sábado
TRES CUENTOS CORTANTES
FREDRIC BROWN (1906- 1972): CARTA MORTAL
HERMAN HESSE (1877-1962): LA EJECUCIÓN
ARTHUR KOESTLER (1905-1983)________________________________________________
FREDRIC BROWN: CARTA MORTAL
Laverty pasó por una de las ventanas abiertas y cruzó silenciosamente la alfombra, hasta que se situó detrás del hombre de cabellos grises que trabajaba en el escritorio.
-Hola, diputado -saludó.
El diputado Quinn volvió la cabeza y se puso en pie, tembloroso, al ver el revólver con el que le apuntaba Laverty.
-Laverty -recriminó-, no seas necio.
-Te dije que lo haría algún día. He esperado cuatro años, pero ya ha llegado la hora.
-No quedará impune, Laverty. He dejado una carta que deberá ser entregada si yo muero.
-Mientes Quinn -rio Laverty-. No podrías escribir una carta responsabilizándome de nada sin explicar mis motivos. No te gustaría que me juzgaran y me condenaran, porque saldría a relucir la verdad. Y eso ennegrecería tu memoria.
Laverty apretó seis veces el gatillo.
Volvió a su automóvil, lo condujo hasta un puente para librarse del arma asesina; después se dirigió a su apartamento y se acostó.
Durmió tranquilamente hasta que sonó el timbre de la puerta. Se puso una bata, fue a la puerta y abrió.
Su corazón se detuvo, y allí mismo se desplomó.
El hombre que llamó a la puerta de Laverty, sorprendido, se conmovió, pero hizo lo debido. Pasó sobre el cuerpo de Laverty y utilizó el teléfono del apartamento para llamar a la policía. Luego, esperó.
-¿Su nombre? -preguntó el teniente.
-Babcock. Henry Babcock. Había traído una carta para el señor Laverty. Esta carta.
El teniente la cogió, vaciló un instante y la abrió desdoblando el pliego.
-Pero si es sólo una hoja de papel en blanco.
-No sé nada, teniente. Mi superior, el diputado Quinn, me dio es carta hace mucho tiempo. Mis órdenes eran entregársela inmediatamente al señor Laverty cuando le ocurriera algo extraño al diputado. Así que, después de oír la noticia por la radio…
-Sí, ya lo sé. Fue asesinado esta noche. ¿Qué clase de trabajo desempeñaba usted para él?
-Bueno, era un secreto, pero no creo que eso importe ahora. Acostumbraba a tomar su lugar en las reuniones y discursos sin importancia que él deseaba evitar. Como usted ve, teniente, soy su doble.
HERMAN HESSE: LA EJECUCIÓN
En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado? -se preguntaban unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
-Supongo que será un hereje -dijo el maestro con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.
-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. Hola! Ahora inclina su cabeza condenada! Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del paraíso tiene sólo dos puertas, cuando a todos nos consta perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:
-¿Cómo lo adivinaste, maestro?
…Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:
-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre la gente del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.
ARTHUR KOESTLER: EL VERDUGO
Cuenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang Lu, que vivía en el reino del segundo emperador de la dinastía Ming. Era famoso por su habilidad y rapidez al decapitar a sus víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta aspiración jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una persona que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y practicó y finalmente, en el año sesenta y seis, realizó su ambición.
Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió airadamente al verdugo:
-¿Por qué prolongas mi agonía? -le preguntó-. Habíais sido tan misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda su vida. En su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
-Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor.
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