Primera publicación en francés: “Le cannibale, vampire du Nouveau Monde?”, in Le vampirisme et ses formes dans les Lettres et les Arts, Paris (textes réunis et présentés par Natalie Noyaret), L’Harmattan, 2009.
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¡Ábrase el cortejo! ¡Resuenen címbalos y sonajas, atabales y violines! Apartémonos, con cautela, y cedamos el paso a vampiros y caníbales.
“El vampirismo y sus formas en las letras y las artes” no es un tema que me sea particularmente familiar, y apenas he tenido la posibilidad de dedicarle tiempo. Sin embargo, me parece que no dejaría de ser interesante examinar los nexos que unen a vampiros del Viejo Mundo y caníbales del Nuevo Mundo. Todas las sociedades tienen sus excluidos, sus parias, incluso sus figuras malditas que, en los dos casos que nos ocupan, han inspirado de manera significativa las letras y las artes, sobre todo el cine, si se piensa en particular en el vampiro.
Notemos en primer lugar que estas dos criaturas están en parte vinculadas, en diversos grados, con la literatura. El vampiro debe mucho de su fama a Bram Stoker, el irlandés creador, a finales del siglo XIX, como es sabido, del personaje de Drácula. (Pero también está presente en América Latina, bajo la forma animal del murciélago que se alimenta de sangre, en algunos cuentos de principios del siglo XX, teñidos de fantasía o de realismo mágico. Tal es el caso en el célebre relato “El almohadón de plumas”, del uruguayo Horacio Quiroga[1].) Lo que a menudo se ignora, en cambio, es que el caníbal es también producto de un imaginario exaltado, impregnado de mitos y diversas fantasías. Cristóbal Colón fue su inventor. En su Diario de Viaje, tal como nos fue transmitido por Bartolomé de las Casas, con fecha domingo 4 de noviembre de 1942, Colón, que había llegado algunos días antes a la costa norte de Cuba, señala la existencia, un poco más al este, de extrañas criaturas, de las cuales le habían hablado sus trujamanes: hombres con un solo ojo, y otros con hocico de perro, que se alimentaban con carne humana[2]. Esos monoculi y cinocéfalos, productos de un imaginario medieval heredero, a su vez de la Antigüedad, no tardarán en transformarse progresivamente en “caníbales”, como se comprueba algunas páginas más adelante, fechadas el 23 de noviembre de 1492. Durante su segundo viaje, Colón efectivamente vio restos humanos en la isla de Guadalupe, en un pueblo abandonado, según le dijeron, por los Carib. Pero en ningún caso vio él mismo a esos caníbales, que no dejarán en lo adelante de ser la comidilla de la actualidad. Detengámonos un instante en ese término. “Caníbal” tiene su origen en un término arahuaco, “caniba”, deformación de “cariba”, palabra con la cual los indios caribes de las Pequeñas Antillas se autodesignaban. En sus bocas y en su lengua, la palabra significaba, parece, “intrépido”, “hombre valiente”. En cambio, para los arahuacos de Cuba (Grandes Antillas), víctimas de las incursiones repetidas y sangrientas de sus enemigos caribes, que no cesaban de saltar de isla en isla, siempre más al norte, el término “cariba” tenía una connotación extremadamente negativa. Fue esta última la que prevaleció, no obstante, en el discurso pretendidamente fáctico de Colón, modificando de golpe la imagen del caribe, insensiblemente transformado en temible y pintoresco caníbal.
Ciertamente, entre el caníbal y el vampiro existe una diferencia no despreciable. El vampiro es una criatura totalmente quimérica, un ser de ficción, a pesar de las creencias y supersticiones populares en las cuales se funda, y que se remontan, parece, al siglo XI. El canibalismo remite, quiérase o no, a una indiscutible realidad histórica, social y antropológica, como lo demuestran los mapas de la antropología americana, trazados por los historiadores, a la llegada de los europeos al Nuevo Mundo. Esta práctica era corriente desde la desembocadura del Río de la Plata hasta las costas occidentales de Alaska (véanse particularmente los trabajos de nuestro colega Jean-Paul Duviols[3]). No obstante, la dimensión fantasmal y novelesca ligada al caníbal desde el siglo XVI, el interés que no deja de suscitar entre los hombres de letras europeos (Montaigne, Rousseau, Sade, los surrealistas…) son tan fuertes que creemos nos autorizan a intentar un acercamiento no arbitrario al vampiro ficcional. Ambos, vampiro y caníbal, siguen obsesionando, como en un mal sueño, la imaginación de nuestros contemporáneos y han sufrido, según las épocas, alteraciones reveladoras de las preocupaciones y la sensibilidad de sociedades tironeadas, de hecho, entre una estridentemente afirmada racionalidad y pulsiones irracionales profundamente arraigadas.
