HUGO GIOVANETTI VIOLA
OCTAVA ENTREGA
Isaías Cruz colocó el cordero en la parrilla recordando una vieja Navidad cuando su esposa estaba embarazada de Caupolicán, el mayor de sus hijos. Fue la primera vez que asó un cordero para Navidad, recordó levantando casi verticalmente la botella de sidra. Ahora tenía una oscilante sensación de lucidez inversa, como si no pudiera distinguir entre muertos y ausentes. Cuando apareció Alondra (apenas agitada por correr por el pasto) el viejo se bandeó: tuvo la sensación de haber entrado demasiado en la otra lucidez. La chiquilina se sentó enfrente suyo con el cuerpo delgado y canela brillando al ritmo de las brasas. Tenía un vestido blanco y una muda sonrisa de acompañamiento. Cruz besó la botella. “Yo estoy casi segura que va a haber temporal” dijo Alondra torciendo la cabeza. El viejo miró el faro y su ojo luminoso girando en la bruma. Su lucidez ya no oscilaba más. Dijo que a lo mejor, pero que no se preocupara demasiado por eso. Después arregló el fuego y vio a la chiquilina levantar la cabeza de ojos fijos en dirección al viento que movía las calagualas. No dijeron más nada por un rato. Cuando volvió a ver la sonrisa de acompañamiento Cruz removió las brasas largamente para poder llorar con ruido a llama.
El cementerio yo lo conocí allá por el año 34, cuando empezamos a viajar a Lobos con mis hermanos y el primo Isaías. Él era de Maldonado, pero nosotros fuimos los tres primeros loberos de Valizas que viajaron a Lobos. Nos tomábamos un motocar en La Paloma y al llegar a San Carlos tomábamos un taxi que nos salía tres pesos, me acuerdo. Después cruzábamos en lanchas a vela y cruzábamos en bote, porque allá no hubo puerto hasta el cuarenta y pico. Era brava la cosa. La zafra empezaba en mayo y se iba hasta setiembre y en todo ese tiempo no matábamos más de ochocientos bichos sin seleccionar: hembra, chico y peluca. Éramos dieciséis y dos graseros (que eran de Maldonado) y en ese tiempo se hacían las corridas de la costa para arriba y el rodeo hasta un corral donde encerrábamos hasta trescientos lobos. Lo peor de todo era quedar de guardia, porque a veces los bichos arrasaban con todo. Una vez en Las Bóvedas un peluca me tiró un tarascón y me peló la boina. Pero en aquel entonces nadie protestaba. Lo que sí conseguimos -el segundo año- fue que dejaran de pagarnos veinte pesos mensuales y ocho centésimos por cuero: arreglamos a cincuenta centésimos por cuero y ningún sueldo fijo. Pero era bravísimo. Se trabajaba hasta entrada la noche y había que llevar los cueros a cacumba (que con grasa pesaban como sesenta quilos cada uno, lo menos). Bueno, para el primo Isaías la cosa fue más fácil: todavía era soltero y le gustaba estar cerca de Maldonado, donde murió la madre. Y había un farero sueco que a mi primo y al Papalote les enseñó hasta a leer. Era un hombre rarísimo, aquel sueco. Se llamaba Jonás y se daba unas brutas vueltas carnero por la tierra y no quería cruzar a Maldonado ni pa desempolvarse. Claro que ya era viejo, el hombre. Me dijo un grasero que Jonás naufragó en el Santander y que después se hizo Cristo Amarillo allá en Punta Ballena. Isaías no me quiso contar nunca la historia porque lo quería tanto al loco que el día que murió lo llevaron al mar con el Mudo Saldivia, y al volver traía cara de cadáver. Me arrastró al cementerio y me dijo: “Bonito: fue la mano de Dios la que puso las flores en estas botellas”.
