miércoles

ROBAR EL FUEGO


Hugo Giovanetti Viola


(de Que se rinda tu madre / 1989) 





LA MUCHACHA tenía un rostro hermosamente aindiado, y fumaba casi sin parar. Acababa de palparle la frente con los labios a su hijo de cinco años, que dormía junto a la ventana. El chiquilín parecía descansar tranquilo, y ella apagó la portátil y subió la persiana y apoyó la cabeza sobre la congelación lunar: un pedazo de cortina le doró las facciones como un velo de novia.

 -¿Hasta cuándo va a seguir la guerra, mamá? -preguntó el chiquilín, después de un rato largo.
La muchacha cerró los ojos y dejó caer el pucho y lo aplastó al tanteo, sin sacar la cabeza del vidrio.
-Esto no es una guerra -suspiró. -Ya te dije. Es una huelga general contra el golpe de Estado. ¿No te podés dormir de una vez?
-Para mí que si no es una guerra no tendría que haber tanques. Parecía una película, ayer. Casi nos pasan por arriba a los dos.
-Basta, Rulo. Dormite.
-¿Hoy va a venir papá?
-No. 
-¿Y va a venir Chaplin?
-Sí. Más tarde. Tratá de cerrar los ojos, aunque sea. Por favor.
-Pero cada vez que los cierro me acuerdo de ayer.
La muchacha retiró la cabeza del vidrio y prendió otro cigarrillo.
-¿Papá está en la refinería?
-No. Pero no te preocupes: papá está bien. Sabemos dónde está.
La mirada de Rulo se entredoró sedosamente, hasta que se cerró.



MEDIA HORA más tarde, la muchacha avanzó entre el humo azulado por la luna para volver a besarle la temperatura al chiquilín dormido. El pedorreo de un motor la congeló. Saltó hasta el ángulo de la ventana y vio una camioneta verde estacionada en la casa del doctor Pettorossi. Seis o siete milicos se abalanzaron contra la casa completamente a oscuras y voltearon la puerta de calle y la del pequeño garage: lo que terminaron enfocando fue una gran gata blanca rodeada por su cría. La gata se crispó sobre los suyos, y de golpe se encrespó y reventó como un hervor de leche contra el perfil filoso de un milico. Primero se escuchó un aullido de macho y después otro de hembra, cuando el milico se arrancó a la gata y la puso en órbita de una patada. El animal aterrizó como un residuo de fuego artificial en la mitad del empedrado. El hombre avanzó agarrándose la cara hasta la camioneta (apuntalado por dos de los suyos) y cuando se prendió el motor (y los focos doraron el empedrado) las miradas encandiladas de cinco o seis gatitos que acababan de bajar la vereda formaron una constelación brumosamente humana. La camioneta picó rugiendo y triturando, y la muchacha corrió a vomitar. Diez minutos después, la gata llegó arrastrándose hasta la masacre y se puso a lamerla.




-¿VISTE A papá allá arriba de la chimenea? -gritó el chiquilín.

Habían pasado cerca de dos horas. La madre saltó en la silla donde acababa de dormirse, prendió la portátil y le palpó la frente y la barriga a Rulo.
-Carajo -murmuró.
En ese momento golpearon suavemente la puerta de calle, y tuvo que salir corriendo a atender. Eran dos obreros de la refinería.
-A ver si uno se queda a esperar a los demás y otro me ayuda con el Rulo -ordenó la muchacha. Tiene una fiebre que delira.
Encontraron al chiquilín con un brazo levantado y las pupilas a punto de perderse cerebro arriba.
-Andá mezclando agua caliente y fría en una palangana que hay en el baño -dijo la muchacha. -Metele, por favor.
Y le sacó casi toda la ropa al chiquilín y le dio una cucharada grande de Causalón. El Rulo había bajado el brazo.
-No te puedo seguir saludando porque tengo las manos de madera, papá -jadeó.
La madre le tomó la fiebre. Era una muchacha muy pequeña con el pelo cortado a lo varón y el rostro modelado por una nitidez de parche virgen.
-Si tendremos que hacer fuerza para aguantar todo, carajo -suspiró, recogiendo el termómetro.
Rulo tenía casi 40, y la madre lo terminó de desnudar y lo envolvió en una frazada para sacarlo de la cama.
-Me parece que el agua ya está, Cristina -dijo el hombre.
El chiquilín respiró el olor a vómito que todavía flotaba en el baño y retrocedió hasta el ámbito de la tarde anterior, cuando el ejército dispersó a los familiares de los obreros que ocupaban la refinería.
-Allá arriba del cerro hay otro bruto tanque blanco -gritó el Rulo enfocando sus ojos bizqueantes hacia el calefón.





