LAS CRAYOLAS GOYA
De camino a la exposición sobre Goya, “Luces y sombras”, que se está realizando estos meses en Barcelona, recordaba cuando pintábamos con crayolas Goya la música de Manuel de Falla, en la clase de cuarto con mi querida maestra María Luisa Bresciano, en la escuela de la calle Caldas de Malvín. En aquellas tardes en que aprendíamos a sentir, mis crayolas Goya, impulsadas por la alegría del espíritu que me transmitía Falla, prendían fuegos de amaneceres y atardeceres sobre un mar embravecido. Los rayos de luz sonora que lanzaba el tocadiscos, se convertían en manchas de mil colores yuxtapuestos. Yo no sabía por qué la maestra me decía el impresionista ni por qué lo del nombre de Goya en las crayolas. Un día sonó el timbre de recreo, y yo fui el único que me quedé pintando porque para mí los rayos continuaban llegando, mientras María Luisa miraba todas las láminas de mis compañeros extendidas sobre su escritorio. Cuando me levanté para llevarle mi hoja, pesadísima por la gran cantidad de capas de pintura, uno de los ángulos superiores tocó un florero muy alto con tres rosas amarillas, con tal precisión, que ni una sola de las pinturas que allí estaban se salvó de quedar flotando entre las flores como la Ofelia de Hamlet. Como yo no me animaba a mirarle la cara a la maestra (todas las mujeres bellas y dulces son también las que luego portan las caras más terriblemente crueles cuando se enojan), mis ojos iban y venían entre mi cuadro sin humedad alguna y los que estaban nadando en la piscina, e interpreté lo ocurrido como una llamada de los dioses invitándome a la fiesta universal del arte. Pero los dioses, al igual que los humanos, también se equivocan al discar, porque, salvo alguna jugada aislada en el fútbol o en el ajedrez, o algunos pasos de baile con la música de Julio Jaramillo, no he dado golpe en el arte. Pocos años más tarde, en el liceo, Amalia Polleri, gran profesora de dibujo, me impulsó a participar en un concurso entre todos los liceos del país. Quedé en tercer lugar de una forma inexplicable porque el motivo tenía que ser histórico, (150 años de la batalla de las Piedras), y lo mío sólo era una noche hermosa pero no histórica, con difumadas carretas cruzando un arroyo con luna. Pero lo mejor que provocó Amalia con su extraordinaria docencia, fue pintarme los ojos, para siempre, con los colores de Francisco Goya, el de las crayolas.
Siempre he leído sobre Goya, y no pierdo oportunidad de ver sus cuadros y grabados. Ya somos muy amigos. Sin embargo, el cine, otra posibilidad para acercarme a mi admirado Francisco, aun nos debe una buena película, pese a las grandes interpretaciones de Francisco Rabal, José Coronado, Jorge Perugorría y finalmente Ava Gardner como duquesa de Alba en la “Maja desnuda”.
De aquí en adelante, me centraré en la etapa de Goya cuando graba “Los Caprichos”. Por supuesto, que sólo me limitaré a resumir mis lecturas, ya que no tengo grandes aportes que hacer por aquello de que los dioses se equivocaron al discar. Sin embargo, agregaré algún toque anecdótico a la novela de un escritor uruguayo basada en uno de los Caprichos, y finalmente, mencionaré la influencia, no muy conocida, que tuvo el genial pintor en otro gran y querido personaje histórico. Total, una ensalada impresionista, otra vez con la música de Manuel de Falla de fondo.
