EL DUELO
PRIMERA ENTREGA
CAPITULO I (1)
Napoleón I, cuya carrera fue una especie de duelo contra la Europa entera, desaprobaba los lances de honor entre los oficiales de su ejército. El gran emperador militar no era un espadachín y tenía bien poco respeto por las tradiciones. Sin embargo, la historia de un duelo, que adquirió caracteres legendarios en el ejército, corre a través de la epopeya de las guerras imperiales. Ante la sorpresa y la admiración de sus compañeros de armas, dos oficiales -como dos artistas dementes empeñados en dorar el oro o teñir una azucena- prosiguieron una lucha privada en medio de la universal contienda. Eran oficiales de caballería, y su contacto con el brioso y altivo animal que conduce a los hombres a la batalla parece particularmente apropiado al caso. Seria difícil imaginar como héroes de esta leyenda a dos oficiales de infantería, por ejemplo, cuya fantasía se encuentra embotada por las marchas excesivas, y cuyo valor ha de ser lógicamente de una naturaleza más laboriosa. En cuanto a los artilleros e ingenieros, cuya mente se conserva serena gracias a una dieta de matemáticas, es simplemente imposible imaginarlos en semejante trance.
Se llamaban estos oficiales Feraud y D'Hubert, y ambos eran tenientes de un regimiento de húsares, aunque no del mismo destacamento. Feraud se encontraba ocupado en el servicio del cuartel, pero el teniente D'Hubert tenía la suerte de hallarse agregado a la comitiva del general comandante de la división como officier d'ordonnance. Esto sucedía en Estrasburgo, y en esta agradable e importante guarnición disfrutaban ampliamente de un corto intervalo de paz. Y aunque ambos eran de carácter intensamente guerrero, gozaban de este periodo de calma, durante el que se afilaban las espadas y se limpiaban los fusiles; quietud grata para el corazón de un militar y sin desmedro para el prestigio de las armas, especialmente porque nadie creía en su sinceridad ni en su duración.
Bajo estas históricas circunstancias, tan favorables para la justa apreciación del solaz militar, en una hermosa tarde, el teniente D'Hubert se dirigió por una tranquila callejuela de los alegres suburbios hacia las habitaciones del teniente Feraud, que residía en una casa particular con un jardín al interior, propiedad de una anciana solterona.
Su llamado a la puerta fue instantáneamente contestado por una joven ataviada con traje alsaciano. Su tez lozana y sus largas pestañas, bajadas con modestia ante el apuesto oficial, obligaron al teniente D'Hubert, siempre sensible a las emociones estéticas, a suavizar la fría y severa gravedad de su rostro. Al mismo tiempo, observó que la muchacha llevaba sobre el brazo un par de pantalones de húsar, azules, con raya roja.
-¿Está el teniente Feraud? -preguntó con suavidad.
-No, señor. Salió esta mañana a las seis.
La hermosa criada trató de cerrar la puerta. Oponiéndose a su movimiento con suave firmeza, el teniente D'Hubert entró al vestíbulo haciendo tintinear las espuelas.
-Vamos, querida. No me va a decir usted que no ha vuelto desde esta mañana a las seis.
Al decir estas palabras, el teniente D'Hubert abrió sin ceremonias la puerta de un cuarto tan ordenado y confortable que sólo la presencia delatora de botas, uniformes y accesorios militares lo convencieron de que se encontraba en el dormitorio del teniente Feraud. Al mismo tiempo adquirió la certidumbre de que éste no se encontraba en casa. La veraz criada lo había seguido y elevaba hacia él sus cándidos ojos.
-¡M, m! -farfulló el teniente D'Hubert muy desconcertado, pues ya había visitado todos los lugares donde pudiera encontrarse un oficial de húsares en una hermosa tarde. -De manera que ha salido. ¿Y sabe usted, por casualidad, querida, dónde fue esta mañana a las seis?
-No -contestó ella rápidamente. -Anoche llegó muy tarde, y lo sentí roncar. Lo oí trajinar cuando me levanté a las cinco. Se puso su uniforme más viejo y salió. Asuntos de servicio, supongo.
