sábado

ZARPES DESDE CATALUNYA / LUIS SILVA SCHULTZE


LLUVIA DE GOLES

Siempre se ha dicho que los uruguayos son hijos de los barcos. Al puerto de Montevideo, luego de la llegada de los españoles en el siglo dieciséis, arribó gente de todo el planeta como colonizadores, esclavos, piratas, capitalistas, exiliados políticos, aventureros y sobre todo emigrantes buscando una vida mejor.

En el caso de Pachicho, sus ancestros llegaron del África encadenados y hacinados en lúgubres bodegas, por lo que durante toda su vida el corazón les latió al ritmo de un tamboril repiqueteado ardorosa y febrilmente desde el dolor de una libertad perdida. Años más tarde la esclavitud fue abolida, pero allí siguieron en el país los descendientes de los esclavos con su música de candombe, que hoy bailan blancos y negros, y, finalmente, quedó su gallardía, aquella que tiene el rebelde que nunca se entrega ante la injusticia y que siempre fue asumida como suya por todo el pueblo uruguayo.

Por el mismo puerto, en la segunda mitad del siglo diecinueve, llegaron capitalistas y obreros ingleses que también influyeron en la vida de Pachicho, porque marcaron su vida laboral y su pasión deportiva. Los ingleses hicieron correr por aquellos campos casi vacíos las primeras locomotoras a carbón y las primeras pelotas de fútbol, deporte desconocido hasta ese entonces en el Uruguay. Pachicho trabajó, casi desde adolescente, en los talleres centrales del ferrocarril, en el viejo barrio de Peñarol, al norte de Montevideo. El nombre de esta localidad nace de la nostalgia de sus primeros habitantes, unos agricultores italianos procedentes de Pinerol, en el Piamonte. Frente a los talleres del tren se encontraba el Centro Artesano, un espacio cultural al servicio de los trabajadores y de los vecinos, con varias pantallas de cine, salas de teatro, una gran biblioteca y una academia de oficios ferroviarios. Y fue en ese local donde los ingleses dueños del ferrocarril fundaron el club de fútbol Peñarol, en 1891. Su camiseta, a rayas verticales amarillas y negras, era igual a como estaban pintadas las barreras de los pasos a nivel en la vía del tren. Si Peñarol es tren y carbón, tamboril, vino tinto, trabajo duro de las clases humildes y fútbol, mucho fútbol, Pachicho, más que hincha de Peñarol, era él mismo Peñarol.

En las vacaciones de una Semana Santa, Pachicho, con la camiseta peñarolense puesta, se fue con sus amigos a un campamento a la playa de Piriápolis, cien kilómetros al este de Montevideo. El día que llegaron, sábado, tuvieron que instalarse bajo un fuerte aguacero, que se hizo más intenso con el correr de las horas. La carpa tenía una capacidad para cuatro personas, pero el grupo era de diez. Habían llevado también una bombona de gas para cocinar, pero por la lluvia torrencial nadie se animaba a ir hasta el supermercado a comprar la comida. Del travesaño horizontal colgaba una radio portátil japonesa, toda una gran novedad a principios de los sesenta. Los planes de jugar al fútbol con una pelota de goma en la playa, hacer luego un buen asado en alguna parrilla prestada y salir de noche a bailar con los Beatles y los Rolling se tuvieron que cambiar por escuchar cuentos y anécdotas en aquel espacio muy cálido pero sumamente reducido, donde ya empezaban a hacerse sentir las primeras goteras. Nadie había contado con que pudiese descargarse un temporal así.

Tres días después aquella furia del agua era tan grande que todos pensaban que el fin del mundo se iba a producir antes del Viernes Santo. Fue entonces cuando Pachicho preguntó si alguien lo acompañaba a rezarle a San Antonio. No era para pedir que parara de llover (en realidad él no le daba ninguna importancia a este detalle atmosférico) sino para que Peñarol tuviera suerte al día siguiente, miércoles, en la final de la Copa de Campeones que se jugaba en Chile contra el Independiente de Argentina. San Antonio estaba desnudo, sin ningún techo de resguardo, en la cumbre del cerro que dominaba el balneario, a cinco kilómetros de la carpa. Nadie tenía un paraguas, y menos un auto. San Benito y San Baltasar fueron siempre los santos preferidos de la raza negra en el Uruguay, pero a falta de pan...

Luego de la pregunta de Pachicho hubo un gran silencio general, y aunque nadie decía claramente que no, todos miraban hacia la puerta de la carpa, como queriéndole recordarle al peñarolense lo que pasaba afuera. Bueno, para algo están los amigos, pensó el flaco Luis mientras se levantaba decidido a acompañarlo. Al contrario que Pachicho -que tenía una religión globalizada donde convivían las creencias cristianas de la iglesia de su barrio más el protestanismo de los ingleses del tren y los rituales mágicos de sus ancestros- Luis era un ateo que había recibido una educación extremadamente científica y no creía, por lo tanto, que existiera una fuerza sobrenatural que pudiese actuar sobre ninguna pelotita que picara aquí abajo en la Tierra. Pero aquella educación también le había enseñado a valorar la lealtad, la fidelidad y la amistad con la vida tanto en las sequías como en las inundaciones. Empaparse por acompañar solidariamente a Pachicho no significaría, entonces, renunciar a sus principios. Y además, como él también era hincha de Peñarol y todos tenemos dudas, quizás...

Y allá iban subiendo los dos hasta el santo, más nadando que caminando. Pachicho murmuraba sus primeros rezos para calentar los motores a medida que se acercaban al cielo lleno de nubes rotas, mientras Luis se preguntaba qué podría hacer Dios, aceptándose la hipótesis de su existencia, en el caso de que hubiera hinchas empapándose igual que ellos por Independiente en un cerro argentino.

Al fin, ya en estado líquido, llegaron al lugar sagrado. Era evidente que esta ceremonia no se iba a suspender por lluvia. Pachicho se adelantó para arrodillarse sobre un charco con olas que había al pie de la estatua, y comenzó a implorar con los brazos extendidos en dirección contraria a la catarata que les llegaba desde la cabeza del santo. La fe en lo divino y el amor por Peñarol de Pachicho parecían capaces de mover las montañas que ni siquiera tiene el Uruguay. Mientras tanto Luis se duchaba muy conmovido por aquella conexión con el más allá, aunque de golpe pensó que ya era hora de irse, porque si realmente existía alguien que estaba escuchando aquellos ruegos, a esta altura debía tener clarísimo lo que se le estaba pidiendo.

Volvieron a la carpa tiritando, estornudando y mareados por la fiebre. Nadie salió a darles la bienvenida y ellos se envolvieron en mantas para dormir con la satisfacción del deber cumplido, cada uno el suyo.

Al día siguiente escucharon el partido por la radio y cuando empezaron a llover los goles argentinos nadie dijo una palabra esperando quizás una nueva hazaña de los uruguayos, pero esta vez el resultado final fue: Independiente 4, Peñarol 1.

Ahora todos miraban de reojo a Pachicho, que parecía más triste que sus antepasados con cadenas y más mojado por el llanto que por la lluvia del día anterior.

Hasta que Luis, sin poder aguantar la tentación, preguntó:
-¿Para qué sirvió lo de ayer si hoy nos metieron cuatro goles?
Pachicho, dolorido pero sereno, respondió:
-Suerte que fuimos. Si no, nos hacían doce.


No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+