sábado

JOSEPH CONRAD (1857 - 1924)

EL DUELO


CUARTA ENTREGA

CAPITULO II (2)

Como el otro oficial no pertenecía a su regimiento, el coronel no tuvo dificultad en creer lo que D'Hubert decía. Comenzó a pasearse por la pieza. Era un buen jefe, hombre capaz de manifestar una discreta comprensión. Pero también era humano en otros sentidos, y esto quedó demostrado porque era incapaz de fingir.

-Lo peor de todo, teniente -declaró ingenuamente-, es que ya he declarado mi propósito de llegar al fondo mismo de esta cuestión. Y cuando un coronel dice algo..., usted comprenderá...
El teniente D'Hubert lo interrumpió con gravedad:
-Le ruego, mi coronel, que acepte mi palabra de honor, de que me vi colocado en una situación enojosa en la cual no tenía alternativa, no tenía otra salida honorable que se ajustara a mi dignidad de hombre o de oficial... Al fin y al cabo, mi coronel, la razón del incidente no es más que esto. El resto no es sino simple detalle.

El coronel se detuvo bruscamente. Había que tomar en cuenta la fama de buen criterio y buen carácter de que el teniente D'Hubert gozaba. Poseía un cerebro lúcido y un corazón franco, claro como el día. Siempre intachable en su conducta. Era preciso confiar en él.

El coronel dominó virilmente una inmensa curiosidad.
-¡M,m! Me lo asegura como hombre y como oficial... Ninguna alternativa, ¿eh?
-Como oficial..., como oficial del 4º regimiento de húsares también -insistió el teniente D'Hubert-. No la tenía. Y ése es el secreto del asunto, mi coronel.
-Sí, pero aun no comprendo por qué a su coronel... Un coronel es como un padre..., que diable!
No debió haber dejado escapar tan fácilmente al teniente D'Hubert. Este comenzaba a ser presa de su debilidad física son un sentimiento de humillación y desesperación.
Pero lo embargaba la mórbida testarudez de los enfermos y al mismo tiempo sintió, con desconsuelo, que los ojos se le llenaban de lágrimas. Esta dificultad parecía irreprimible. Una lágrima cayó rodando por la demacrada y pálida mejilla del teniente D'Hubert.

El coronel le volvió rápidamente la espalda. Se habría podido escuchar la caída de un alfiler.
-Se trata de algún estúpido enredo de mujeres..., ¿no es así?
Al pronunciar estas palabras, el jefe giró súbitamente sobre sus talones para sorprender la verdad, que no es un bello objeto oculto al fondo de un pozo, sino un pájaro huidizo más fácil de coger por medio de estratagemas. Fue ésta la última maniobra diplomática del coronel. Vio la luminosa verdad claramente reflejada en el ademán del teniente D'Hubert, que levantaba sus débiles brazos y los ojos al cielo en un ademán de suprema protesta.
-¿Qué no es un asunto de mujeres? -gruñó el coronel con mirada severa. -No le pregunto quién es ni cómo sucedió. Lo único que deseo saber es si hay una mujer mezclada en este asunto.
El teniente D'Hubert dejó caer los brazos y pronunció con voz patéticamente temblorosa:
-No se trata de eso, mi coronel.
-¿Me da su palabra de honor? -insistió el viejo guerrero.
-Se la doy.
-Está bien -dijo pensativo el coronel y se mordió el labio. Los argumentos del teniente D'Hubert, apoyados por la simpatía que el individuo le inspiraba, lo habían convencido. Por otra parte, era sumamente molesto que esta intervención, de la cual no había hecho ningún misterio, no diera resultados palpables. Entretuvo aún algunos minutos al teniente D'Hubert y luego lo despidió amablemente:
-Permanezca unos días más en cama, teniente. ¿Qué diablos pretende el médico al declararlo a usted apto para el servicio?

Al salir de las oficinas del coronel, el teniente D`Hubert no dijo una palabra de lo sucedido al amigo que lo esperaba afuera para acompañarlo a su casa. No dijo nada a nadie.

