no ha creído jamás. Sólo debe agregarse a esto que tal escándalo comienza mucho antes de lo que Kierkegaard imagina. Según Kierkegaard, lo más increíble y, de consiguiente, lo más escandaloso es la encarnación de Cristo. ¿Cómo ha podido Dios rebajarse hasta tomar forma humana y, lo que es más todavía, la forma del último de los hombres? Kierkegaard no economiza los colores para pintarnos las humillaciones que experimentó Cristo en el curso de su vida terrenal: pobre, perseguido, despreciado no sólo por los forasteros, sino también por sus prójimos, negado por su padre que sospechaba de María, etc. etc. ¿Es posible que un tal ser fuese Dios? Es, sin ningún género de dudas, un gran escándalo. Y, sin embargo, la fuente y el comienzo del escándalo no se hallan en el hecho de que Dios se decidiera a revestir el aspecto de un esclavo. Para la razón humana el escándalo comienza mucho antes: reside en el hecho mismo de admitir que existe un Dios para el cual todo es posible, para quien es tan posible tomar el aspecto de un esclavo como la figura de un rey y de un amo. Y debemos señalar que la segunda posibilidad es todavía más inadmisible para la razón que la primera. Kierkegaard no ha perdido jamás este hecho de vista; lo recuerda sobre todo en esos momentos en que describe con la sombría pasión que lo caracteriza los horrores de la vida terrenal de Cristo.
Notas
1) III, 82: “Lo ético no puede prestarles ayuda; se siente ofendido. Pues guardan frente a él un secreto. Un secreto que han asumido bajo su propia responsabilidad.” Y aquí no se trata ni de Job ni de Abraham, sino de dos amantes.
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