-¿De servicio? De ninguna manera -exclamó el teniente D'Hubert. -Sepa, usted, ángel mío, que esta mañana salió a hora tan temprana a batirse en duelo con un civil.
Ella recibió la noticia sin un estremecimiento siquiera de sus obscuras pestañas. Era evidente que consideraba los actos del teniente Feraud muy por encima de toda critica. Sólo levantó un momento los ojos con muda sorpresa, y el teniente D'Hubert dedujo, de esta ausencia de emoción, que ella había visto al teniente. Feraud después de su salida matinal.
Recorrió el aposento con la mirada.
-¡Vamos! -le dijo con confidencial familiaridad. -¿No se encontrará por acaso en algún sitio de la casa?
Ella sacudió la cabeza.
-¡Tanto peor para él! -comentó el teniente D'Hubert en un tono de absoluto convencimiento. -Pero estuvo esta mañana en la casa.
Esta vez la hermosa criada asintió levemente.
-¡Estuvo aquí! -exclamó D'Hubert. -¿Y volvió a salir? ¿Para qué? ¿Por qué no se quedó tranquilamente en la casa? ¡Qué loco! Mi querida niña. . .
Su natural bondad de espíritu y un fuerte sentido de solidaridad hacia el compañero agudizaban el poder de observación del teniente D'Hubert. Imprimió a su voz la más persuasiva suavidad y, observando los pantalones de húsar que la muchacha aun sostenía, explotó el interés que ella demostraba en el bienestar y la dicha del teniente Feraud. Fue enérgico y convincente. Empleó sus bellos ojos bondadosos con excelentes resultados. Su ansiedad por encontrar al teniente Feraud, por el propio bien del oficial, venció por fin la resistencia de la joven. Desgraciadamente no tenía mucho que decir. Feraud había regresado a la casa poco antes de las diez, se dirigió directamente a su dormitorio y se echó sobre la cama para reanudar el sueño interrumpido. Lo había oído roncar más fuerte que antes, hasta muy avanzada la tarde. Luego se levantó, vistió su mejor uniforme y salió. Era todo lo que ella sabía.
Levantó los ojos y el teniente D'Hubert los escrutó con incredulidad.
-Es increíble. ¡Salir a pavonearse por la ciudad con su mejor uniforme! Mi querida niña, ¿no sabe acaso que esta mañana atravesó a ese civil de parte a parte con su sable? Lo traspasó como quien ensarta una liebre.
La hermosa criada escuchó la horrible noticia sin manifestar la menor aflicción. Pero apretó los labios con gesto pensativo.
-No anda paseando por la ciudad -observó en voz baja. -Lejos de ello.
-La familia del civil ha formado un tremendo escándalo -continuó el teniente D'Hubert siguiendo el curso de sus pensamientos. -Y el general está indignado. Se trata de una de las familias más influyentes de la ciudad. Feraud debió, por lo menos, permanecer a mano...
-¿Qué le hará el general? -inquirió la joven con angustia.
-Puedo asegurarle que no le cortará la cabeza -gruñó D'Hubert. -Su proceder es perfectamente censurable. Esta clase de bravatas le acarreará un sinfín de complicaciones.
-Pero no anda pavoneándose por la ciudad -insistió la criada en un tímido murmullo.
-Tiene razón. Ahora que lo pienso, no lo he visto por ninguna parte. ¿Pero qué se ha hecho?
-Fue a hacer una visita -sugirió la criada al cabo de un momento de silencio.
El teniente D'Hubert se sobresaltó.
-¿Una visita? ¿Quiere usted decir que ha ido a visitar a una dama? ¡Qué desfachatez tiene este hombre! ¿Y cómo lo sabe, querida?
Sin disimular su femenino desprecio por la lentitud de la imaginación masculina, la bella criada le recordó que el teniente Feraud se había puesto su mejor uniforme antes de salir. También se había ataviado con su más flamante dolmán, agregó en un tono que hacía pensar que esta conversación comenzaba a exasperarla, y se volvió bruscamente de espaldas.
