martes

MORIR CON APARICIO


HUGO GIOVANETTI VIOLA

DECIMOSÉPTIMA ENTREGA

SEGUNDO

“Yo me voy con Aparicio:
sé que otra divisa labran
tus manos, y llevarán
los varones de esta casa.

Yo me voy con Aparicio
pero mírame a la cara:
que lo que voy a decirte
se dice una vez y basta”.

LOS padres de Magdalena Tomillo -don Pedro y doña Luz- volvieron al anochecer de un corto viaje de negocios a Punta del Este. Era el último día de la temporada balnearia que nos quedábamos en Las Delicias. Don Pedro estaba entusiasmado por la adquisición de tres barricas de harina cuatro pipas de vino y un cajón de pimienta en el remate de los artículos salvados del vapor inglés Wind, que naufragara una semana antes en la restinga de la Isla de Lobos. A la hora de cenar papá esperó sonriendo que nosotros rezáramos y después levantó la cuchara de plata para probar la sopa y ordenarnos comer. Don Pedro habló eufóricamente durante la comida de su tocayo Risso, el pioneer fundador de un balneario con proyección internacional como Punta del Este en el insignificante pueblito Ituzaingó. “Ayer de tarde también aprovechamos para ir a visitar un rato a la tía Julia” dijo mi madre: “No me gusta el castillo que mandó edificar. Parece una mezquita”. “Tampoco te hacen gracia las mujeres que se pintan los labios y usan polvo facial mientras están de luto” ironizó don Pedro. “¿Sabés lo que me dijo cuando te fuiste para la Aduana a la hora del remate?” siguió mamá enojándose: “Que Carolina va a volver en cualquier momento con algún hijo a cuestas para que se lo críe. Le volvió a echar toda la culpa de la muerte de Fausto y tomó tanto oporto que casi se me desparrama al salir a la puerta”. “Mi hermano se murió de fiebre tifoidea” reconoció don Pedro: “Pero a decir verdad, hay que tener mucha mala suerte para que tu única hija se escape con un loco”. “Eso está discutido tantas veces que no vale la pena que sigamos porfiando eternamente por Sabino Regusci. Dicen que el carnaval va a estar triste este año” dijo mamá para cambiar de tema. “¿Por qué?” saltó el hermano mayor de Magdalena: “¿Por qué se va a acabar la presidencia del títere de Cuestas?”. “¿Cómo te fue en el cumpleaños?” me preguntó mamá, sin prestarle atención. Magdalena se puso colorada. Pero no me animé a decir una palabra. “Si Batlle sale presidente va a respetar el pacto de La Cruz porque es un hombre honesto” dijo don Pedro sirviéndose otra copa de vino nacional de la casa Cavallo: “Se acabaron las guerras, José Luis: este va a ser el siglo del progreso”. “Batlle no va aguantar tener que consultar a este señor Saravia para tomar decisiones gubernamentales. Tiene que terminarse el feudalismo primero que la guerra, papá. Y eso lo veo difícil” le contestó mi hermano. Magdalena observó los aleteos de horror que enloquecían las rubias pestañas de Priscilla, su flamante cuñada. Traté de hacerle una guiñada para tranquilizarla, pero ella no me vio. “Basta” gritó don pedro: “Tomate otra copita de vino blanco fresco y no pienses en la guerra”. “Papá: ¿sabe quién está empleado en el molino de lo de Cavallo?” dijo mi hermano César: “El hermano menor de Sabino Regusci. Y parece que también es blanco como gueso’e bagual”. Magdalena Tomillo pidió permiso para retirarse. Me fui a sentar al ángulo de la veranda donde había visto levantarse la luna aquella tarde, reviviendo el lancero de la noche anterior igual que si lo dieran en un cinematógrafo. Magdalena volvió a danzar el vis a vis de la media cadena con la domesticada vergüenza de una niña de veinticinco años frente a un mozo menor, aunque cuando subió los ojos por segunda vez -al cambiar los saludos- tuvo la sensación de ver relampaguear algo como la libertad en los ojos de Justo. Por supuesto que yo no tenía idea de que aquel era el hermano de Sabino Regusci. Durante el molinete las visitas y la última cadena se dejó transportar hacia la plenitud de la revelación. Y al terminar la danza y anunciarse el final del cumpleaños porque venía tormenta -entre las airadas protestas de los bailarines- vi que él se me acercaba y eché a mi chaperona. El muchacho anunció su linaje montesco con inocencia eufórica: Magdalena bajó la cabeza adornada por fragantes jazmines del país cuando escuchó su nombre. “Mejor que le pregunte a la dueña de casa quién soy yo” murmuré subiéndome el vestido sin el menor cuidado para salir del patio. (Porque no tenía miedo de que Justo Regusci vichara sus tobillos.) “El domingo que viene hay retreta. Viene la banda lisa de Punta del este. Podríamos encontrarnos” me pidió desde atrás. “Nosotros veraneamos en el chalet de Las Delicias hasta fines de enero. Nos vamos este sábado” contestó Magdalena girando suavemente hacia un medio perfil: “Pero podemos vernos durante el carnaval, si es que usted no desdeña la plaza San Fernando”. Y me escapé corriendo. Esa noche llovió y al otro día la muchacha no pudo darse el último baño marino y esperó en la veranda que llegaran sus padres y llegaran sus padres sin temor al estigma. Soy una Capuleto, pensaba descubriendo que después de quince años me gustaba vivir en Maldonado y que amaba a aquel pueblo tapado por los médanos como a mis espejismos de Montevideo. Doña Luz se paró detrás de la muchacha con una cucharita y el frasco de elixir digestivo de pepsina, aunque no lo destapó. “Te enamoraste del hermano de Sabino Regusci” me dijo: “Y creés que es un pecado. Pero yo te prometo que si es hombre cabal no precisa raptarte de esta casa, mija. Estás en libertad de formar tu familia como Dios te lo indique”. “¿Y la guerra, mamá?” preguntó Magdalena. “La guerra no es más larga que el amor, Magdalena. Me lo decía mi madre” dijo mi madre y desapareció. Entonces la muchacha flotó desmelenadamente en una sosegada felicidad sin tiempo hasta los campanazos de la medianoche.

