jueves

LEON CHESTOV



KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)

traducción de José Ferrater Mora

VI

LA FE Y EL PECADO (3)

Kierkegaard no tiene un lenguaje común con la cotidianeidad. Pero no hay que creer que cotidianeidad y filosofía de la cotidianeidad serían el equivalente del cervecero y la filosofía del cervecero, aun cuando Kierkegaard haya identificado con frecuencia la cotidianeidad con la trivialidad y nos haya invitado a simplificar así las cosas. La mediocridad se halla dondequiera el hombre cuente todavía con sus propias fuerzas, con su razón (en este sentido, Aristóteles y Kant, a pesar de su indiscutible genialidad, no salen de los límites de lo cotidiano). Pero no termina sino allí donde comienza la desesperación, donde la razón muestra con evidencia que el hombre se halla ante lo imposible, que todo ha terminado para siempre, que la lucha es inútil, es decir, cuando el hombre ha adquirido conciencia de su impotencia total.

Más que nadie ha apurado Kierkegaard esa copa llena de amargura que ofrece al hombre la conciencia de su impotencia. Cuando Kierkegaard dice que un terrible poder le ha arrebatado su orgullo y su honor, está pensando en su impotencia. Esta impotencia transformaba, cuando la tocaba, en sombra a la mujer amada. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿Dónde se halla y cuál es ese poder que puede así devastar el alma humana? Kierkegaard escribe en su Diario: “Si hubiese poseído la fe, no habría abandonado a Regina”. Esto no es ya una expresión indirecta, de la misma clase de las que Kierkegaard ponía en boca de sus héroes; es el testimonio directo de un hombre sobre sí mismo. Kierkegaard ha “experimentado” la falta de fe como una impotencia., y ha experimentado la impotencia como una falta de fe. Y en medio de esta experiencia aterradora le fue revelado lo que la mayoría de los hombres ni siquiera sospechan: que la falta de fe es la expresión de la impotencia, o que la impotencia testimonia la falta de fe. Aquí radica la explicación de sus palabras: “Lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe”. La virtud, nos ha dicho ya Kierkegaard, se mantiene por las propias fuerzas del hombre: el caballero de la resignación se procura todo lo que necesita y, una vez que se lo ha procurado, consigue la paz del alma y la calma. Pero, ¿se desembaraza así del pecado? Kierkegaard nos recuerda las enigmáticas palabras del apóstol: “Todo lo que no procede de la fe es pecado”, Así, pues, ¿serían un pecado la paz del alma y la calma del caballero de la resignación? Así, pues, ¿sería un pecador Sócrates, que con admiración de sus discípulos y de la posteridad apuró tranquilamente la copa envenenada? Kierkegaard no nos lo dice jamás abiertamente. Coloca aparte a Sócrates, inclusive cuando habla de los sabios más célebres. Pero esto no cambia nada del hecho: “el mejor de los hombres” se contentó con la actitud del caballero de la resignación, aceptó su impotencia ante la necesidad como algo ineluctable y, por consiguiente, como un deber, y algunas horas antes de su muerte mantuvo todavía mediante sus discursos edificantes “la paz y la calma” en el alma de sus discípulos. ¿Se puede ir más lejos que Sócrates?

Varios siglos después, fiel al espíritu de su incomparable maestro, Epicteto escribía que el comienzo de la filosofía era la conciencia de nuestra impotencia ante la Necesidad. Esta conciencia es también para él el fin de la filosofía. O, más exactamente, el pensamiento filosófico se hallaba para él enteramente definido por la conciencia que posee el hombre de su absoluta impotencia ante la necesidad.

