TIERRA
No hubo tiempo para sentir dolor. Estaba desnuda, pegada al suelo negro, de cara al sol. Mis dedos empezaron a extenderse como raíces, los brazos y piernas les siguieron hasta anudarse en una sensual e impenetrable muralla con los árboles. Los cabellos se entrelazaron con los arbustos traviesos; jugaban con el viento para crear sonidos nuevos. Sonidos de amantes prohibidos, de niños llorando, de madres y padres con el corazón abierto, de pueblos enteros con el alma herida por unos cuantos que abusaron de ellos. De mis senos empezaron a emanar ríos de leche fresca y todos los animales fueron acercándose a sus riberas para alimentar a sus crías, mas poco a poco fueron muriendo bajo los efectos nefastos del veneno acumulado en la savia que en otros milenios fue vida. De mi boca salían ecos del llanto del mundo, el reclamo de las profundidades de un orbe revolcándose en sus propios gemidos. El retumbo de un orgasmo milenario sacudió cada uno de mis sentidos. Las contracciones en el vientre; la luz opaca casi imperceptible por un velo de humo bajo un cielo alguna vez azul. El olor fétido de la podredumbre que salía de mis entrañas después de parir millones de semillas esparcidas hasta los confines del universo buscando espacios fértiles que jamás encontraron. Entonces comprendí que yo era la tierra misma y lloré.
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