Fue al atardecer. Había ido a cambiar las flores de paso para el manantial (y aprovechando que los otros estaban borrachos) y a volver me serví de caña de La Habana contrabandeada por Södergran, el mismo capitán que me regala los libros. Era una buena caña, pero no me hizo nada bien. Yo había estado leyendo Heart of Darkness y es posible que la escena final me haya predispuesto. Pero lo cierto es que ese atardecer esperaba el milagro, irrazonablemente. Ni siquiera había visto la vela de la lancha que se acercaba desde Punta del Este: la descubrí recién cuando ya estaba cerca y otras dos blandas velas circulares brillaban entre la luz anaranjada. Eran una sombrilla y una capelina. Tampoco sé si fue al verla en el bote con el pescador que adiviné quién era la muchacha. Pobrecita, pensé mirándole la furia. Ella me preguntó si aquí había un cementerio y se dejó llevar entre las calagualas sin agregar palabra. Cuando llegamos no se persignó. Bajó la cara y pasó del dorado al rojo y al violeta sin aflojar un músculo -solamente sus velas circulares seguían temblando en la furia del viento. Cuando el viento fue azul ella subió la cara y dijo sin mirarme: “Me contaron que aquí hay dos hombres enterrados desde 1922” . “Sí” le dije: “El domingo van a hacer ocho años”. Los bajaron de un barco y pidieron permiso para-”. “¿Cuál era el barco?”. “Eso nunca lo supe, señorita”. “¿Y en qué idioma le hablaron?”. “En francés”. La muchacha empezó a resplandecer. Le voló un halo azul que atravesó la noche y al subir se llevó su adolescencia (no su inocencia) y la estrelló en la sombra. La mujer suspiró y me dijo: “Vamos”.
Esa noche durmió vestida en mi camastro mientras yo no velaba el mar sino su traje: me acercaba a la puerta y escuchaba el rumor de la gasa temblando en el camastro. Esa noche subí y bajé unas cuantas veces -casi trotando- y al amanecer recordé lo que me puso en el álbum del faro Helvecio Giovanetti, un empleado del gobierno que viene a Lobos para estudiar la reglamentación de las matanzas. (Giovanetti es un gran tirador y un hombre fieramente puro. Hace poco me trajo recortada una partida de ajedrez que jugó su sobrino Hugo en 1935 -a los quince años- contra el campeón uruguayo y casi no lo creo.) Pero lo que me asombra fue no haberle arrancado aquella noche su sentido machistamente triste a la dedicatoria: Que este faro no sea para los buques lo que la luz para las mariposas. La releí al amanecer y más abajo descubrí otra frase que me sobresaltó: Le combat spirituel est aussi brutal que la Bataille d’hommes. Yo no había visto nunca aquella frase -demasiado sencilla para parecer simple- y el hombre que la escribió a escondidas en el álbum del faro tuvo que ser forzosamente un secreto Lord Jim. Eso pensé, tratando de acordarme qué francés vino a Lobos en los últimos años. Entonces me puse a temblar. Lo volví a ver desembarcando aquel atardecer de verano con su panamá blanco y la barba incendiada bajo el empozamiento de unos ojos desnudos. Era un gigante apenas más que yo, curiosamente delicado y lúcido cuando hablaba de cosas que no le importaban -o ilustraba proyectos inasibles con amplísimos giros de las manos. Al principio le hablé de la faena y él no mostró interés más que cuando le expliqué lo del olor humano. “Ah, ¿los lobos se asustan de nosotros?” se rio: “Bueno, es algo muy lógico” (ellos dicen normal y él lo dijo con su rostro bretón fruncido hasta el desprecio). Después le hablé de Darwin y del fallido desembarco en Lobos, pero Monsieur Boursault desnudó una mirada de un desinterés tal que casi lo mando al diablo. Calma Jonás, pensé: La Virgen pidió paz. Entonces se me ocurrió ofrecerle una copa de caña. El francés reflotó radiantemente: sacó a girar los brazos y me contó la historia de su increíble romance en Maldonado y después preguntó si estaba al día con la poesía francesa. Yo le dije que no -y era responsabilidad de Södergran, por cierto. Entonces Monsieur Boursault me recitó unos poemas tan maravillosamente terribles que empecé a respetarlo. Eran de un muchachito que dejó de escribir a los veinte años, me dijo. De repente se paró y caminó hasta la puerta y olfateó la noche: “Voy a volver” me dijo: “Voy a casarme con esa muchacha y a quedarme a vivir en el Polonio, ese lugar donde no llega nadie y hay arena y tormentas y mosquitos. Vamos a vivir solos, defendiéndonos solos y sufriendo”. Lo miré terminar otro vaso de caña sin poder escapar de su otra sobriedad. Era como mirar una retina rota en un callejón. “¿Sabe?” dijo Boursault: “Rimbaud quiso cambiar la vida. Y lo castraron. ¿Nunca estuvo en la guerra?”. “Soy loco pero no tanto, hermano” contesté.
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