martes

MORIR CON APARICIO


HUGO GIOVANETTI VIOLA

VIGÉSIMOCUARTA ENTREGA

TERCERO (4)


Dijo el muchacho a la moza: Desde el comienzo te vi / en el sueño, en la vigilia / como un jazmín del país. / Perfume de la alta noche / pequeña flor constelada / en el patio con aljibe / y en mi corazón guardada. Eso me lo cantó: fueron los versos más hermosos que nos cantó en los meses que nos conocimos. La ventana enrejada de Magdalena Tomillo sólo había sido visitada -hasta el momento de la aparición de Justo- por un par de galanes fernandinos que repetían los mismos estribillos en cada serenata. Me cantaron los dos esa coplita zonza donde rima el donaire con el clavel del aire y no sé que otra cosa: pero lo peor fue que cualquiera de ellos ya había desparramado la dichosa coplita por todos los balcones de las muchachas casaderas que yo conocía. Hasta que en el momento de la aparición del Romeo saravista hermano de Sabino (lo que podía considerarse como el colmo de la mala suerte, pensaba Magdalena) doña Luz ya rezaba para que su única hija no quedara soltera, y eso contribuyó a desbaratar de entrada el escándalo previsible. Mi padre y mis hermanos no me hablaron por una o dos semanas, y allí quedó la cosa. En realidad, doña Luz no hizo más que moverse socialmente con la increíble eficacia de una matrona -bienintencionada o no- que defiende un casorio. Pero yo temblé siempre por la guerra. Justo le hablaba poco a la muchacha de sus ideas políticas, aunque más de una vez ella le vio relampaguear los ojos cuando la serenata perdía el hilo melódico y él seguía recitando cuartetas o tercetos donde se entretejían las palabras libertad y justicia con los versos de amor. La última noche pasó algo parecido. “Yo me voy con Aparicio” dijo Justo de golpe: “Sé que otra divisa labran tus manos, y llevarán los varones de esta casa. Yo me voy con Aparicio, pero mírame a la cara: que lo que voy a decirte se dice una vez y basta”. Entonces me besó. Magdalena Tomillo dejó de oír las dianas durante la fracción de tacto intemporal que los hizo reinar a cada uno por siempre en la carne del otro. Me murmuró el te quiero y enseguida agregó con los ojos cerrados: “Sólo una cosa podría detenerme: una palabra. Di que me quede y me quedó, jazmín del país, muchacha”. Magdalena sacó los pechos de la reja. De golpe me miró otra vez y me asusté, porque parecía otro. Entonces Justo fue a calmar al caballo y se volvió a plantar frente a la imagen triste que bajaba su rostro dentro de la hornacina. “Podés hablar” me dijo: “Decidite y hablá, porque me están llamando”. Ella lo miró a los ojos, pero no le dijo nada -y nada dijo después, cuando cayó con Saravia. “Adiós” murmuró Justo, tratando de besarme otra vez. “Ya no se oyen las dianas” advirtió la muchacha ofreciendo una flor en lugar de su boca a través de las rejas: “No me escribas: volvé”.

La primera veza que Magdalena habló con su sobrina Natacha habían pasado siete lustros de la guerra de 1904. Fue después del entierro de tía Julia. Magdalena Tomillo tenía sesenta años y era la mejor enfermera del hospital de San Carlos, donde empezó a trabajar al morirse su padre. Se murieron los tres en pocos años: primero Priscilla, después mamá y enseguida papá. El día que la irlandesa se atoró fatalmente chupando un caramelo Guillermo cumplía la mayoría de edad y la veló con desesperación -como nos despedimos del primer animal poco menos que humano que nos enamoró. Y al volver del entierro me anunció sin preámbulos que iba a hacerse lobero. Guillermo remontó varias zafras completas en la Isla de Lobos (en aquel tiempo se hacía una sola zafra anual, desde mayo a setiembre) y perdió las falanges superiores del índice derecho y el anular izquierdo, estragados por la grasa. Pero también perdió la mirada espantosa de los primeros años, cuando se encerraba a esperar el otoño en el cuarto de arriba -donde ya había empezado a dibujar, sin comentarme nada- y al salir a la calle ponía ojos de asesino. Guillermo era querido y respetado en Lobos, aunque no tenía amigos íntimos. A mí no me contaba nunca lo que hacían en la isla, pero una vez me dijo que el farero era un astrónomo sueco que jugaba ajedrez y leía sin parar (dijo que casi todos los loberos lo trataban de loco porque de vez en cuando se pegaba unas vueltas carnero por el pasto con la misma frescura con quien sale a estirar las piernas a la plaza) y yo respiré hondo. Hasta que llegó el viaje que tuvieron que hacer a Montevideo cuando murió don Pedro en el año 34, para solucionar asuntos de la sucesión. Guillermo se hechizó con una conferencia de don Joaquín Torres-García y decidió alquilar una pieza en el puerto y quedarse a pintar: entonces yo me presenté como voluntaria en el hospital de San Carlos. La tarde que Magdalena visitó a su sobrina por primera vez no demoraron mucho en confesarse. A veces nos reíamos, como cuando Natacha me dijo de golpe: “¿Tu cuñada y tu madre: las dos paralíticas? Me ganaste por una, tía. Aunque mi abuela Julia valía por media docena, te puedo asegurar”. (Natacha atravesó cerca de cuatro lustros engrillada a la descomposición de la vieja miasténica que se hacía maquillar desde temprano y perdía los estribos cuando el anochecer inundaba La Torre: entonces obligaba a su nieta a escuchar las versiones de un asqueroso pasado de puta que soñaba tener empecinadamente.) Yo conocía bastante bien la historia del importador francés que se comprometió con mi sobrina durante el carnaval de 1919 y la hizo recuperar el habla de repente, aunque nunca volvió del último crucero para formalizar el casamiento. Sin embargo Natacha había empezado a vestirse de luto unos cuantos años antes de la muerte de su abuela, cuando sacó la conclusión de que su hombre volvió pero fue asesinado y enterrado en la Isla de Lobos. Me lo contó esa noche, entreabriendo el baúl forrado con pieles de lobo (y bordado con una inscripción en francés) que le regaló el hombre para guardar su ajuar. Un gato gris y blanco -Dominique II- hizo una rápida sesión de equilibrismo por el filo espumoso del baúl donde morían los trajes hechos para la dicha. “Otros podrán” murmuró mi sobrina: “Así decía papá. Me parece que voy a empezar a estudiar en serio la guitarra. Pero hace falta tanta fuerza para-”. “Si lo sabré” le dije. Natacha subió el rostro en la marea lunar y lloró mansamente, hasta quedar irisada por el reptar baboso de la infelicidad. Yo me acordé de Justo, como casi todas las noches en el hospital. (Magdalena Tomillo ya no se emborrachaba para aguantar el vértigo: ahora fumaba cigarrillos rubios cuando olfateaba a solas el alcohol curativo y entendía sin horror que en cada vida a oscuras agoniza todo. “La cuestión es velar” me gustaba decirle a Justo: “Porque vos no te fuiste para morir peleando contra los gubernistas. Vos te fuiste a morir peleando contra esto”.) Magdalena prendió una lámpara de pie y agarró a su sobrina por los hombros para hacerla sentar arriba del baúl: le sacó las horquillas y la volvió a peinar exactamente igual que como estaba antes. “Así hacíamos con ella cuando nos aburríamos. Con tu madre” le dije, viendo cómo se le aterciopelaban los ojos en el espejo del aparador.

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