Aquí se reveló a Kierkegaard el sentido de la narración bíblica sobre el pecado original. La virtud de Sócrates no salva al hombre del pecado. El hombre virtuoso es el caballero de la resignación. Ha experimentado toda la vergüenza y todo el horror de su impotencia ante la Necesidad, y aquí se ha detenido. No puede dar un paso más: algo le ha persuadido de que no hay otra parte donde ir y que, por consiguiente, es inútil avanzar. ¿Por qué se ha detenido? ¿De dónde proceden esos “no hay otra parte donde ir” y esos “inútil avanzar”? ¿De dónde vienen esa resignación y ese culto a la resignación? Lo sabemos ya: es la razón la que ha descubierto al mundo pagano el “no hay otra parte donde ir”. El “no se debe” procede de la ética. El propio Zeus reveló esas verdades a Crisipo, y hay que creer que Sócrates y Platón las habían bebido en la misma fuente. En la medida en que el hombre se deje conducir por la razón y se incline ante la ética, los “no hay otra parte donde ir” y los “no se debe” seguirán siendo invencibles. En vez de buscar la única cosa necesaria, el hombre se abandona sin darse cuenta de ello al poder de los juicios “generales y obligatorios” a los que aspiran ávidamente la razón y su obediente sirvienta, la ética.

Por lo demás, ¿cómo suponer que la razón y la ética tienen malos designios? ¿No nos han sostenido siempre y en todo? Velan para que no seamos despojados de nuestro orgullo y de nuestro honor. ¿Podría ocurrírsenos que sus cuidados tenderían a escondernos esa realidad “aterradora” que a cada paso nos acecha? ¿Podíamos pensar que nos ocultarían nuestra impotencia, y la suya, ante la Necesidad? Obligado a reconocer que sus fuerzas son limitadas, el propio Zeus se transforma en caballero de la resignación y no advierte que su impotencia equivale a la pérdida de su orgullo y de su honor, que no es ya un dios todopoderoso, sino un ser tan débil e ínfimo como Crisipo, Sócrates y Platón o cualquier otro mortal. Es evidente que Zeus rebosa de virtud (cuando menos el Zeus que reconocían Crisipo, Platón y Sócrates, el cual no era en modo alguno el Zeus de la mitología popular y de Homero, el que Platón tuvo que reeducar en su República). Y, sin embargo, tampoco él puede hacerlo todo por “propias fuerzas”. Falstaff habría podido también dirigirle su insidiosa pregunta: ¿puedes devolverle a un hombre una pierna o un brazo? Kierkgaaard, que contestó tan coléricamente a Falstaff, plantea también a la razón y a la ética las cuestiones que suscitó el pacífico caballero: ¿podéis devolver sus hijos a Job, su Isaac a Abraham?; ¿podéis dar la princesa al pobre adolescente y darme a mi Regina Olsen? Si sois incapaces de esto, no sois ni siquiera dioses, por más que digan los sabios; no sois más que ídolos, obra, si no de las manos del hombre, cuando menos de la imaginación humana. Dios quiere decir que todo es posible, que nada hay imposible. Así, cuando la razón afirma que la voluntad de Dios es limitada, que Dios no puede traspasar los límites que le han sido asignados por la misma naturaleza de las cosas, no sólo no consigue nuestro amor, sino que provoca un odio profundo, tenaz, irreductible. Por eso hay que suspender también la ética, que se apoya en la razón y la glorifica. Y entonces surge esa cuestión, totalmente desprovista de sentido para la filosofía especulativa: ¿cómo sabe la razón lo que es posible y lo que es imposible? ¿Lo sabe efectivamente? Y, finalmente, ¿existe un tal conocimiento, un conocimiento general? No el conocimiento empírico, basado en la experiencia: esta clase de conocimiento no satisface a la razón; más bien la irrita y ofende. El propio Kant lo dijo. Y Spinoza escribió que ofender la razón es un crimen muy grave, laesio majestatis. ¡La razón aspira ávidamente a las verdades generales, obligatorias, increadas, a las verdades que no dependen de nadie! Pero ¿no será la razón la presa de una fuerza enemiga que la ha hechizado de tal modo, que lo contingente, lo perecedero, le han parecido necesarios y eternos? Y la ética, que sugiere al hombre que la resignación es la más alta de las virtudes, ¿no estará en la misma situación que la razón? También ella es víctima de extraños maleficios: el hombre encuentra la muerte allí donde se le había prometido la salvación y la bienaventuranza. Hay que huir de la razón. Hay que huir de la ética sin calcular por anticipado dónde se llegará. Aquí radica la paradoja; aquí reside el absurdo que se había escondido a los ojos de Sócrates, pero que se revela en la Escritura. Cuando Abraham tuvo que partir hacia la tierra prometida, escribe San Pablo, partió sin saber adónde iba.

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