sábado

CARLOS VAZ FERREIRA (1872 – 1958)



SOBRE CRÍTICA Y CRÍTICOS
  
Vaz Ferreira precisó, como explicación previa, que hacía ya cuarenta años que desempeñaba la Cátedra de Conferencias de la Universidad de la República. Soñaba que si las mismas hubieran sido taquigrafiadas totalmente sería el autor de centenares de libros. De cualquier manera, el tema de los críticos y de la crítica, que aquí desarrolla el filósofo uruguayo, plantea un problema profundo y de permanente actualidad.
  
“En un número reciente de una revista europea acabo de leer que el conocido músico finlandés Sibelius ha dicho esto: ‘en ninguna de las ciudades que he recorrido he visto la estatua de un crítico’.
  
No entro a discutir si la habrán merecido algunos: en todo caso, habrán sido algunos de muy alta categoría. Pero, desde esos hasta los de categoría más modesta, pueden todos hacer mucho bien y, como a veces también hacen mal, pensemos nosotros, los que simpatizamos con los críticos, en lo que ellos deben ser, hacer y no hacer, para hacer bien y no hacer mal.
  
Lo primero de todo es lo más grave: desde cierto punto de vista, tienen que ser, no diré, naturalmente más que los creadores de arte; pero sí más completos.
  
Lo que está bien lejos de ser una paradoja.
  
En efecto: el creador puede ser unilateral, puede ser incomprensivo para formas y escuelas de arte que no son las que él sirve, o las que lo inspiran.
  
También incomprensivo o intolerante para con otros creadores. Y en ciertos casos hasta parece cierto que la unilateralidad estimulara la misma creación o que, en algunos, la creación no pueda ser explicada sin ciertas limitaciones temperamentales. En muchos, esa unilateralidad incomprensiva no ha obstaculizado una producción superior. Un solo ejemplo: Tolstoi, que escribió una novela absolutamente genial, y algunas otras obras de gran altura, no entendió, no ya a los franceses clásicos, sino al mismo Shakespeare; tampoco entendió de otras artes: p. ej., de música: en una de sus novelas -bien absurda, por lo demás, como mucho de lo que escribió- atribuyó no sé qué propiedades afrodisíacas, capaces de determinar fatalmente el adulterio, al inocente primer allegrei de la Sonata a Kreutzer. No hay por qué hablar de lo que no entendieron Víctor Hugo o Goethe. Pero, en mucho menor magnitud, creadores de cualquier categoría, escritores, pintores, producen o estimulados por la unilateralidad de su temperamento o de sus teorías, o, en todo caso, sin que esto los inhiba.
  
Pues ocurre que la primera necesidad del crítico es, desde ese punto de vista, ser más completo que el creador. Ella no bastará, repito; pero es necesaria; lo demás es cuestión de altura.
  
El resto, ya es mucho menos grave que esa condición de ser, el crítico, más completo que el creador. Pero quedan muchos paralogismos que el crítico debe evitar. Y también, además de los paralogismos, ciertos hábitos que son como reflejos: de estos cito uno, al que podríamos llamar “reflejo de estricción”.
  
En cualquier clase de actividades parece que el hecho de criticar estimulara ese reflejo, Por ejemplo, cuando un cronista de football se decide a elogiar a un árbitro, es raro que no agregue alguna frase como “sin perjuicio de algún error”, o cualquier restricción equivalente. Cuando la restricción es vaga y no se explican en qué consistieron los errores, es el reflejo.
  
Ahora, hay críticos de arte en quienes aparece infaliblemente ese reflejo.
  
Con el cual se relaciona cierta tendencia a criticar vago: “tal director de orquesta no captó el verdadero espíritu de la obra”, sin explicar por qué, o cuál sería ese espíritu -y tantos otros hábitos o paralogismos.
  
Por ejemplo: criticar por hastío: un crítico ha oído muchas veces cierta sinfonía de Beethoven o de Schubert, y si, por temperamento, es de aquellos en quienes el sentimiento se embota en esos casos (es mucho mejor no ser de ese temperamento) tal vez criticará por hastío.
  
Un paralogismo de críticos muy difícil de explicar, aunque muy común: criticar una obra de arte como postulando que ella debiera ser un modelo o tipo único. El crítico no sabe qué critica así. Pero ninguna obra resiste a esa crítica mal centrada.
  
El caso anterior es de un paralogismo inconsciente. Con él se relaciona el paralogismo, esta vez consciente, de criticar por géneros o por escuelas.
  