El teniente D'Hubert no tuvo un solo confidente. Pero en la noche de aquel mismo día, mientras paseaba con su ayudante bajo los olmos que crecían junto a sus habitaciones, el coronel abrió los labios.
-He llegado al fondo de la cuestión -declaró.
El teniente coronel, un hombrecito seco y moreno con un par de cortas chuletas, abrió prontamente los oídos aunque sin manifestar en lo más mínimo su viva curiosidad.
-No se trata de una bagatela -agregó el coronel en tono de oráculo.
El otro esperó mucho rato antes de murmurar:
-Es posible, señor.
-No es una bagatela -repitió el coronel mirando fijamente hacia adelante. -De todos modos, he prohibido a D'Hubert lanzar o aceptar un desafío de Feraud dentro de los doce meses próximos.

Había imaginado esta prohibición a fin de salvar su prestigio de coronel. Pretendía con ello dar un carácter oficial al misterio que rodeaba la mortal disputa. El teniente D'Hubert rechazaba con impasible silencio todas las tentativas encaminadas a arrancarle su secreto. Un tanto inquieto al principio, el teniente Feraud recobraba su aplomo a medida que avanzaba el tiempo. Disimulaba su ignorancia del motivo de la tregua impuesta, con risitas sarcásticas, como si le divirtiera la naturaleza del secreto que guardaba. "¿Pero qué vas a hacer?", le preguntaban continuamente sus amigos. Él se contentaba con replicar: “Qui vivra verra”, con un gesto ligeramente truculento. Y todos admiraban su discreción.

Antes de que la tregua llegara a su término, el teniente D'Hubert obtuvo su mando. Este ascenso era bien merecido; sin embargo, nadie lo esperaba. Cuando el teniente Feraud se impuso de ello en una reunión de oficiales, murmuró entre dientes:
-¿Es posible?
Inmediatamente descolgó su sable de una percha junto a la puerta, se lo abrochó cuidadosamente a la cintura y abandonó la sala sin decir más. Se dirigió lentamente a sus habitaciones, raspó su pedernal y encendió la vela de sebo. En seguida, cogiendo un inocente vaso de cristal de sobre la repisa de la chimenea, lo lanzó violentamente al suelo.

Ahora que D'Hubert era un oficial de rango superior, era imposible intentar otro duelo. Ninguno de los dos podía lanzar o aceptar un desafío sin exponerse a comparecer ante una corte marcial. No se podía pensar en ello. El teniente Feraud, que desde hacia algún tiempo no había sentido ningún deseo de enfrentarse con el teniente D'Hubert con las armas en la mano, se rebelaba ahora contra la sistemática injusticia de su destino. "¿Acaso supone que de este modo se me podrá escapar?", pensó con indignación. Inmediatamente creyó ver en este ascenso una intriga, una conspiración, una cobarde maniobra. Ese maldito coronel sabía lo que hacia. Se había apresurado a recomendar a su favorito para la promoción. Era inconcebible que un hombre pudiera evadir las consecuencias de sus actos en una forma. tan oscura y tortuosa.

De una naturaleza bohemia, de un temperamento más belicoso que militar, el teniente Feraud se había contentado hasta entonces con dar y recibir golpes por puro amor a la lucha y sin pensar mayormente en progresar en su carrera; pero ahora despertó en él una violenta ambición. Este luchador por vocación decidió aprovechar toda oportunidad de lucirse y suscitar la opinión favorable de sus jefes, como un vulgar cortesano. Se sabía tan valiente como el que más y no dudaba de su seducción personal. Sin embargo, ni su bravura ni su simpatía parecían producir los efectos deseados. Su carácter despreocupado y animoso de beau sabreur experimentó un cambio. Empezó a hacer amargas alusiones respecto a los "individuos que no se detienen en nada con tal de avanzar". El ejército estaba lleno de estos sujetos, decía; no había más que mirar alrededor. Pero mientras afirmaba esto, sólo pensaba en una persona: su adversario, D’Hubert.

Una vez declaró a un amigo comprensivo:
-Tú has visto, yo no sé adular a los grandes. No está en mi carácter.

No obtuvo su promoción hasta una semana después de Austerlitz. Durante algún tiempo, la caballería ligera del gran ejército estuvo ocupadísima en interesantes labores;
Apenas disminuyó la atención de las tareas profesionales, el capitán Feraud se preocupó de organizar un encuentro sin pérdida de tiempo.

"Conozco bien a mi pájaro -observaba sombríamente. -Si no ando muy vivo, se las arreglará para que lo asciendan por sobre una docena de compañeros más meritorios que él. Tiene un verdadero talento para esta clase de maniobras."