Pero veamos rápidamente cuáles son las características de unos y otros. Al vampiro le corresponde el reino hiperbólico de las tinieblas, la disimulación, el secreto, las maniobras insidiosas, ya que debe ocultar sus inclinaciones culpables —el vampiro no es siempre, por otro lado, necesariamente ajeno al sentimiento de culpa—. El vampiro se alimenta de sangre, de líquido. Es el hombre de lo crudo. Al caníbal le tocan la epopeya y los valores colectivos: combate a la luz del día, se apodera de su enemigo, y triunfante, lo mata a palos, y sólo una vez que este último está muerto, lo despedaza y procede sin más contemplaciones a los complejos preparativos culinarios del festín, públicamente y para beneficio todos. El caníbal es un “compartidor”. Evoluciona en un mundo ajeno a las terminantes conminaciones de la moral cristiana, pero no por eso menos estrictamente codificado: a los hombres, a las mujeres, a los niños será atribuido tal o cual pedazo del cuerpo cocinado del enemigo, conforme a reglas estrictas o usos bien establecidos, al parecer. El caníbal es el hombre de los alimentos cocidos, minuciosamente, sobre parrillas, aunque la sangre parece también haber ejercido sobre él cierta atracción, al decir de los antropólogos.
El personaje estimula, justo al principio del siglo XX, el pensamiento de los ensayistas americanos: constituye particularmente una referencia mayor en Ariel (1900), célebre texto del uruguayo José Enrique Rodó sobre la dicotomía Civilización / Barbarie, las relaciones conflictivas entre la América hispánica y la América anglosajona, la oposición entre el espíritu y la materia. Encuentra en la ficción un lugar privilegiado. Pasa como una sombra inquietante por la poesía del joven Borges[4] de los años veinte (Juan Díaz de Solís, devorado por los indígenas del Río de la Plata); es objeto, por ejemplo, en el cubano Alejo Carpentier[5], de una evocación melancólica y llena de empatía; y también de una reflexión profundamente inquietante e incluso conmovedora, en El entenado, novela de Juan José Saer; reaparece como espontáneamente en textos recientes más o menos directamente adscritos a la Nueva Novela Histórica[6].
Mientras que el vampiro prosigue su solitaria existencia, la acción del caníbal pretende reforzar la cohesión del grupo por medio de la guerra, actividad privilegiada que supera en él incluso el deseo de extender la esfera de acción del clan. A diferencia del vampiro paradigmático, Drácula, no es en absoluto una motivación personal lo que lo empuja a actuar. Nada de desafío romántico lanzado a Dios (o a los dioses, ya que se sabe, por ejemplo, que los Tupí- Guaraní de Brasil, caníbales, no cabe duda, tenían creencias religiosas, aunque no poseían sitios ceremoniales, ni estructuración jerárquica eclesiástica, a diferencia de sus vecinos del norte, los Aztecas. Nada de transgresión aristocrática que reivindicar, a imponer insolentemente: el caníbal no tiene que ver con la condesa Bathory, que degüella en su castillo a muchachas de condición modesta con el fin de bañarse en su sangre o de beberla. La identidad del caníbal es secundaria, el sujeto no existe como tal, se confunde en la masa, se inserta en un tiempo cíclico: el tiempo de la reproducción al infinito de la guerra, la única capaz de proporcionarle la presa que alimentará su deseo inextinguible de venganza —de venganza codificada, de venganza al infinito, requerida por el exigente sentido del honor de la sociedad a la cual pertenece—.
En el caso del vampiro, también encontramos este movimiento cíclico: la infinita reproducción de la succión, garantía de supervivencia para este muerto viviente que es el vampiro, a caballo entre dos estados contradictorios a primera vista. Detrás del gesto abiertamente belicoso de uno, y taimado del otro, es el gusto desenfrenado por la vida lo que se oculta. A través de rituales orgiásticos violentamente transgresivos de un lado como del otro, es una forma de eternidad lo que parece buscar el vampiro en el líquido vital que extrae; o de regeneración infinita, de omnipotencia, para el caníbal, a través del acto de devorar al enemigo, ya que bien parece que el canibalismo, en el Nuevo Mundo, tuvo motivaciones fundamentalmente rituales —absorción de las cualidades y virtudes del enemigo devorado— y no puede reducirse a una mera práctica alimentaria. ¿Cómo no podríamos también ver ahí, por parte del caníbal, una forma no declarada pero bien real, una forma inconsciente de búsqueda de eternidad?
Sin embargo, la disputa entre ambas interpretaciones opuestas del fenómeno del canibalismo dista mucho de cerrarse. Frank Lestringant muestra bien, en su enjundiosa obra, la evolución del problema. Los tiempos modernos finalmente, según él, habrían privilegiado el enfoque más desfavorable a los indígenas, rechazando los análisis cargados de empatía de Montaigne y de Rousseau[7], incluso a veces los del benévolo Lévi Strauss de Tristes trópicos. Después de la enfatización del alcance simbólico del festín caníbal, fundado en la venganza, expresión suprema de la justicia, en el honor del grupo, es pues la antigua tesis de las necesidades materiales, vulgarmente alimentarias, la que parece prevalecer (Jérôme Cardan, Cornelius de Pauw, Malthus, y otros muchos autores más recientes).