Otro: Criticar una obra artística por lo que no es, cuando esto sería incompatible. Así como sería absurdo que un cronista social, al elogiar la belleza de una mujer rubia, dijera que no tiene el atractivo de las bellezas morenas, y, de una de éstas, que no tiene el encanto de las rubias, hay modelos de crítica parecidos.
  
Otro: Criticar, p. ej., alguna obra teatral producida hace algunos años que no responde a las formas modernas del teatro. Si por eso sólo fuera mala, más lo sería una tragedia de Sófocles.
  
Otro: Exigir que una obra de este arte innove en cuanto a procedimientos o a técnica. Es claro que si un genio creador, además de serlo, innovó, tanto más admirable: pensemos en Monteverdi: pero hubo genios que no innovaron en la técnica, e innovadores que no fueron genios. Así, pues, cierto paralogismo posible: no distinguir entre el valor de la obra y la existencia o grado de innovación técnica.
  
Hay otro caso que suscita estudios y distinciones que yo hice con cierta extensión en conferencias de esta cátedra. Aquí, sólo el hecho, que es una especial diferencia, desde cierto punto de vista, entre unas artes y otras; muy especialmente entre la literatura y la pintura, que, sin perjuicio de otros intermedios, son los casos extremos. Las obras literarias van quedando; y, además, los libros en que se editan están al alcance de todos. De las obras pictóricas (por esto el caso es muy diferente) no hay más que un ejemplar; y, además, no podemos adquirir las supremas, ni siquiera ver las más de ellas en sus originales únicos. Es claro que sería impertinente concluir de aquí que los pintores no tienen tanta obligación de ser geniales u originales como los literatos. Pero sí, creo que los críticos tienen especial motivo para ser severos con los escritores que no agregan nada al acervo común y creciente; y para ser tal vez algo menos severos con los pintores; en todo caso, de ningún modo para serlo más. Que el caso es algo distinto, es evidente.
  
Claro que sería insensato pensar que, porque todos podemos tener las obras de Esquilo, de Sófocles, de Dante, de Shakespeare, ya sólo los creadores geniales deberían escribir obras literarias. Hay muchas razones para que se sigan escribiendo: nuevos ambientes, nuevas costumbres, nuevas situaciones (de éstas, no tantas); y variar, y satisfacer nuevos gustos. Y otras razones: p. ej., dar diversión y alegría (sería absurdo pensar que, para tener el derecho de entristecer, habría que tener genio; pero ¡y si no fuera tan absurdo!). Pero, por amplio que se sea para permitir, habrá que reconocer que, en este arte en que lo bueno se acumula y está al alcance de todos, hay demasiada producción inútil, que el crítico literario puede censurar con menos reparo que los que puedan inducir, p, ej., al crítico pictórico a ser algo más indulgente con el que pinte cuadros que merezcan tener un sitio donde no puedan estar las obras maestras únicas de los genios pictóricos; caso diferente del de las grandes obras literarias, que todos podemos tener. Si esto no fuera motivo de alguna indulgencia para con las artes de ejemplar único, por lo menos lo sería para no extremar la severidad; y es cierto, entretanto, que al pintor suele aplicársele un rigor especial: si conserva su manera, “no se renueva”; si cambia, no tendría personalidad.
  
De todo esto no es oportunidad de citar ejemplos.
  
Pero lo anterior es una de las muchas consecuencias de pretender aplicar parecidos principios o criterios a artes que se encuentran en casos muy diferentes, Queda, todavía, mucho más: la confusión entre lo malo y lo que no gusta o no entendemos.
  
Pero, de todo lo anterior, ¿saldrá la consecuencia de que los críticos no deben censurar? Sería el mayor de los absurdos pensarlo. Es altísima misión de la crítica censurar lo malo y lo mediocre, lo inútil y lo presuntuoso; pero liberándose de los paralogismos y costumbres que tienden a desvalorar la crítica, y de los que hemos señalado algunos.
  
Ahora: ¿con eso sólo se ganarían la estatua, aquella que no ha encontrado Sibelius por ninguna parte? Por cierto que no: para tal premio posible, sería menester un detalle: que fueran espíritus geniales o de altísimo talento.
  
Pero los otros, los de cualquier categoría y altura, hasta de la más modesta, si se guardan de los paralogismos y costumbres que hemos señalado, no harán daño y harán bien”.

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