“Los Caprichos” es una serie de 80 grabados de 43 x 32 centímetros, realizados entre 1794 y 1798 y publicados en 1799. Con ellos se inicia una profunda y decisiva transformación en la vida artística de Goya a sus 47 años. Veinte años antes, había llegado a Madrid desde la provincia de Zaragoza, y gracias a vínculos familiares y sobre todo, a su gran astucia, pudo empezar a pintar, al óleo sobre tela, bocetos conocidos como “los cartones”. Los temas de los cartones eran elegidos por los reyes, en este caso, Carlos III y Carlos IV, y luego servían como modelos para confeccionar tapices, elementos de decoración que se usaban para combatir el frío y la humedad en las enormes paredes de palacios y castillos. También Goya, en esos primeros tiempos, en su afán de hacer carrera y consolidarse en la corte, había retratado a reyes y nobles de una forma magistral aunque un poco aduladora. En esta primera etapa, llamada de las pinturas claras, Goya ya muestra su genio con su técnica exquisita, pero, “pese a que trata el tema del trabajo y de la miseria del pueblo con unos tintes mucho más crudos y realistas de cuanto consistiese el género”, carece de libertad de acción porque “sólo hace mandados” y está sujeto, en consecuencia, a las inevitables restricciones de los convencionalismos de la época. Finalmente, su “maravilloso juego de luz y color, como un canto a la juventud y a la vida”, lo lleva a ser finalmente reconocido por la corte y la nobleza. Allí están en esos cartones, para la mejor historia de la pintura del mundo, “La caza del codorniz”, la única pasión conocida de Carlos IV, (ahora los reyes españoles matan elefantes en África), “El quitasol”, “Merienda a orillas del Manzanares”, “La cometa”, “El ciego de la guitarra”, y decenas más de maravillas con el pueblo en tareas laborales o disfrutando de la vida en fiestas y juegos populares. Goya es nombrado en 1780, con 34 años, académico de San Fernando, la principal Academia de Arte de España, y nueve años más tarde, Carlos IV, hijo sucesor de Carlos III, lo nombra Pintor de Cámara del Rey con un sueldo impresionante. Goya pasa a ser un hombre muy rico y se da el lujo de tener en propiedad una de las tres lujosas carrozas inglesas que había en aquel Madrid de 130.000 habitantes. Pero el mar de su vida, también le trajo olas amargas: de sus siete hijos, seis mueren prematuramente y en 1793, un año antes de “Los Caprichos”, contrae una enfermedad gravísima que lo dejará totalmente sordo, justamente a él, que no paraba de conversar y discutir con todo el mundo. También la enfermedad, que aun hoy se discute cuál fue, le hace perder vista y equilibrio para andar. Sin embargo, Goya vivirá hasta los 82 años, una barbaridad para la época, lo que le permitirá pintar 700 cuadros, 900 dibujos, 300 grabados y 2 series de pintura mural, es decir, alcanzó un extraordinario volumen de obras, y una cantidad tal de técnicas usadas, que sólo tiene parangón con Picasso. Su sordera lo aislará, pero también le permitirá escucharse mejor a si mismo, y entonces, “su agitado y a veces atormentado mundo interior”, será un volcán de belleza por lo autenticidad de lo vertido. Sus ojos captarán ahora detalles en la sociedad y el ser humano invisibles antes por el ruido del mundo: su arte ganará en profundidad y se meterá a recorrer el laberinto de la naturaleza humana. Por otro lado, Goya ya se siente un pintor reconocido por todos, y entonces no necesitará en el futuro hacer aquellos encargos y solo hará los imprescindibles por mantener sus lazos con reyes y nobles. Como decíamos antes, su obra se transforma radicalmente, y aparecerá el mejor Goya, para muchos críticos, el mejo pintor de la historia. De los cartones, de los retratos casi aduladores y su pintura realista pero siempre encargada por otro, Goya pasa a grabar Los Caprichos, o a pintar unos retratos “despiadadamente veraces”, y en sus lienzos sobre motivos populares que nunca dejó de realizar, se aprecian la agitación de su mundo interior, pero también, una mayor preocupación pictórica por reflejar los sinsabores de los humildes y las injusticias sociales de la vida. “Goya descubre su genialidad el día en que se atreve a dejar de complacer”, dice Malraux. Por ejemplo en los nuevos retratos que ahora acomete, sigue pintando maravillosamente bien y combinando colores como nadie en rasos, terciopelos, trajes de gala, lazos y bandas, esmaltes de medallas y condecoraciones, pero “este nuevo retrato tiene ahora el alma del sujeto, y capta intensas melancolías, altivas sensualidades, donjuanescas brutalidades, resignaciones inocultables, inocencias infantiles cortadas por abruptos casamientos impuestos a los 13 años…y, así cientos de hombres y mujeres, burgueses o plebeyos, cultos o analfabetos, introvertidos o sociables, recobrados para siempre en una vida más veraz y auténtica que la de la corte”. Su visión de la naturaleza también cambia, y de los “maravillosos árboles de los cartones de la primera etapa, se pasa a troncos ennegrecidos o ramas secas, casi restos de un incendio devastador, o las onduladas colinas de los alrededores de Madrid se metamorfosean en áridas rocas de gélida desnudez “. En Goya comienza a brotar un gran escepticismo sobre la naturaleza humana y que alcanzará su mayor intensidad en 1808 cuando llegue la guerra contra Napoleón y sus extraordinarias pinturas de “Los Desastres de la guerra”, y en 1820 con Las Pinturas Negras en la Quinta del Sordo, quizás su momento más sublime.
