QUINTA ENTREGA
Una vez, cuando los jóvenes hacía ya aproximadamente tres años que vivían con los samanas y habían participado en todos sus ejercicios, les llegó de lejos una noticia, un rumor, una leyenda: había surgido un hombre, llamado Gotama, el majestuoso, el buda, que en su persona había superado el dolor del mundo y había parado la rueda de las reencarnaciones. Enseñando, rodeado de discípulos, recorría el país sin propiedades, sin casa, sin mujer, tan sólo con el ropaje amarillo del asceta, pero con la frente alegre, como un bienaventurado, y los brahmanes y los príncipes se inclinaban ante él y se convertían en sus discípulos.
Esta leyenda, este rumor, este cuento sonó en el aire, perfumó la atmósfera aquí y allá.
Los brahmanes hablaban de ello en las ciudades, los samanas en el bosque; siempre se repetía el nombre de Gotama, el buda, a los oídos de los jóvenes, para bien y para mal, en alabanzas e improperios.
Como cuando una nación sufre la peste y se dice que allí o allá hay un hombre, un sabio, un experto cuya palabra y aliento es suficiente para curar a todos los enfermos, y esta noticia recorre el país y todos hablan de ella, unos la creen, otros dudan, pero muchos se ponen rápidamente en camino para buscar al sabio, al salvador, así también con aquel rumor perfumado de Gotama, el buda, el sabio de la tribu de los Sakias. Los creyentes decían que Gotama poseía la máxima ciencia, se acordaba de sus vidas pasadas, había alcanzado el nirvana y jamás volvería al ciclo, jamás se hundiría de nuevo en la turbia corriente de las configuraciones. Se decía de él muchas cosas maravillosas e increíbles, había hecho milagros, había superado al demonio, había hablado con los dioses.
Pero sus enemigos y los incrédulos afirmaban que este Gotama era un vano seductor, que pasaba sus días, holgadamente, despreciaba los sacrificios, no era sabio y desconocía los ejercicios y la mortificación.
La leyenda del buda era dulce, los informes llevaban el perfume del encanto. Ciertamente el mundo se hallaba enfermo y la vida era difícil de soportar. Y no obstante, pongan atención: una fuente parece sonar como un suave mensaje, lleno de consuelo y de nobles promesas. En todas partes adonde llegaba la voz del buda, en todas las regiones de la India, los jóvenes escuchaban con interés, sentían anhelo, esperanza; cualquier peregrino o forastero recibía excelente acogida entre los hijos de los brahmanes de las ciudades, si traía noticias de Gotama, el majestuoso, el Sakiamuni.
La leyenda también había llegado hasta los samanas del bosque, hasta Siddharta y Govinda. Lentamente, goteando. Cada gota iba cargada de esperanza, de duda. Hablaban poco de ese asunto, ya que el más anciano de los samanas no era amigo de la leyenda. Había oído que aquel presunto buda había sido antes un asceta y había vivido en el bosque, pero que después había vuelto a la vida holgada y a los placeres mundanos, y su opinión sobre este Gotama era negativa.
-Siddharta -dijo un día Govinda a su amigo-. Hoy he estado en el pueblo, y un brahmán me invitó a entrar en su casa, y en ella estaba el hijo de un brahmán de Magada que había visto con sus propios ojos al buda, y le había oído predicar. Con certeza me dolía el aliento en el pecho, y pensé: ¡Que yo también, que nosotros dos, Siddharta y yo, podamos vivir la hora en que escuchemos la doctrina de los labios de aquel perfecto! Dime, amigo, ¿no deberíamos ir asimismo nosotros hacia allí para escuchar las enseñanzas de los mismos labios del buda?
Siddharta contestó:
-Govinda, siempre pensé que Govinda se quedaría con los samanas; siempre había imaginado que su meta era tener sesenta y setenta años, y seguir con las artes y los ejercicios que ennoblecen a un samana. Pero mira por dónde no conocía bien a Govinda, sabía muy poco de su corazón. Así pues, querido amigo, ahora quieres tomar un sendero y marchar hacia donde el buda predica su doctrina.
Govinda alegó:
-¡Te gusta burlarte! ¡Pues búrlate como siempre, Siddharta! ¿Acaso no se ha despertado también en tu interior un deseo, una afición por escuchar semejante doctrina? ¿Y no dijiste una vez que ya no pensabas andar mucho tiempo por el camino de los samanas?
Entonces Siddharta rió de la ocurrencia. Luego en su voz, apareció una sombra de tristeza y de ironía, y declaró:
-Bien, Govinda, has hablado con mucha propiedad, te has acordado con suma agudeza. Sin embargo, desearía que también recordaras el resto de lo que oíste de mí; o sea, que desconfío de todo porque estoy cansado de las doctrinas y de aprender, y que es muy pequeña mi fe en las palabras que nos llegan de profesores. Pero adelante, querido amigo, estoy dispuesto a escuchar aquellas enseñanzas, aunque dentro de mi corazón creo que ya hemos probado el mejor fruto de esa doctrina.
Govinda manifestó:
-Tu decisión alegra mi alma. Pero dime, ¿cómo es posible? ¿Cómo puede darnos su mejor fruto Ja doctrina de Gotama, aun antes de haberla escuchado?
Siddharta afirmó:
-¡Gocemos de ese fruto y esperemos la continuación, Govinda! ¡Lo que hemos de agradecer a Gotama, en primer lugar, es que nos aleje de los samanas! Si además nos puede dar otra cosa mejor, amigo, esperemos con el corazón tranquilo.
Ese mismo día, Siddharta hizo saber al más anciano samana su decisión de abandonarles. Se lo reveló con la cortesía y modestia que corresponden a un joven discípulo. No obstante, el samana se enfureció porque los dos jóvenes le querían abandonar, y empezó a vociferar y a maldecir.
Govinda se asustó y desconcertó. Pero Siddharta acercó su boca a la oreja de Govinda y musitó en voz baja:
-Ahora le demostraré al viejo que he aprendido algo de sus enseñanzas.
Se colocó ante el samana y concentró su alma; captó la mirada del anciano con sus ojos, la paralizó, le hizo callar, le dejó sin voluntad, le sometió a su razón y le ordenó ejecutar en silencio lo que le exigía. El anciano enmudeció, sus ojos se quedaron fijos, su voluntad paralizada, sus brazos relajados e impotentes junto a su cuerpo: había sido vencido por el hechizo de Siddharta.
Y los pensamientos de Siddharta se apoderaron del samana y éste tuvo que hacer lo que los dos le mandaban. Y así, el anciano se inclinó varias veces, hizo gestos de bendición y pronunció vacilante un piadoso deseo para el viaje. Y los jóvenes replicaron agradeciendo las reverencias: devolvieron el deseo, y tras saludar, se marcharon.
Por el camino comentó Govinda:
-Siddharta, has aprendido de los samanas más de lo que yo creía. Es difícil, muy difícil hechizar a un viejo samana. Seguro que si te quedas allí, pronto habrías aprendido a andar por encima del agua.
-No deseo andar por encima del agua -confesó Siddharta- ¡Que los viejos samanas se contenten con semejantes artimañas!
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