Este duelo se llevó a cabo en Silesia. Y si no terminó con una derrota, fue por lo menos proseguido hasta el total agotamiento de ambos contrincantes. El arma era el sable de caballería, y la pericia, la, ciencia, el vigor y la determinación de ambos adversarios provocaron la admiración de los testigos. Este encuentro se convirtió en el tópico de mayor interés en ambas orillas del Danubio y su rumor alcanzó hasta las guarniciones de Gratz y Laybach. Siete veces cruzaron los sables. Ambos tenían heridas de las que manaba sangre en abundancia. Ambos rehusaron interrumpir el combate, rechazando toda insistencia, manifestando un mortal rencor. Por parte del capitán D'Hubert, esta impresión era causada por su deseo racional de terminar de una vez por todas con el asunto; por parte del capitán Feraud, por una tremenda exaltación de sus instintos belicosos y el formidable estímulo de la vanidad herida. Finalmente, desgreñados, con las camisas hechas jirones, ensangrentados y manteniéndose difícilmente en pie, fueron separados a la fuerza por sus atónitos y horrorizados padrinos. Más tarde, asediados por sus compañeros ansiosos de conocer los detalles, estos caballeros declararon que no habrían podido permitir que continuaran indefinidamente en esa carnicería. Cuando se les preguntó que si esta vez los adversarios consideraban saldada su diferencia, expresaron su convencimiento de que era ésta de tal naturaleza, que sólo podría liquidarse con la vida de una de las partes. La sensacional noticia se extendió de un cuerpo de ejército a otro, penetrando hasta los más pequeños destacamentos de tropas acantonados entre el Rin y el Save. En los cafés vieneses se estimaba, por datos fidedignos, que los adversarios estarían en condiciones de enfrentarse nuevamente en el campo del honor, al cabo de tres semanas. Se esperaba algo realmente extraordinario en materia de duelos.

Estas esperanzas fueron frustradas por las exigencias del servicio, que separaron a losdos capitanes. Las autoridades oficiales no se habían dado por enteradas de su desafío. Era esta una cuestión de honor que ya pertenecía al ejército y no se le podía comentar ligeramente. Pero la historia del duelo, o más bien la afición duelística de nuestros héroes, debe haberse interpuesto en el progreso de sus respectivas carreras, pues aun eran capitanes cuando volvieron a reunirse durante la guerra con Prusia. Destacados hacia el Norte después de Jena, junto con el ejército dirigido por el mariscal Bernadotte, príncipe de Ponte Corvo, entraron juntos en Lülbeck.

Sólo al cabo de la ocupación de la ciudad se dio tiempo el capitán Feraud para reflexionar sobre su futuro proceder. En vista de que el capitán D’Hubert había sido nombrado tercer ayudante de campo del mariscal. Meditó en ello gran parte de la noche, y por la mañana mandó llamar a dos fieles amigos.

-Lo he pensado con toda calma -les dijo, mirándolos con los ojos congestionados y cansado. -Estoy decidido a terminar de una vez con este intrigante personaje. Ya se ha ingeniado para introducirse en la escolta personal del mariscal. Constituye esto una provocación directa. No puedo tolerar una situación en la cual me veo expuesto a recibir cualquier día una orden por su intermedio. ¡Y sabe Dios qué clase de orden puede ser! Casos como éste ya tienen precedentes..., y con eso basta. No hay duda de que él lo sabe perfectamente. No puedo deciros más. Ahora sabéis lo que tenéis que hacer.

El encuentro tuvo lugar en las afueras de Lübeck, en campo muy amplio, elegido con especial deferencia hacia la división de caballería perteneciente al ejército, que deseaba que los dos oficiales se batieran a caballo esta vez. Al fin y al cabo, este lance de honor era un asunto de caballería, y el persistir en luchar a pie, podía considerarse como una ofensa a sus propias armas. Impresionados por los caracteres insólitos de la insinuación, los padrinos se apresuraron en consultar a sus apadrinados. El capitán Feraud aceptó la idea con entusiasmo. Por alguna oscura razón, nacida, sin duda, de su psicología, se creía invencible a caballo.

Encerrado solo, entre los cuatro muros de su aposento, se frotó las manos, exclamando triunfante: "¡Ah!, mi bello oficialito, esta vez no te me escapas".