Ahora, ya más centrados en el contexto histórico y en la vida de Goya en la última década del siglo dieciocho, intentaremos acercarnos a Los Caprichos, su primer gran trabajo luego del susto mortal. En la primera mitad de ésta serie de grabados, y desde la razón, estalla el gran Goya revolucionario que lucha con su arte por una sociedad mejor. Goya, muy relacionado con los ilustrados españoles, alumnos de la Revolución Francesa, realiza una espectacular sátira contra “la nobleza parasitaria y el fanatismo religioso, a la vez que plantea la necesidad de leyes más justas y un nuevo sistema educativo”. Para Robert Hughes, Goya “es un marxista incipiente” aplicando aquello de Terencio, “nada de lo humano me es ajeno”. Su arma es la crítica humorística. En la segunda mitad de los grabados, Goya deja la razón, y con un escepticismo muy pronunciado sobre la naturaleza humana, produce “grabados fantásticos, con visiones delirantes de seres extraños nacidas de sus fantasías y de sus temores, deformando exageradamente las fisonomías y los cuerpos de los que representan los vicios y torpezas humanas dándoles aspectos bestiales”. Quizás el Capricho 43, “El sueño de la razón produce monstruos”, “indescriptible y conmovedora representación del intelectual que, desplomado en su escritorio, es acosado por dudas y terrores nocturnos”, sea el Capricho que mejor refleje aquella desesperanza en que se cumpliera su sueño de un hombre nuevo. En los Caprichos ya no vemos la luz solar de las praderas más allá del Manzanares, ni los colores claros, cálidos y vibrantes en mujeres y hombres con las alegrías del vivir. En los grabados de los Caprichos, blanco, muchos grises, negro y algún lápiz rojo, y la luz sólo para remarcar el mensaje ideológico. Lo bucólico deja su lugar a la denuncia social porque los que atormentan al hombre con prejuicios, ignorancia y hambre, no lo dejan ser feliz. Así por lo menos entiendo yo su mensaje.
Son los Caprichos y no los lienzos de sus pinturas, desconocidas en Europa hasta finales del siglo XIX, los que hacen famoso a Goya en Europa. Dice Baudelaire, uno de sus descubridores: “En España, un hombre extraordinario ha abierto horizontes nuevos al espíritu de lo cómico, en ocasiones, se deja llevar por la sátira violenta, y a veces, trascendiéndolo presenta una visión de la vida esencialmente cómica… Goya es siempre un gran artista y a menudo un artista aterrador…añadió a ese espíritu satírico español, fundamentalmente alegre y jocoso, que tuvo en su día en la época de Cervantes, algo mucho más moderno, una cualidad muy apreciada en la época actual, un amor por lo indefinible, un sentido de contrastes violentos, de lo aterrador de la naturaleza, de los rasgos humanos que han adquirido características animales….es extraño que este anticlerical haya soñado tan frecuentemente con brujas, aquelarres, magia negra, niños cociéndose en un asador y muchas cosas más: todas las orgías del mundo de los sueños, todas las exageraciones de las imágenes alucinógenas, y por añadidura, todas esas jóvenes españolas, delgadas y blancas que las inevitables brujas lavan y preparan para sus pactos secretos o para la prostitución nocturna. ¡El aquelarre de la civilización! ¡Luz y oscuridad, la razón y la sinrazón se enfrentan en todos estos horrores grotescos!” (Por las dudas, aquelarre es una palabra del euskera asimilada al español, y que se refiere al lugar donde las brujas celebran sus reuniones y sus rituales). Luego de Baudelaire, Los Caprichos de Goya han incidido en el Romanticismo francés, el Impresionismo, el Expresionismo alemán y el Surrealismo: con Goya nace la pintura moderna.