El vampiro: muy a menudo, "un gran señor malvado", de poder percibido por su entorno como amenazador. El caníbal: un ser sediento de venganza y de una voracidad devoradora, completamente normal, sin embargo, para los de su cultura. Sangrienta Europa, de un lado; monstruosa América, del otro, de la que podríamos hablar hasta el infinito. Objetos ambos de execración y fascinación.
Pero en la truculenta aventura iniciada por vampiros y caníbales, hay un aspecto que aún querríamos evocar antes de terminar esta breve intervención: el uso metafórico que la literatura ha hecho de estos dos términos. Dejemos a un lado el derivado "vamp" (“vampiresa”), abreviatura de vampiro y sinónimo de mujer fatal, que nos habla de un destino con consecuencias a menudo enojosas, de encuentros que hubiera sido preferible evitar. Detengámonos en cambio en el verbo "vampirizar" y comparémoslo con su versión americana "canibalizar". Es imposible no percibir las diferencias que los separan. Mientras que el verbo "vampirizar" es frecuentemente portador de connotaciones negativas —implica un ataque insidioso, una apropiación amenazadora que deja exangüe a su víctima, un empobrecimiento sustancial—, el verbo "canibalizar", en cambio, nos reserva gratas sorpresas. Vampirizar un texto es debilitarlo, destruirlo, desviarlo inescrupulosamente de su legítimo origen. La canibalización textual, en cambio, supone un homenaje indirecto rendido por el texto a intertextos múltiples de todo lugar y de toda época. Así como el caníbal ingiere la carne de su enemigo vencido con el fin de adquirir sus virtudes y de fortalecerse, el texto absorbe, integra, transforma, deforma, procesa, de manera amorosa, juguetona, paródica, una masa textual anterior a sí misma (se parodia sólo lo que se ama o se apreció). Hay generosidad, circulación dinámica, apertura, en la canibalización. "Nuestras sociedades vomitan en lugar de ingerir", dijo tristemente Claude Lévi-Strauss. ¡He aquí un reproche que no se puede formular en contra de nuestros caníbales del Nuevo Mundo! Caníbales que, por otro lado, según los antropólogos, eligen a su jefe al final de un concurso oratorio, y se muestran tan perdidamente aficionados al Verbo que se ha podido hablar en su caso de “hipertrofia de la palabra[8]". Agradezcamos entonces a los caníbales del Nuevo Mundo, generalmente tan vituperados, el habernos legado ese verbo "canibalizar", nada monstruoso, incluso muy aclarador para el que se interesa, en cierto modo, por la alquimia textual. Y recordemos las divertidas y provocantes declaraciones, tan llenas de amor por toda América Latina, del Manifiesto antropófago del brasileño Oswald de Andrade: "Sólo la antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente. […] Tupí or not tupí, that is the questión ".
Enero de 2009
Notas
1 Se trata a decir verdad, en “El almohadón de plumas”, de un ácaro monstruoso, simbólicamente asimilable, sin embargo, al vampiro sudamericano.
2 Véase Frank Lestringant, Le cannibale. Grandeur et décadence, Perrin, Paris, 1994, págs. 43-44
3 Véase el prefacio de Jean-Paul Duviols, « Les Tupi-Guarani et l’anthropophagie rituelle, págs. 21-31, in Hans Staden, Nus, féroces et anthropophages, A.M. Métailié, 1979.
4 Véase el poema “Fundación mítica de Buenos Aires”, in Cuaderno San Martín, 1929.
5 Véase la novela titulada El siglo de las luces (1962), en la cual a la epopeya de los españoles se opone la gran migración hacia el norte de los caribes, también épica, pero interrumpida por la llegada de los invasores occidentales. Oposición que toma también la forma de una lucha entre los hombres de la cruz y los de tótem.
6 Estaríamos tentados de mencionar igualmente la existencia, tanta es la fascinación ejercida en Europa por el caníbal, de la famosa “Generación caníbal” italiana, de la cual uno de los más brillantes representantes parece ser Niccolò Ammaniti (nacido en Roma en 1966). Sus primeros relatos aparecieron en 1996 en Gioventù cannibale, primera antología italiana del horror, de la atrocidad cotidiana.
7 Jean-Jacques Rousseau, Jean-Jacques Rousseau, Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes, in Œuvres complètes, tome III, Paris, Gallimard, « Pléiade », 1964.
8 Jean-Paul Duviols, op.cit., pág. 23. (« Dans cette culture sans écriture, la parole s’était hypertrophiée au point de prendre le pas sur la force et le courage, puisque c’était souvent après un concours oratoire que les chefs étaient choisis.») (“En esta cultura la palabra se había hipertrofiado hasta el punto de prevalecer sobre la fuerza y la valentía. Ya que a menudo era después de un certamen oratorio cuando se escogía a los jefes.”) [la traducción es nuestra].
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