En cuanto al capitán D'Hubert, después de mirar con fijeza a sus amigos por un momento, se encogió ligeramente de hombros. Este asunto había complicado su vida de un modo irremediable e insensato. Un disparate más o menos en su desarrollo, no le importaba aunque lo absurdo le desagradaba siempre profundamente; pero con su acostumbrada amabilidad esbozó una sonrisa ligeramente irónica y dijo con voz tranquila:
-Por lo menos disipará en algo la monotonía del asunto.
Cuando lo dejaron solo se sentó junto a su mesa y apoyó la cabeza en las manos.

Había trabajado intensamente en los últimos tiempos, y el mariscal se había mostrado particularmente exigente con sus ayudas de campo. Las últimas tres semanas de campaña en un clima hostil habían afectado su salud. Cuando estaba muy cansado lo torturaba una dolorosa puntada en el costado herido, y esta desagradable sensación lo deprimía.

"Esto es, sin duda, obra de ese bruto", pensó amargamente.

El día antes había recibido una carta de su familia, anunciándole que su única hermana se casaba. Recordó que desde que ella tenía dieciséis años y él veintiséis, cuando fue trasladado a la guarnición de Estrasburgo, sólo la había visto dos veces durante cortos ratos.

Habían sido grandes amigos y confidentes, y ahora ella sería entregada a un hombre que él no conocía, personaje sin duda muy meritorio, pero difícilmente digno de ella. Nunca volvería a ver a su Leonie. Tenía ella una cabecita inteligente y un gran tacto; seguramente sabría manejar a su marido. No abrigaba el menor temor respecto a su felicidad, pero se sentía excluido del primer lugar en su afecto, sitio que siempre le correspondió desde que la pequeña supo hablar. Una melancólica nostalgia de los días de su infancia invadió al capitán D'Hubert, tercer ayuda de campo del príncipe de Ponte Corvo.

Dejó a un lado la carta de felicitaciones que había comenzado sin entusiasmo, por cumplir con un deber. Cogió una hoja limpia y trazó estas palabras: Mi última voluntad y testamento. Al contemplar esta frase se entregó a desagradables meditaciones: el presentimiento de que jamás volvería a disfrutar de los paisajes de su niñez pesaba sobre el ánimo ecuánime del capitán D'Hubert. De un salto se puso en pie, empujando su silla y bostezó exageradamente como señal de que no daba importancia a sus presentimientos, y, tumbándose sobre el lecho, se durmió. Durante la noche se estremeció violentamente varias veces, pero sin despertar. Por la mañana cabalgó hacia las afueras de la ciudad entre sus dos padrinos, charlando de temas indiferentes y observando a izquierda y derecha, con aparente desenvoltura, la espesa niebla matinal que cubría los verdes prados lisos bordeados de cercas.

Saltó un foso y divisó la silueta de varios hombres montados que cabalgaban envueltos en la neblina.
"Parece que tendremos que batirnos ante una numerosa galería", murmuró amargamente para sí.
Sus padrinos se encontraban preocupados por el estado del tiempo, pero de pronto los pálidos rayos de un sol anémico perforaron trabajosamente las pesadas evaporaciones, y el capitán D'Hubert vio, a cierta distancia, a tres jinetes que galopaban separados de los demás.

Eran el capitán Feraud y sus padrinos. Sacó el sable y comprobó que lo tenía bien sujeto a la muñeca. Y luego los padrinos, que se habían mantenido hasta entonces en un grupo cerrado, con las cabezas de los caballos juntas, se separaron a trote lento, dejando un amplio espacio entre él y su adversario. El capitán D'Hubert miró el pálido sol, observó la desolación de los campos, y la estupidez de la lucha inminente lo llenó de tristeza. Desde un rincón apartado del prado, una voz estentórea gritó las órdenes a intervalos regulares: Au pas... Au trot... Charrrgez!...

No sin motivos experimenta el hombre presentimientos de muerte, pensaba D'Hubert en el preciso momento en que espoleaba su cabalgadura. Y por esto quedó enormemente asombrado cuando, a la primera arremetida, el capitán Feraud recibió una herida en la frente, que, cegándolo con su sangre, puso fin al combate casi antes de que empezara. Era imposible continuar. Dejando a su enemigo, que blasfemaba horriblemente, debatiéndose entre sus dos afligidos amigos, el capitán D'Hubert volvió a saltar el foso hacia el camino y troto rumbo a casa con sus dos padrinos, al parecer anonadados por el vertiginoso desenlace del encuentro. Esa noche, D'Hubert terminó la carta de felicitaciones a su hermana.