La tarde del entierro del carnaval -postergado por Juan José Muñoz para el 8 de marzo, debido a las elecciones presidenciales del domingo anterior- Lucas Rosso se vino especialmente desde San Carlos para entregarle a Justo una carta de Sabino. (1)

1) Querido Justo la noche que nacieron los mellizos no me dejaron quedar en el hospital yo estaba con Natacha que apenas caminaba y tomamos un tranvía para el centro y de repente se me ocurrió meterme a ver una orquesta sinfónica y desde el gallinero del teatro escuché la Misa Brevis IK 220 de Wolgfang Amadeo Mozart Die Sostznnesse según decía el programa y vi a la humanidad peleando por entrar en el rayo del Faro dentro de un escenario si alguna vez llegás a ir a Montevideo no te olvides de ver una orquesta sinfónica Darwin tenía razón y la Iglesia no entiende que lo único que Darwin no llegó a concebir fue la forma final del animal humano y escuchando cantar a la soprano ungida por los focos eléctricos y ver piafar al hombre que tenía la batuta para ordenar los vuelos del coro y los violines lloré de admiración con Natacha dormida entre los brazos y al salir a la calle empecé a caminar porque ya había pasado el último tranvía que iba para la Boca cuánto tiempo tardaron los pescados en saltar a la tierra le preguntaba a Wolgfang Amadeo y cuánto tiempo más necesitó la vida para que a este animal con cuello almidonado le naciera el instinto de conservación que lo clavó al madero y empezara a imponerse la Palabra por la ley del más puro cuánto tiempo nos faltara señora luna cuánto la Boca estaba lejos y me emperré en llegar sin permitirme un alto Natacha iba tosiendo y yo me descarné y al llegar al Riachuelo iba como flotando hasta que nos metimos en nuestra única pieza y la acosté a Natacha al lado mío y pensé en Carolina y en los dos hijos nuevos y entendí que la vida era justa a pesar de las crucifixiones Die Sostznnesse Die Sostznnesse repetí sin saber lo que quería decir y recé prometiendo vivir todas las horas al servicio del faro eternamente. S.

