lunes

JOSÉ LEZAMA LIMA


LA EXPRESIÓN AMERICANA


SÉPTIMA ENTREGA


PRÓLOGO DE IRLEMAR CHIAMPI


LA HISTORIA TEJIDA POR LA IMAGEN (6)


Los orígenes y la modernidad: Lezama versus Hegel

Un examen más preciso de la dimensión crítica de La expresión americana no puede pasar por alto el hecho de que Lezama monta un esquema conceptual que, si bien deriva de su obra anterior, ahora se encuentra decididamente articulado para contestar el hegelianismo. En casi todas sus premisas teóricas -la visión de la historia como ficción dirigida por el logos poético, la nueva causalidad del contrapunto antihistoricista, la era imaginaria como vivencia metafórica, la naturaleza como “espacio gnóstico”- es visible la ruptura epistemológica con la lógica y el historicismo de Hegel. En la aplicación de esas premisas el hecho americano -que aparece como la exhibición del eros cognoscente (y no del espíritu objetivo)-, no es menos visible esa postura deliberada.

Un empeño tal en constituir una especie de “dialéctica de los sentidos”, en cuya exposición Lezama alude tantas veces, subliminalmente, al filósofo alemán, suscita algunas indagaciones. La primera, la de la propia motivación de esa vehemencia contra Hegel. La respuesta inmediata, la más obvia, pasa por la posición eurocéntrica de la construcción histórico-dialéctica de las Lecciones, ya referida aquí. En aquella línea evolutiva, perfecta y orgánica, no podía caber el mundo americano con su extrañeza humana y natural, con sus raros animales, indios y flora. “América se ha revelado siempre y sigue revelándose impotente en lo físico como en lo espiritual” (Lecciones, p. 172), decretó allí Hegel, coherentemente, dentro de un sistema que debía, por su apriorismo, expeler del escenario de la historia universal ese cuerpo extraño que es América.

En los capítulos primero y último de su ensayo Lezama repasa con irritación y rebate con ironía los argumentos desdeñosos de Hegel sobre el Nuevo Mundo, que lo remitían a un futuro dudoso, inclusive en cuanto a su potencialidad para ser invadido por el espíritu (europeo). Pero si Lezama se ocupa tanto en su contrapunto analógico en demostrar que América venía reinventando y sumando fragmentos de las eras imaginarias europeas (principalmente), ¿qué sentido tendría recusar al hegelianismo por eurocéntrico? Más allá de eso, la visión negativa que manejaba Hegel, en el primer tercio del siglo XIX, estaba puntualizada por loci comunes de una polémica -como comprobó Antonello Gerbi- que había sido generada por las tesis naturalistas de Buffon y De Pauw. Hegel expresaba concepciones sabidamente generalizadas entre sus contemporáneos, entre estos el propio Kant. El contraataque de Lezama, en 1957 (considerando que las Lecciones aparecen en español en 1928) sería, por lo menos, un anacronismo si recordamos, además, que Alexander von Humboldt había ridiculizado, en su momento, la arrogante condenación hegeliana.

La irritación de Lezama contra Hegel es, sin embargo, sólo la superficie emocional de su posición crítica, cuyas raíces están, desde luego, en el propio sistema poético que articula su posición epistemológica. Pero esas raíces envuelven también motivaciones ideológicas que no sólo sustentan el diseño del devenir americano, sino que, además, a través de él reivindican la modernidad de una determinada tradición de la cultura europea. Veamos si es posible deducir estas motivaciones de la probable lectura que Lezama hizo de las Lecciones, inclusive con la meditación de otros textos -sin pretender explicar aquí en su grandeza el pensamiento de Hegel- para intentar iluminar la amplia teoría de la cultura que subyace en La expresión americana.

En las pocas páginas que Hegel dedicó al nuevo Mundo en sus Lecciones es notoria su visión negativa del catolicismo, al que señala como la causa del caos político, de la inestabilidad de las instituciones y de la violencia en la América del Sur en aquellos años (que eran los de las guerras de Independencia). Los católicos, piensa Hegel, no desarrollan aquella “confianza mutua” que entre los protestantes fomenta la ética del trabajo y la moralidad en las relaciones sociales (cf. p. 177). Consecuentemente, esa América parecía poco apta para el florecimiento de la razón y la libertad, requisito para la aparición del espíritu. Lezama, como católico, no debe haber leído con aprobación ese balance de los efectos de su fe religiosa en la colonización, hecho por el protestante Hegel. Pero sería pedestre concluir que la reivindicación lezamiana se su América pasase solamente por una beatería católica. En este casi no habría incluido como parte de su diseño del devenir americano aquella América del Norte (protestante) que representan Melville y Whitman.

