LA EXPRESIÓN AMERICANA
QUINTA ENTREGA
PRÓLOGO DE IRLEMAR CHIAMPI
LA HISTORIA TEJIDA POR LA IMAGEN (5)
La imagen de América
Señalamos, al tratar del contrapunto analógico, que Lezama construye una “fábula intertextual” que compendia el devenir americano como una era imaginaria que suma y transforma fragmentos de otros imaginarios. Pero ese devenir, producido por el diálogo entre los textos americanos y los de otras culturas, es tan sólo el trabajo del crítico al registrar las semejanzas y las diferencias entre ellos. ¿Dónde queda, pues, la “visión histórica” anunciada como proyecto en la apertura del ensayo?
En otro plano de la estructuración del ensayo, que podemos llamar sintagmático, Lezama construye una “fábula intertextual” en la que la serie de los contrapuntos forma un relato de nuestro devenir. Esta estrategia, ahora del ensayista como narrador, imprime una notable forma estética a la argumentación al mostrar cómo los propios textos americanos dialogan entre sí, al tiempo que homologa aquella hipótesis de que toda historia es ficción. Así, de los mitos cosmogónicos, crónicas, ritos sociales, literatura, biografías, artes o política, Lezama extrae una constelación de personajes ejemplares, verdaderas dramatis personae del devenir americano. Son, muchas veces, personajes oscuros, olvidados o marginales -que ninguna historia oficial se atrevería a incluir-; otros son personajes solares, aunque focalizados por su lado secreto o menos evidente.
En la apertura de la fábula figuran dos personajes emblemáticos que profetizan nuestro devenir: los Héroes Cosmogónicos, Hunapú e Ixbalanqué, del Popol Vuh, que bajan a los infiernos, luchan contra los señores de Xibalbá y tras muchas derrotas alcanzan la victoria definitiva con las astucias de su arte mágico-lúdico para liberar a la humanidad y crear el nuevo estatuto de la tribu. En el segundo momento, aun de la apertura, lucen los refinados Artistas Aztecas de la embajada de Moctezuma enviada a Cortés, que hechizan doblemente a los españoles -primero con el esplendor de sus regalos y luego con las pinturas de carácter mágico que ejecutan de la soldadesca conquistadora.
El núcleo de la fábula tiene como protagonista al Señor Barroco, quien ocupa definitivamente el espacio americano para realizar un espléndido ideal de vida. Su perfil suma la tensión de la contraconquista en la estética barroca, que en las artes y en las letras realizan la curiosidad faústica de Sor Juana Inés de la Cruz y don Carlos de Sigüenza y Góngora, los excesos luciferinos del neogongorino Domínguez Camargo o las tallas del sombrío Aleijadinho y del plutónico indio Kondori.
En la secuencia del gran sintagma surge el Rebelde Romántico, encarnado ora por el pícaro fugitivo Servando Teresa de Mier, ora por el sulfúreo Simón Rodríguez, ora por el metamórfico Francisco de Miranda -los tres trotamundos, conspiradores de la Independencia, cuyos azarosos destinos culminan en la imagen de José Martí-. En otro episodio de la gran aventura romántica pone en escena al Poeta Popular y al Señor Estanciero que, en la sátira hiriente o en la alegría matinal de la poesía gauchesca -de un Hidalgo, de un Hernández-, ilustran la jubilosa reinvención del idioma castellano con la expresión criolla. En el epílogo de la fábula interviene el Hombre de los Comienzos, con el dúo norteamericano Melville y Whitman, que retorma la arcaicas tradiciones teológico-filosóficas griegas, con el descenso a los infiernos y la liberación del cuerpo. Como el inicio de los Héroes Cosmogónicos, reaparece la vivencia metafórica del Apocalipsis y la Redención.
Salta a la vista en esta circularidad del sintagma -el epílogo reproduce el comienzo, en nueva versión-, que Lezama aplica ahí su concepto de la historia y de la cultura como era imaginaria: esta no evoluciona como el logos hegeliano y tampoco se repite como el organismo biológico spengleriano. La nueva causalidad que el sujeto metafórico imprime allí muestra, una vez más, una forma en devenir -o sea, lo que va siendo, lo que es re-currente, que es semejante al ser distinto, justo como una metáfora.
Las diferencias entre los Héroes Cosmogónicos y el Hombre de los Comienzos, pasando por el Señor Barroco y su séquito, derivan de las variantes de época, regionales o sociales, del universo cultural americano, pero no ocultan la constante que atraviesa toda la fábula intratextual de Lezama: todos los actores realizan lo que podríamos llamar poiesis demoníaca: todos son hacedores o artífices de un tipo de imaginación -aquella que el contrapunto marcaba como una “suma crítica”, ahora, en esa fábula, asociada al demonismo. La abundancia terminológica de Lezama, relativa a los demoníaco (fáustico, sulfúreo, plutónico, luciferino, etc.) comprueba su intención de tejer la imago del hombre americano con una red de imágenes que recortan las astucia y la magia, la curiosidad y el placer, la apetencia y la devoración, la rebeldía y la libertad, la malicia y el ingenio.
Concluir que esa imagen procede de la concepción romántica sería reducir a una sola dimensión (la del individualismo) el complejo devenir demoníaco allí diseñado. Tampoco es simplemente cristiana, puesto que esa figura atraviesa todas las literaturas y culturas para perderse en el fondo mítico de la historia. Lo demoníaco para Lezama no es otro sino el Eros relacionable o Eros cognoscente, término que, a lo largo de su obra, significa la poesía por antonomasia. Es muy probable que esa imagen esté calcada de aquella que el Génesis recoge de antiquísimas tradiciones orientales -y que ilustra también el Prometeo griego-: la del Príncipe del Mal, que busca el conocimiento, inaugurando la vinculación de la ciencia con el placer. No es menos interesante señalar que el americano arquetípico de Lezama reaparece en su novela Paradiso (1966), en la figura de Oppiano Licario, el poeta-mago, portador del saber poético, que realiza la hazaña prometeica con la entrega de la imagen a José Cemí.
Son diversas las innovaciones que la fábula lezamiana aporta para brindar un mejor conocimiento del hecho americano. Desde luego, el americano paradigmático de Lezama se contrapone a aquel Ariel diáfano y etéreo, en quien Rodó identificó a América (Latina). También es opuesto al novohispano que Octavio Paz imaginó patético, dilacerado y solitario, en tanto producto de la violación fundamental de México. Desprovisto de la solemnidad interpretativa de los ideólogos del americanismo y sin optimismo enajenante, Lezama pinta su americano como una suerte de Calibán: irreverente, corrosivo, rebelde y devorador (y en esto más próximo al antropófago que sirvió a Oswald de Andrade para metaforizar el modo de ser brasileño). En el Calibán demoníaco de Lezama prevalecen, a pesar de las tempestades de la historia, el deseo del conocimiento ígneo y la libertad absoluta.
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