Con la presencia de brujas Goya “desarrolla un mundo de seres misteriosos y demoníacos que el hombre lleva en el subterráneo de su ser. Lo demoníaco es fruto del error del hombre por separarse de la vías de la razón”. Los duendes también aparecen mucho.” En principio, los duendes era una superstición menor que no inspiraba temor, sino que se les veía de forma festiva y burlona. Pero también en el siglo XVIII duende quería decir fraile y por ello los duendes de Goya van vestidos con hábitos religiosos y se convierten en seres siniestros.”
La denominación de Caprichos viene dada por una carta del mismo Goya al vicedirector de la Real Academia de Bellas Artes explicándole que en los nuevos cuadros pintados tras su enfermedad, “…..en los que he logrado hacer observaciones a que regularmente no dan lugar las obras encargadas, en que el capricho y la invención no tienen ensanche”. Antes de llamarlos Caprichos, el artista había pensado en ponerle Sueños, probablemente pensando en los Sueños Literarios de Francisco de Quevedo, también satírico como él. La palabra capricho viene del italiano capricci, imaginaciones de la realidad. Muchos artistas, antes que Goya, habían recurrido a la figura de los caprichos en la literatura y la pintura. “Sin embargo, Goya fue el primer artista en emplear la palabra capricho para referirse a imágenes provistas de intención crítica, de una vena y un propósito de denuncia”.
Goya ya había tenido una experiencia como grabador con las pinturas de Velázquez, junto con Rembrandt, sus grandes maestros. Pero aquí en la serie de los Caprichos alcanzó una madurez extraordinaria. Utiliza una técnica mixta de aguafuerte, aguatinta y retoques con punta seca. Aguafuerte: plancha de cobre con barniz que luego se levanta con una punta de acero por donde va el dibujo, se agrega el ácido o aguafuerte que ataca donde se ha levantado, se entinta la plancha, se pone un papel húmedo y se pasa por los rodillos quedando la estampa grabada. En la técnica del aguatinta en cambio, se extiende una capa de polvo de resina sobre la plancha que de su cantidad dependen los tonos claros o más oscuros, se calienta y la resina se adhiere al cobre, una técnica que le permitía a Goya tratar el grabado como si fuera una pintura. Otra vez Hughes: “Con la mezcla de técnicas del aguafuerte y la del aguatinta, Goya consigue esa inconfundible magnitud profunda, densa, misteriosa en las que las figuras se recortan con tremenda solidez y aplomo, y al mismo tiempo, parecen extrañas apariciones; es una oscuridad en la que se pierden los detalles, de tal modo que nuestra mirada retiene estados de ánimo antes que una descripción del mundo real”.
Comprar copias de una plancha de grabados era mucho más barato que comprar un lienzo, por ello, Goya, como artista comprometido, cumple con la hermosa obligación de llegar a la mayor cantidad posible de corazones pensantes.
Se han hecho de las placas grabadas veinte ediciones de Los Caprichos, la última en Madrid en 1937 por el gobierno republicano en plena guerra civil. Cuando Goya pone a la venta sus Caprichos anunciándose en el Diario de Madrid, promete con los grabados “la censura de los errores y vicios humanos…extravagancias y desaciertos que son comunes en toda sociedad civil”. Para muchos críticos, “no es fácil de decidir si el artista quiere apartar de sí, con un trazo satírico, todos esos errores, vicios, extravagancias y desaciertos, o se siente víctima de ellos”. Goya le dio un ambiguo título a cada capricho con el fin de tener él mismo más escapatorias ante la posibilidad de los terribles interrogatorios de las autoridades reales, religiosas y de la Inquisición, como realmente ocurrió luego, cuando antes las protestas encendidas del clero, Goya tuvo que retirar las estampas, después de catorce días de venta, y regalárselas al rey a cambio de una pensión para el único hijo que le quedaba. Es curioso señalar, que en esa época, eran habituales las tertulias exclusivamente dedicadas a comentar las colecciones de estampas satíricas, y “descubrir” personajes públicos entre los monstruos y bestias de los dibujos, aunque Goya, siempre temiendo represalias, resaltaba que él solo tenía un interés universal en su trabajo.