Esa inclusión, que ya señalamos como innovadora en el cuadro del discurso americanista, se explica, sin embargo, por el mismo rechazo al hegelianismo. En las Lecciones, después de anotar sumariamente los disturbios causados por el catolicismo en la América del Sur, Hegel lo contrasta con el protestantismo en la América del Norte. Pero ni éste se salva allí. Observa que si bien esa fe fomentó en los Estados Unidos la ética del trabajo, en cambio se relajó espiritualmente, permitiendo la “vigencia del sentimiento” y una caprichosa proliferación de sectas. En estas, añade, los servicios religiosos son proclives “al éxtasis” y a los “desenfrenos sensuales”. “En América del Norte reina el mayor desenfreno de las imaginaciones”, remata Hegel, comparando el delirio de ese protestantismo (léase: anglicanopuritano) con la unidad religiosa firme y sustancial del protestantismo europeo (léase: germánico) (cf. pp. 177-178).

Lo que Lezama ciertamente retuvo de esos argumentos diferenciados, pero igualmente desdeñosos para las Américas, fueron las implicaciones que el germanismo de Hegel traía para marcar las tensiones de Occidente y para situar el Nuevo Mundo en la corriente de la historia universal. Ese germanismo aflora, de modo evidente, en otros pasajes de las Lecciones. Si Hegel consideraba a Europa como “absolutamente el término de la historia universal” (p. 207), lo hacía coincidir, en tanto perfectibilidad, con el mundo germánico. En su concepto de evolución (principio mal recibido, dice, por el catolicismo), es la época germánica (por antonomasia, allí, el mundo cristiano) la que corresponde a la cuarta fase, la de la “conciliación del espíritu negativo con el subjetivo” (p. 126). Y, luego, en su división de la historia universal es, previsiblemente, el mundo germánico “la forma” por excelencia, que se presenta como “el imperio del verdadero espíritu” (p. 217).

No es improbable que Lezama leyera estas postulaciones como una manifestación del etnocentrismo que recién mostrara sus efectos trágicos en la segunda posguerra. Pero el punto crucial es que ese germanismo apuntaba para una crisis de valores en el mundo occidental, implícita en el mismo historicismo hegeliano: si la cristiandad germánica (la de la reforma) representaba en él el eje de Occidente (moderno), la otra Europa, la del sur, constituía su faz más antigua y superada. El mismo Hegel señala que el sur de Europa es el exteatro de la historia universal, desde que Julio César franqueó los Alpes, en una hazaña viril que superó en importancia a aquella “juvenil” de Alejandro Magno (que vinculó Occidente y Oriente), en lo que fue el comienzo de la historia universal (cf. pp. 181 y 205).

Sería redundante proseguir enlazando argumentos para comprobar lo que ya está claro: el rechazo lezamiano del historicismo de Hegel es el correlato de su reivindicación -vía América- del núcleo genealógico de Occidente. La vieja Europa, la que nace de la incorporación de los grandes mitos y religiones de oriente por el cristianismo primitivo, aquella que preservó la tradición grecorromana (y con esta el mundo pagano), es la cultura paradigmal, la matriz de los imaginarios de la cultura americana. Ese Occidente primigenio -mundo de los “orígenes”- no es, desde luego, el origen, en sentido metafísico, destituido de logos o relación. Es el origen en sentido histórico, el locus ancestral, donde se configuró el “protoplasma incorporativo” que la nueva era imaginaria de América hace resurgir con su eros cognoscente.

Los recortes que hace Lezama en la cultura europea para tejer sus contrapuntos analógicos remiten, notoriamente, a los imaginarios de ese Occidente: los lienzos de los maestros flamencos del siglo XV, Van der Weyden, Van Eick o Simone Martini invocan el último florecimiento de la Edad media, las teogonías indígenas o el Diario de Colón remiten a la era provenzal; a su vez, la era carolingia figura como ejemplo privilegiado de la “imaginación hispostasiada”; el barroco americano se afilia al mediterráneo; los curas que actuaron en la colonización y la independencia restituyeron “el recto espíritu evangélico” del primer cristianismo; José Martí -figura clave del devenir americano- representa la retoma del mundo órfico-mediterráneo; la verba criolla y popular en el siglo XIX desciende de los juglares y del romancero, etcétera.

Y, finalmente, ¿a qué alude el “espacio gnóstico” americano sino a la corriente teológico-filosófica que representó la fusión del dogma cristiano con las tradiciones judaico-orientales y el platonismo, allá en los orígenes de la cultura occidental?

Una reivindicación tal recubre, sin duda, las profundas tensiones que han fracturado la unidad del mundo occidental, desde su formación en el año 1000 hasta la actualidad. En un libro de Alfred Weber tan monumental como comprensivo, Kulturgeschichte als Kultursoziologie (de 1935, y en la traducción española, Historia de la cultura, de 1941), Lezama pudo comprobar por el análisis sociohistórico cómo esas tensiones han demarcado constelaciones geográficas variables, modeladas por el mundo antiguo grecorromano. Para Weber, en líneas generales, la primera división entre el norte (Alemania) y el sur de los Alpes (Italia) se mostraba por la preservación, en éste, de la tradición antigua y por su desvanecimiento en aquel (cf. p 263); entre 1500 y 1800 ese “conflicto originario” culmina en la división de la cristiandad; al este, el sector protestante; al oeste, el sector católico. La ruptura provocada por la Reforma y luego acentuada por la Contrarreforma permite ver, según Weber, los dos tipos de hombre occidental (cuyo interés para el americano arquetípico de Lezama es evidente): “al hombre protestante le falta la vinculación densa y perceptible por los sentidos con un mundo de símbolos visibles; le falta la materia vital configurada por la fantasía como una realidad múltiple en este mundo y en el otro (…). En el hombre protestante desaparece la dimensión simbólica sensible, que fue conquistada en la Antigüedad y conservada en el Cristianismo católico” (p.336).