La terminó muy tarde. Era una carta larguísima. El capitán dio rienda suelta a su imaginación. Dijo a su hermana que se sentiría muy solo después del cambio que ocurriría en su vida; pero pronto llegaría también el día en que él mismo se casaría. Efectivamente, soñaba con épocas futuras en que ya no habría nadie con quien pelear en Europa y que todas las campañas estuvieran terminadas. Espero entonces -escribía- encontrarme a una prudente distancia del bastón de mariscal, y para esa fecha tú ya serás una mujer casada llena de experiencia. Entonces me buscarás una esposa. Es probable que cuando esto ocurra, me encuentre un poco calvo y un tanto "blasé". Desearé entonces una muchacha joven, hermosa, por supuesto, y con una apreciable fortuna que me ayude a terminar mi gloriosa carrera con el esplendor que corresponda a mi alto rango. Terminaba relatando que acababa de dar una lección a un fastidioso y pendenciero individuo que se imaginaba ofendido por él.

Pero si en la lejanía de tu provincia -continuaba- oyes alguna vez decir que tu hermano es un hombre belicoso, no lo creas. No se puede prever cuántos chismes de nuestro ejército pueden llegar a tus inocentes oídos. Pase lo que pasare, puedes estar segura de que tu amante hermano no es un duelista. En seguida el capitán D'Hubert arrugó en su puño la hoja vacía encabezada sólo con las palabras: Mi última voluntad y testamento, y la danzó al fuego con una gran carcajada. Ya, no le importaba un bledo lo que aquel demente pudiera tramar. Había llegado de pronto al convencimiento de que su adversario era absolutamente impotente para afectar su vida en cualquier sentido, a excepción, tal vez, de su peculiar capacidad para introducir un episodio particularmente excitante en los deliciosos y alegres intervalos entre dos campañas.

Pero de aquí en adelante no volverían a repetirse los pacíficos interludios en la carreradel capitán D'Hubert. Cruzó los campos de Eylau y Friedland, avanzando y retrocediendo por la nieve, el fango y las polvorientas planicies de Polonia; recogiendo distinciones y ascensos en todos los caminos de la Europa Nororiental. Entretanto, el capitán Feraud, trasladado al Sur con su regimiento, proseguía una guerra infructuosa en España. Sólo cuando empezaron los preparativos para la campaña rusa, se le envió nuevamente al Norte. Abandonó sin pena la patria de las mantillas y las naranjas.

Los primeros síntomas de una discreta calvicie agregaban distinción a la altiva frente del coronel D'Hubert. Esta parte de su rostro ya no era blanca y suave como en su juventud; la bondadosa y franca mirada de sus ojos se había endurecido un poco, como si esta expresión se debiera al esfuerzo continuo de atisbar a través del humo de las batallas. La negra cabellera del coronel Feraud, áspera y crespa como un gorro de crin, mostraba ya muchas hebras plateadas junto a las sienes. Una detestable campaña de emboscadas y desafortunadas sorpresas no había mejorado su carácter. La curva pronunciada de su nariz se veía desagradablemente acentuada por los profundos pliegues que flanqueaban su boca. La órbita redonda de sus ojos irradiaba mil arrugas. Más que nunca tenia el aspecto de algún pájaro irritable y de fija mirada; era como un cruce entre loro y lechuza. Todavía manifestaba agresivamente su repugnancia por "los individuos intrigantes". Aprovechaba la menor oportunidad para declarar que él no iba a buscar sus promociones en las antesalas de los mariscales. Los infortunados -civiles o militares- que con la intención de hacerse agradables rogaban al coronel Feraud que contara la forma cómo se le había producido aquella visible cicatriz en la frente, se sorprendían al ser desairados en diversas formas, algunas de ellas simplemente groseras y otras misteriosamente sarcásticas. Los oficiales más jóvenes eran amablemente aconsejados por sus compañeros de mayor experiencia, paraque no miraran la cicatriz del coronel. Pero tenía que ser muy novicio en la profesión el oficial que no hubiera oído hablar de la legendaria historia de aquel duelo originado en una secreta e imperdonable ofensa.

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