martes

MORIR CON APARICIO



HUGO GIOVANETTI VIOLA

VIGÉSIMOTERCERA ENTREGA

TERCERO (3)

CUANDO el sueco Jonás vio a don Pedro Tomillo recortarse en el oro transparente del mediodía abrileño para entrar en la iglesia del brazo de su esposa, sintió que Magdalena debía estar esperándolo. Se levantó de un salto. Había estado sentado desde el amanecer en la plaza desierta y apelmazada de hojas amarillas que se pudrían girando sobre los polvorones arenosos. Casi no había dormido: esperó la salida del sol mateando en la cocina del Inspector Camacho prácticamente a oscuras, entre el evanescente bermellón de las brasas y el resplandor del hemisferio austral que aprendió a descifrar a bordo del Ciudad de Santander y ahora desmenuzaba sobre los pizarrones de la Escuela Ramírez. Estaba recordando a Sabino Regusci. Recordaba la noche anterior a la procesión de la Virgen del Carmen, cuando el muchacho se cobijó en la chacra de Punta Ballena junto con Lucas Rosso y Jonás le explicó que el sol era una estrella y que por lo tanto estaba condenado a apagarse: Sabino le retrucó enseguida que él no creía en esas bobadas, pero empalideció como si lo incrustaran en un vitral macabro. Apenas tuve tiempo de arrepentirme, pensó el sueco sonriendo. Porque ese mismo día lo vio resucitar detrás del moño áureo de Carolina Tomillo, arrodillado sobre uno de los bancos de la catedral enjoyada por la colocación de la Virgen del Carmen. Y a las pocas semanas -cuando el muchacho abandonó San Carlos para conchabarse en la chacra de Punta Ballena- supe que era un hombre perfecto. Las últimas noticias que tenía de Sabino me las había dado Lucas Rosso el primero de año, antes de irse a la guerra. Yo me pasé toda esa tarde en el Café de Stuart, mirando con tristeza el amontonamiento de las milicias de Juan José Muñoz: había tantos borrachos zangoloteándose sobre el serpentinaje de la noche anterior, que aquello parecía un simulacro de batalla carnavalesca antes que una reunión de División del Ejército Nacional Revolucionario. Lucas apareció al atardecer y se sentó en mi mesa para esperar a Justo. “¿Se quedará en amague el alzamiento nomás, como el año pasado?” me preguntó de golpe. “No creo” le contesté: “Me parece que este señor Batlle y Ordóñez no hace pruebas dos veces”. Lucas se puso fiero. Yo pensé en la patriada del 97 -el desgarrón que me obligó a ponerme al día con la historia del pueblo donde encontré mi nombre y mi oficio legítimos- y sentí que esta guerra iba a ser tan distinta que hasta se podría hablar (dentro de mucho tiempo) del desencuentro armado menos inevitable y a la vez más irónico que hayan desencadenado en el Uruguay dos verdaderos líderes. Lucas volvió a San Carlos con la gente del Coronel Muñoz, después de despacharme un mensaje rabioso para Justo Regusci. “Si viene por acá digalé que los indios del General Aparicio no pueden darse el lujo de esperar a que cada romántico termine su serenata de despedida” ladró sacando un patacón para pagar las cañas. “No mijo” dije: “No. Ni permito que pague ni acepto trasmitir un mensaje textual y todavía grosero. A propósito: ¿qué sabe de la vida de Sabino Regusci?”. Lucas bajó los ojos. “Recibí carta suya hace un par de semanas” murmuró entreparándose para salir: “Tienen una hija mujer y perdieron unos mellizos, parece. Y hasta me da la sensación de que Carolina ha de estar tuberculosa. Pero le puedo asegurar que ellos son más felices que todo San Carlos y Maldonado juntos: basta con leer la carta para darse cuenta de eso”. “Me imagino” le dije. “La carta no se la muestro a nadie. Disculpe don Jonás” siguió porfiando Lucas. “Yo no le pedí nada” retruqué: “Suerte, mijo. Y que Dios lo acompañe”. “¿Dios?” ladró Lucas: “¿Dios?”.

Jonás cruzó al Café de Stuart con la firme intención de apurar una caña de La Habana para darse coraje. Pero después pensó: No le puedo dar una noticia de estas a una muchacha como Magdalena con olor a borracho. Entonces se le ocurrió enseñarle a Juan Stuart a preparar un grog. Cuando bajó la cara sobre la superficie del segundo grog que humeaba en el estaño, el sueco atravesó las oleadas del miedo para hacer que el reflejo de sus ojos radiantes nadara en la dulzura del té y el ron mezclados. Tuvo la sensación de bucear por el fondo silencioso y dorado de la desgracia trasmutada en gracia (era maravilloso transportar calle abajo el dolor de la muchacha: ser ella antes que ella, ser otro antes que él). Después se llevó el vaso a la mesa del rincón donde estuvo sentado con justo Regusci el primero de año. Seguí mirando el grog y recordé al muchacho, facción por facción. Se parecía a Sabino, aunque no era tan alto ni tan iluminado. Cuando me confesó la intención de casarse con Magdalena Tomillo dijo rápidamente: “Si no vuelvo, hay testigos”. Y me miró a los ojos. Así que esa mañana dejé el segundo vaso intacto en lo de Stuart y arranqué calle abajo a las zancadas, porque ahora tenía miedo de haberme demorado mucho. Jesús veía crecer la Torre del Vigía como una cresta blanca incrustada en el mediodía abrileño mientras se iba acercando a la Plaza del Recreo. No pensó qué decir. Golpeó sólo una vez con la aldaba de bronce y esperó proyectando su sombra gigantesca en la puerta raspada por los vientos oceánicos. La llave y el pestillo se movieron despacio, pero de golpe la silueta del sueco enlutó doblemente a la muchacha (que abrió de un tirón): él se sacó el chambergo y bajó la cabeza sin hablar. Ella lo miró fijo hasta que un ramalazo de humedad le despojó los ojos de la última esperanza. “¿Cuándo fue?” preguntó. “En la batalla de Paso del Parque” contestó Jonás: “Pero además quería decirle-”. Ella empezó a retroceder por el zaguán con las manos trenzadas: el sueco la siguió unos pasos y después se detuvo. Pobre hombre, pienso siempre: ni lo volví a mirar. Me fui corriendo al cuarto y ni siquiera alcancé a agradecerle que hubiese esperado a que mis padres no estuvieran en casa. Entonces pude tocar el piano por mi hermano y por Justo como correspondía, sin miedo a los escándalos. El sueco escuchó a Bach durante unos compases y se dio media vuelta para irse, pero Priscilla apareció en la puerta del salón con la cara chorreada por babas de colores. “Take my doll” murmuró señalándose la pequeña barriga. Jonás no pudo más y estuvo en dos zancadas (y un portazo) en la calle, ya vaciado hasta el asco del embrujo dorado de los grogs. Guerra de mierda, pensó al volver mordiéndose el bigote a la plaza San Fernando.

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