Hay un capricho de Goya que me lleva atrás en el tiempo. Una tarde veraniega, a finales de los sesenta, yo estaba solo en la playa vacía de Las Delicias de Maldonado. Cuando al sol le quedaban solo quince metros para caer, aparece Taco Larreta, (su nombre, Gualberto José Antonio Rodríguez Larreta Ferreira, su edad actual, noventa años). Llevaba un pantalón corto amarillo, una remera blanca y extiende sobre la arena una toalla violeta. Se sienta y abre un libro que mi curiosidad no alcanza a ver. Pero Taco cambia inmediatamente el libro por el sol, y vuelve a ponerse de pie para ver el acontecimiento acercándose al agua. ¿Taco en su monólogo de Hamlet preguntándose si ser o no ser, o preguntándole al mar por algún crimen histórico no resuelto, o preguntándole a la tarde que se va el eterno e inexplicable misterio de la vida y de la muerte? Preguntas sin respuestas en la obra en la que él estaba actuando sobre el escenario de arena, mar y cielo. Luego de un rato no muy largo, y con esa hermosa luz de cuando el día se ha rendido ante la noche, Taco recoge la toalla violeta, la remera blanca y hace el camino de vuelta con su pantalón amarillo y el libro del que yo no podía leer el título. Al pasar a mi lado, hace un leve movimiento de cabeza de cortesía. ¡¡¡Me saludaba el fundador de Club de Teatro y del Teatro de la Ciudad de Montevideo, el gran actor, el gran director, el crack Taco Larreta! Años después, cuando en otro atardecer se ocultó el sol de la democracia, nos fuimos los dos a España, él a Madrid y yo a Barcelona, (ya no estábamos en Las Delicias). En 1980, Taco Larreta gana el Premio Planeta con la novela Volavérunt, (volando en latín), título del número 61 de los Caprichos de Goya. En la novela, le habla Goya a Godoy en Burdeos: “¿Recuerda usted un “capricho” que intitulé “Volavérunt”? La maja, (se refiere a la duquesa de Alba, su gran amor), lleva muy ufana una gran mariposa en la frente que parece arrastrarla en el vuelo hacia alguna región de delicias e ignora los monstruos que se agolpan y acechan a sus pies. Pero los monstruos terminarán por triunfar, ¿me comprende usted? Y la mariposa no es más que un espejismo. Esos terribles polvillos nos llenan la cabeza de maravillosas mariposas multicolores, pero al fin nos sumen en el horror gris de los demonios. Esa es la idea de Volavérunt. “Goya se refiere aquí a las hojas de la coca, que empezaban a llegar a España en ésas épocas desde Los Andes y cuyo polvillo la duquesa aspiraba por la nariz para drogarse. La lectura de la novela es una delicia de intriga, pero además, me aclaró algunos aspectos de la obra que yo había presenciado en la playa. Evidentemente el libro tenía que ser una biografía de Goya, el amarillo del pantalón corto era el amarillo de Nápoles, combinación de arseniato y acetato de cobre, el más peligroso de todos los colores, el blanco de la remera era el blanco plata que usaban los pintores del siglo dieciocho y también muy peligroso, y finalmente el violeta de la toalla era ni más ni menos que el violeta de cobalto, nombre poético que esconde el arseniato de cobalto, terrible veneno, pese a que con éste color se solía pintar la túnica de Jesús Nazareno. Con uno de esos tres colores sacados del taller de Goya envenenaron a la duquesa de Alba. ¿Quién? Lean la novela o pregúntenle al mar.
La calle Desengaño en Madrid la he caminado alguna vez. Mide muy pocos metros. Es paralela a la Gran Vía, y vieja como es, tendría que ser romántica y encantadora como las callejuelas de Praga. Pero hoy no lo es por los orines y la desesperación y el hambre de algunas mujeres, lo que provoca un ambiente sórdido y decadente. Solo tiene 13 portales. En esa callejuela, en el primer portal vivió Goya y en una perfumería del mismo edificio, puso en venta sus Caprichos por 320 reales cada uno, (1 kilo de pan 6 reales). En esa misma calle, en el número 10, vivió y descubrió a Goya, José Martí, deportado a España en 1871 después de haber caído preso en Cuba con 16 años. Esa misma calle Desengaño, da nombre a la novela del judío alemán Lion Feuchtwanger sobre Goya, un trabajo que le llevó siete años. Lion había nacido en 1884 en Alemania, y su participación como soldado en la primera guerra mundial lo convierte en un extraordinario pacifista; más tarde escribe sensacionales novelas y colabora muchos años con Bertold Brecht; denunciará luego el ascenso de Hitler desde Francia mientras EEUU e Inglaterra le daban una oportunidad al futuro genocida por lo que Feuchtwanger pasó a ser el hombre más buscado por el régimen alemán; años más tarde es detenido en un campo de concentración en Francia del que consigue fugarse, y luego de estudiar la pintura de Goya en Madrid y caminar mil veces por la calle Desengaño, se exilia en Los Angeles, donde le toca enfrentarse a Mac Carthy, para finalmente morir en 1958. Una vida de verdad.