Más significativa aun que esta contraposición psíquico-estética es la contraposición filosófica que va a resultar de ese conflicto originario, al término de la era moderna (1500-1800). Con la revolución francesa dos frentes antagónicos, Inglaterra y Francia por un lado y Alemania por otro, diseñan la línea divisoria en la unidad racionalista de Occidente: por un lado la concepción francesa (del ‘hombre geométrico”, cartesiano), junto con la concepción anglosajona (la del individuo como puritano), ambas orientadas por la idea de la libertad para crear las dimensiones vital y político-social como una suma de voluntades; y por el otro la concepción del idealismo alemán que, contrariamente, somete al individuo a una entidad objetiva y a priori, que está por encima de él y que no depende de su voluntad. Esta entidad intelectualista, trascendente, superhumana, es la que Hegel presenta como el espíritu objetivo, bajo el ropaje dialéctico de tesis, antítesis y síntesis, y en forma concreta en la historia. Así vemos el peso de la filosofía hegeliana para marcar las tensiones de Occidente en el momento crucial del surgimiento de la modernidad: el nuevo dios hegeliano -el logos metafísico- se contrapone al dios racional e inmóvil de los demás países occidentales (España inclusive, claro está), insertándose en todos los procesos y hechos cotidianos mediante el proceso del autodesarrollo.

Es esta contraposición señalada por Weber (cf. 404-405) -a la que alude Lezama tan sumariamente en el último capítulo, ya en sus ataques finales a Hegel- la que nos ayuda a entender la base filosófica que subyace a la estructuración de La expresión americana, desde la centralidad estratégica del barroco hasta la inclusión de América del Norte (excesivamente imaginativa, conforme a Hegel). Los angloamericanos (puritanos) y los latinoamericanos (católicos), al compartir por sus tradiciones de origen europeo la misma concepción de un Dios infinito, aparecen en la misma era imaginaria lezamiana, precisamente por ser esta opuesta al deber ser de la teología secularizada de Hegel.

Sería erróneo concluir, a partir de lo esbozado aquí, que La expresión americana implica una perspectiva regresiva, arcaizante, por vincular el hecho americano al Occidente primigenio o a su continuidad y auge en el período seiscentista-setecentista, período que hoy quedó relegado a la condición “premoderna”, a partir de interpretaciones que valorizan como “modernos” solamente los productos culturales que lo sucedieron y “superaron”. El mensaje crítico más contundente del ensayo lezamiano radica en la crítica a la interpretación causalista y mecánica de la progresividad de los estilos artísticos, crítica que Lezama compartió, por cierto, con Cintio Vitier en su balance final de Lo cubano en la poesía (pp. 579-580). El mensaje de Lezama, más radical, proyecta la valoración de aquel Occidente primigenio, repasado por la era barroca, como el núcleo de una modernidad legítima. En su revisión del barroco colonial -visto ya como un “neobarroco” por su sentido crítico de contraconquista- y sus proyecciones en la época contemporánea- (en aquel banquete transhistórico que referimos) comprueban la perspectiva crítica de revisión del concepto de modernidad estética.

Esto se comprueba de un modo aun más cabal en la apreciación que Lezama teje en torno a las figuras más expresivas de los años veinte y treinta. Picasso, Joyce y Stravinski son vistos como una “secreta continuidad” de aquella cultura placentaria, por detrás de lo “frenético” y “destemplado” de sus innovaciones estéticas. Evidentemente, el propósito de Lezama no es rebajar la importancia de las búsquedas vanguardistas. Por el contrario quiere señalar que la astucia de esas búsquedas exitosas consiste en “pellizcar en aquellas zonas del pasado donde se habían aposentado viveros de innovaciones”. De ahí que Picasso sea el artista que ilustra el paradigma de la modernidad estética y que le permite a Lezama, de modo implícito, reivindicar la legitimidad del devenir americano, que desde su origen en el barroco se ha mostrado como una “suma crítica” de las tradiciones fundadoras de Occidente.

Son muchas las lecciones que nos ofrece Lezama en ese ensayo magistral, imprescindible para la reflexión presente y futura sobre la cultura latinoamericana. Pero es inevitable que una de ellas nos enseñe a ver, en su diseño del devenir americano, la imagen del propio autor. En él Lezama se mira para reconocer, en la poiesis demoníaca de sus poemas, artistas, personajes mitológicos e históricos preferidos, la marca de su ejercicio escritural, esa suma barroca que sigue renovando en la poesía, el ensayo o la ficción la literatura hispanoamericana con la radicalidad de una invención formal  que recupera los fragmentos aditivos de nuestros imaginarios ancestrales.

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