miércoles

HUGO BERVEJILLO - EL CENTREJÁS



Lo que son las cosas. En aquella época él era rubio, de pelo abundante, tenía los pómulos marcados, y una mirada concentrada, estudiosa, que lo distinguía de los demás de la cancha.
Desde chico, desde siempre, quiso jugar en Peñarol, como otros soñaban con jugar en Nacional, o River, o Lito o Charley.
Él soñaba con ser titular en Peñarol.
Y de cinco.
Tenía que ser de cinco.
Dominando el centro de la cancha, metido entre los entrealas contrarios, cortando el juego rival y organizando el ataque, esperando los rebotes de la defensa contraria y rematando al arco, como hacía aquel Uslenghi en Estudiantes.
Tenía buen físico, era espigado y resistente, corría por toda la cancha, trancaba con fuerza en cualquier minuto del partido, tenía visión para elegir el momento del pase; apoyaba al pie a los entrealas y tres metros adelante a los punteros, a la espalda de los jalvitas. Salía jugando desde el fondo, sin rifar la pelota.
Y siempre quería ganar.
Tenía todo para ser el cinco de Peñarol.
Pero, entonces, en Peñarol estaba Lorenzo.
Lorenzo era un poco más bajo, tenía menos aire, menos piernas y ocho años más. Pero era nada menos que Lorenzo: quite, pase, organización: era el temperamento, el mandón que hacía jugar, el que no quería que su equipo perdiera jamás.
Y era Campeón del Mundo.
Pero él, rubio, corría más, hacía pesar que corría más: exuberaba.
Pero estaba siempre en el equipo suplente.
  
A ver, el sietepulmones: ché, botija: ¿no te animás a jugar de seis?
¿de seis?: pero yo soy cinco; cinco clavado
pero: botija: de cinco está Lorenzo
pero: yo
(y: hay cosas que no se dicen por respeto
él quería decirlas: él marcaba más, corría más, cabeceaba mejor, tenía mejor físico, él se tomaba aquello en serio, y el otro, de a ratos, estaba para la joda, porque era el titular indiscutido
yo soy responsable quiso decir, pero era como decir “más que Lorenzo”
yo corro toda la cancha y termino entero, pero era como decir “Lorenzo está viejo”
decir “yo soy mejor” era decir “saquen a Lorenzo”
y Lorenzo era Campeón Mundial)
  
bueno: de seis
  
Se sobraba, pero jugó de seis. Una, dos, tres temporadas.
  
Un día, lo mandaron buscar de Italia.
  
qué estás haciendo ahí, en la aldea, mi viejo:
esto es plata, Ñato, esto es la vida: canchas de pasto, parejas,
buena casa, buena guita
con tres moñas, sos titular, y en Europa
ya sé: hay porteños en cantidad, pero mirá que juegan menos que allá
con lo que sacás jugando acá te podés hacer la casita allá y te sobra plata; y te la vienen a traer: no tenés que salir a correr a nadie
  
le escribía un viejo amigo de los potreros.
  
Y él vaciló, hizo tiempo, esperó
Y consultó, dejó entrever, mire, me llaman, me ofrecen esto, si yo supiera que aquí: porque yo, pero de titular y no sabía cómo pero al final les dijo.
Y esperó la respuesta como la podían esperar los chiquilines, esperando el premio por saber que lo tenían merecido.
Pero.
Aproveche, le dijeron. Vayasé.
Y salió del vestuario caminando erguido, y erguido se fue a la parada, y así esperó el tranvía Vayasé y viajó y llegó a la casa y saludó y se fue al patio y se sentó y recién al rato, cuando ya parpadeaban las estrellas aproveche fue que sintió el fresco y se miró los zapatos y le molestó la humedad vayasé y la pared rajada y no quiso ver a ninguno de los que fueron sus compañeros, no quiso salir, ni ver a nadie.
  
Vayasé, le dijeron
: a él
  
Fue al cuarto, descolgó el banderín de aquel cuadro donde jugaba hasta ese día y que era el que él quería desde siempre, y lo guardó, doblado en el ropero, debajo de los calzoncillos.
Después se lavó la cara y se sentó a la mesa, a cenar.
-Viejos -les dijo: -me voy a jugar a Italia.
Cuando se fue, subió, anónimo, la escalerilla del barco -gorra, valija y bufanda- entreverado con tanos, franchutes y argentinos, y otros pocos más que iban de vacaciones.
En el camarote, viajó con el winger porteño de Barracas, que le enseñó el truco ciego.
Llegó a Italia, lo probaron, y gustó.
En aquellas canchas, resaltaba su dominio de pelota porque era como jugar sobre una mesa de billar: su estilo tuvo otro brillo; la prensa lo elogiaba todos los lunes, después que la hinchada lo ovacionaba, lo aplaudía, y él, de cabeza levantada, quitaba, eludía, pasaba, y a veces enfilaba un tiro al arco que hacía levantar a las tribunas.
Gente hubo, partidaria, que bautizó al hijo con el nombre de él, y guardaban las fotos de él delante de la heladera. Años, así.
  