Yo me había disfrazado de pirata y desfilé integrando la comparsa que se llevó la palma: Los locos de 1903. Lucas llegó a la plaza cuando el corso venía de recorrer el pueblo con un fragor de cohetes y pistones que terminó por darle dolor de cabeza. Atrás nuestro venían entremezclando marchas Las niñas uruguayas El nudo gordiano La prole del negro Timoteo, además de las mascaritas sueltas que no tenían problema en violar el edicto firmado por Muñoz donde se había prohibido arrojar a los transeúntes agua o polvo o cualquier otra sustancia del modo que fuera. Lucas cruzó al Billar de Juan Stuart a despejarse con una cerveza y averiguar si Justo desfilaba en alguna comparsa. La señorita Jazmín del País -como la bauticé la noche del lancero, antes de averiguar su verdadero nombre- seguía el corso en un carruaje adornado: no llevaba disfraz. Cuando Lucas se espumó los bigotes con la cuarta cerveza osciló umbrosamente entre la melancolía que lo hacía despedirse de su ardor juvenil y la rabia por ver a los desarrapados festejando el entierro de aquella tregua anual. Durante la retreta le tiré dos serpentinazos y ella me sonrió: no quiso contestarme, pero dejó las cintas de papel color cielo adornar su vestido hasta la hora del baile. Lucas siguió la marcha al compás de la música que se hizo en dirección a la residencia del Sr. González, por un trayecto iluminado con bamboleantes farolitos pendientes de miríadas de sombrillas chinescas. Esa noche bailamos la polca limpia-bancos por primera vez, abrazos y al paso de trote de zorrillo con las correspondientes corriditas y pataditas para atrás. Lucas se metió al baile y escuchó a una matrona recitar una copla que lo hizo reírse solo durante un rato largo: Son el shotisch y polka muy airosos / si se bailan, cual saben, con decencia / si no en giros obscenos y furiosos / se estropea el pudor y la inocencia. Magdalena se fue con doña Luz demasiado temprano, después de prometerme vernos en las retretas otoñales o en las tertulias organizadas por el Casino Uruguayo los domingos muy fríos. Entonces Lucas Rosso reconoció al pirata que levantó su brazo en la vereda y corrió y le arrancó bruscamente la máscara: fue como descuajar de un solo sacudón los siete años pasados desde la procesión de la Virgen del Carmen y encontrar reencarnado el enamoramiento de Sabino Regusci. Cuando Lucas me dio la carta de mi hermano yo le conté enseguida quién era la muchacha. El otro hinchó los ojos con incredulidad, aunque no abrió la boca. Me llevó a grupas hasta Las Delicias y al pasar por la Torre del Vigía y ver los farolitos chinescos iluminando el frente del caserón rosado, yo le conté que los habían colgado para festejar la elección de don José Batlle y Ordóñez. “¿Quién es Batlle, al final: el Marqués de las Cabriolas?” resopló Lucas Rosso. No volvimos a hablar hasta que nos bajamos en las caballerizas del molino Cavallo y acariciamos juntos mi tordillo-sabino. Lucas besó la frente del muchacho, en el momento de la despedida. Yo entré al balcón mugriento donde dormíamos la mayoría de los peones y prendí varios fósforos para releer la carta de mi hermano, escrita como siempre en papel de envolver: no la entendí del todo, pero al rato agarré la guitarra nacarada y me fui pa la playa y canté algunas décimas en homenaje al gringo que había inventado aquella Misa con título en inglés.

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