LA REUNIÓN de evaluación terminó haciéndose en el dormitorio. Eran cuatro obreros y el médico certificador de la refinería. El doctor Pettorossi fue el último en llegar. Antes de revisar al Rulo imitó a Chaplin con medida tristeza, y entornó la mirada en dirección a la muchacha.

-Menos mal que nos monteamos, ayer -le dijo. -¿Viste lo que me dejaron de regalo ahí
en la calle?
 -Vi todo -contestó Cristina. -Justo estaba mirando para afuera. Fue hace como dos horas.
-No la pudimos sacar del garage ni a ganchos -mostró los dientes Pettorossi. -Ella tampoco quiso aflojar. Ahora ya está del otro lado.
-Yo creo que no es cuestión de aflojar, doctor -dijo uno de los dirigentes más jóvenes. -Es cuestión de aceptar la realidad: ya nos desalojaron y encima nos militarizaron al diez por ciento de los compañeros. Yo la veo muy jodida la cosa. De verdad.
El doctor terminó de revisar al chiquilín en silencio, y le fregó los rulos.
-Ya estás mejor. Es un resfrío de los que vienen con fiebre, nomás -explicó. -No hay nada pulmonar ni de garganta. Mirá lo que te traje de regalo.
Y sacó una foto del bolsillo. Era una toma de la refinería desierta, con mucho espacio radiante sobrevolándola. Detrás se recortaba la ladera del cerro, y a la izquierda se elevaba la chimenea donde el fuego perpetuo permanecía invisible.
-Esta foto la sacó un amigo esta mañana mismo -siguió explicando Pettorossi. -Esto es lo que ve la gente que mira la bahía. Joder.
Afuera resonó un caño de escape y Cristina pegó un salto y apagó la portátil.
-Me parece que volvieron, doctor. Las dos viejas de mierda de acá al lado lo deben haber visto.
 Pettorossi recortó su perfil chaplinesco sobre la humareda lunar y entreabrió una hoja de la ventana. Un caño de metralleta le hizo meter de nuevo la cabeza en el dormitorio. Simultáneamente se escuchó derrumbarse la puerta de calle, y en pocos minutos estaban todos con los ojos vendados -menos la muchacha, que se había metido bajo las sábanas para agarrar al Rulo- y de cara a la pared. Al doctor lo hicieron abrirse de piernas con tanta fuerza, que se le escapó un pedorreo.
-Tomá pa vos. Andá llevando este caño de escape -murmuró.
El capitán que comandaba la patrulla le pegó una patada en la entrepierna y lo dejó boqueando de rodillas. Después clavó la mirada en Cristina y el Rulo. Era un hombre joven, con perfil de carancho y un ojo tapado por vendas ensangrentadas. En el resto de la cara todavía le brillaban arañones grumosos. Nunca más te metés con una gata, basura -pensó Cristina. Y dijo:
 -No sé qué andan buscando, oficial. Mi marido está preso desde ayer. Y el doctor y los muchachos vinieron porque tengo al gurí delirando de la fiebre.
-¿Ah, sí? -sonrió el capitán. -Pero mirá qué bien.
Entonces se acercó a la cama y le arrancó la foto al Rulo.
-El fuego lo robaron -señaló el chiquilín, con los ojos felinamente fosforescentes.

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