Un día sintió que ya era bastante.
Todavía era el mismo, pero ya le costaba un poco más el entrenamiento, los partidos ya se le hacían muy seguidos, al final se le cansaban las piernas, tenía pereza para entrar a la cancha.
Se sentía veterano.
Lo llamaba más una vida tranquila, sin viajar todas las semanas por toda la península: una vida sin sudores ni linimento.
Había contribuido a ganar varios campeonatos para su club, y entonces era todo a lo que podía aspirar. Había llegado a lo mejor, había ganado plata.
Ya se empezaba a aburrir.
Entonces decidió retirarse. Lo despidieron con un banquete, le dieron un premio retiro, una plaqueta con los colores del club, una bandera firmada, lo aplaudieron otra vez, interminablemente, lo acompañaron hasta el barco, lloraron.
Y volvió a su país.
Con aquel dinero compró una casita soleada y cómoda, se gestionó un empleo en un banco que se llamaba igual que el país donde él había triunfado, vio crecer a sus hijos, se compró un automóvil.
Iba a veces a ver jugar a aquel equipo que él había querido tanto, y salía siempre disgustado porque él prefería el juego que se hacía en su época, no el de ahora, que hay tanto paradura; cierto que ahora corren, pero él corría más y con más discernimiento, y antes, a los veinte años ya eran hombres mientras que ahora tenían veinticinco y son como chiquilines, que se hacen echar por desplantes ridículos.
Fue cuando se dio cuenta que ya estaba viejo.
Y siguió envejeciendo -caminaba por la rambla, canoso y algo encorvado, y a veces quedaba como hipnotizado, mirando a los que jugaban al fútbol en la playa, y a veces se sentaba y bajaba a la arena y jugaba él también, a pesar de los años y volvía a sentir aquel vértigo de la juventud, la magia de la pelota en movimiento, de la habilidad para raptarla, secuestrarla a la habilidad del contrario y seducir al marcador con la picardía propia, apilar a los contrarios y hacer pasar la guinda entre ellos, dominar la pelota, adormecerla, entregarla dominada.
O soñar que volvía a hacer todo eso, con las rodillas temblando y sin aliento, con palpitaciones.
Y al volver del trance, conversando, después del picado con todos los integrantes, jamás pudo evitar, porque lo tenía clavado en el alma, cuando le preguntaban adónde había jugado: yo soy Fulano de Tal : jugué tantos años en Italia, en la época en que se jugaba al fútbol. Y ¿sabés una cosa, pibe? : yo debí haber sido el cinco de Peñarol. Lo que pasa es que en esa época, estaba Lorenzo.
Y nunca pudo evitar, tampoco, que los demás comentaran: Bueno viejo: pero: era nada menos que Lorenzo.
Y entonces era cuando se daba cuenta que Lorenzo ya había fallecido, pobre, y que no tenía la culpa de todo aquello, y cuando miraba hacia atrás, a su propia vida y comparaba, era cierto que Lorenzo nunca había ido a jugar a Italia, que no había visto tantas cosas como él había visto, que no había ganado jamás tanta plata como él, y tal vez no lo había aplaudido tanta gente.
  
y ni siquiera sabía que cuando supo que aquel botija rubio se iba para Italia, él, Lorenzo, que era Campeón Mundial, tuvo un momento de amargura, pensando que las oportunidades se le presentaban a los jóvenes, y se había acomodado el pelo con la mano y había pensado qué suerte que tiene ese botija y sacándose las medias y los zapatos, en el galpón viejo que servía como vestuario hacer unos buenos pesitos fuertes para cuando venga el invierno y la malaria doblando la ropa con cuidado, porque tenía la plata justa para el tranvía, la envolvió en unos diarios por si acaso, porque el techo se llovía a mí ya no me dan las patas y salió a la cancha a ver cómo zafaba al rigor del entrenamiento.
  
Y al final, cuando al que fue el botija rubio le dio el infarto, ya con ochenta años cumplidos, en la ambulancia que lo llevaba a la mutualista, antes de que le inyectaran el calmante, le estaba contando al médico todavía broncado por la injusticia: yo tenía que haber sido el cinco de Peñarol. Pero estaba Lorenzo.

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