La palabra desengaño en la España de aquella época tenía dos significados. Era desilusión, desencanto, decepción. Pero también, desengaño era escarmiento, intrusión y comprensión.
En la calle Desengaño Martí escribe sobre su desilusión, su desengaño, con los españoles liberales que no admitían para las colonias como Cuba, los mismos derechos de libertades que reclamaban para su país. Martí descubre las pinturas de Goya en academias y talleres, y se admira como el pintor se sobrepuso a su sordera, y de ello extrae uno de sus más caros principios: “el enfrentamiento al sufrimiento mediante la creación artística”. También Martí es uno de los primeros que ve en Goya un adelanto del impresionismo. En la gran obra de Goya, “Una corrida de toros en un pueblo”, por la síntesis compositiva, por el manejo del color y por poner el tema sobre la forma, Martí sentencia: “Parece un cuadro manchado y es un cuadro terminado”. Martí ve en Goya el gran pintor de las mujeres del pueblo,” la salvia de la vida, los ojos de la esperanza”. Martí se reafirma como revolucionario cuando ve la pintura revolucionaria de Goya. Por ejemplo, en el gran cuadro “La casa de los locos”, en un manicomio uno de los locos dirige un ejército, otro lucha contra el rayo de luz que entra por una ventana, otro loco se cree rey con una flauta en una mano y con la otra se sostiene un pie, y a su lado otro es una autoridad religiosa y está dando bendiciones. “Ejército, religión, monarquía, cada uno vive su triunfo, grotescamente, ya que es triunfo inexistente, cada uno es grande en su naufragio”. Dice José Martí, (nombre de mi escuela de la calle Caldas, María Luisa, las crayolas Goya y mi cuadro seco e impresionista): “Este lienzo, La casa de los Locos, es una página histórica y una gran página poética “. En efecto, Martí años más tarde en Nueva York como corresponsal de importantes diarios latinoamericanos, hará de periodista pero a la vez de poeta. José Martí pinta con sus poesías, como Goya en sus Caprichos, el violento futbol yanqui, y los majos y las majas de Goya, (gente de las capas más bajas de los suburbios de Madrid), ahora serán en Martí “el pragmático norteamericano en la Bolsa, en el club de juego, en la tarima electoral”. Martí y Goya, entonces, son una misma línea artística: “el primero aspiró el aurea de los lienzos del segundo, y cada uno en su estilo soltó sus bramidos”. “El aragonés encontró el fragor de su arte con el peso de los años, el habanero, inmediatamente en su vida, como presintiendo la brevedad de su tiempo”.
Un año antes de morir en Francia con 82 años, Goya, valiéndose de una lupa porque ya casi no veía, pinta “La lechera de Burdeos”, un cuadro maravilloso de muchos tonos azules que encierran una dulzura cautivante y que es mi debilidad goyana. Goya nunca llegó a usar mucho el azul, sólo al principio y al final de su vida. “Desde la Edad Media, el azul era el color de la Virgen, por lo que tenía un carácter marcadamente positivo. Al pintar el bellísimo rostro de la muchacha, se despierta en Goya una límpida vena poética, rencontrando las tonalidades tiernas y luminosas, al azul ingrávido de sus primeros cartones, aunque la pincelada breve, los contornos difumados, y la luz que baña la materia sensible, hacen de esta obra el primer cuadro impresionista.” Para muchos otros críticos, y yo lo comparto, el primer cuadro impresionista fue aquél que no cayó en la piscina de María Luisa.
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