Sin poner en duda la exactitud de la información, el teniente D'Hubert no comprendió de inmediato que lo adelantaba mucho en su misión oficial. Pues su búsqueda del teniente Feraud tenia, en efecto, un carácter oficial. No conocía a ninguna de las mujeres a quien este individuo, que esa misma mañana había herido gravemente a un hombre, pudiera visitar por la tarde. Ellos dos se conocían apenas. Perplejo se mordía el dedo enguantado.
-¡Una visita! -exclamó. -¡Iría a visitar al diablo!
Volviéndole la espalda mientras doblaba los pantalones de húsar sobre una silla, la muchacha protestó con una risita irritada:
-¡No, por Dios! Fue a visitar a Madame de Lionne.
El teniente D'Hubert lanzó un suave silbido. Madame de Lionne era la esposa de un alto funcionario, mantenía un concurrido salón y tenía fama de elegante y erudita. El marido
era un civil ya anciano, pero el salón era de carácter militar y juvenil. El teniente D'Hubert no silbó porque le desagradara perseguir hasta aquel recinto al teniente Feraud, sino porque habiendo llegado hacía poco tiempo a Estrasburgo, no había tenido ocasión aún de procurarse una tarjeta de presentación para Madame de Lionne.
"¿Y qué estaría haciendo ahí aquel fanfarrón de Feraud, pensó. No le parecía la especie de hombre apropiada para...
-¿Está segura de lo que dice? -preguntó el teniente D'Hubert.
La muchacha lo estaba. Sin volverse para mirarlo, le explicó que el cochero de la casa vecina conocía al maitre d'hótel de Madame de Lionne. Por este conducto, ella obtenía sus informaciones. Y estaba absolutamente segura. Al hacer esta afirmación, suspiró. El teniente Feraud iba allá casi todas las tardes, agregó:
-¡Ah! ¡Bah! -exclamó irónicamente el teniente D'Hubert.
Su opinión sobre Madame de Lionne descendió varios grados. El teniente Feraud no parecía un individuo particularmente merecedor del aprecio de una mujer que se reputaba inteligente y elegante.
Pero no había nada que hacer. En el fondo, todas eran iguales, mucho más prácticas que idealistas. Pero el teniente D'Hubert no se dejó distraer por estas reflexiones.
-¡Truenos y centellas -exclamó en voz alta. -El general va allí a veces. Si por desgracia lo encuentra ahora haciéndole la corte a una dama, se armará un escándalo. Le puedo asegurar que nuestro general no goza de un carácter fácil.
-¡Apresúrese, entonces! ¡No se quede aquí parado, ya que le he dicho dónde se encuentra! -gritó la muchacha, enrojeciendo hasta los ojos.
-Gracias, querida. No sé qué habría hecho sin usted.
Después de manifestarle su agradecimiento en una forma agresiva, que al principio fue violentamente resistida, pero luego tolerada con una rígida y aun más desagradable indiferencia, el teniente D'Hubert se marchó.
Con aire marcial y abundante tintinear de espuelas y sables, avanzó rápidamente por las calles. Detener a un compañero en un salón donde no era conocido, no lo incomodaba en lo más mínimo. El uniforme es un pasaporte. Su situación como oficier d'ordonnance del general le añadía aplomo. Además, ahora que sabía dónde encontrar al teniente Feraud, no le quedaba otra alternativa. Era asunto de servicio.
La casa de Madame de Lionne presentaba un aspecto imponente. Abriéndole la puerta de un gran salón de reluciente suelo, un criado de librea lo anunció y se apartó en seguida para darle paso. Era día de recepción. Las damas lucían enormes sombreros recargados con profusión de plumas; con sus cuerpos enfundados en vaporosos vestidos blancos, suspendidos desde las axilas hasta la punta del escotado zapato de raso, semejaban frescas ninfas en medio de un despliegue de gargantas y brazos desnudos. En cambio los hombres que con ellas departían estaban ataviados con pesados ropajes multicolores, con altos cuellos hasta las orejas y anchos fajines anudados a la cintura. El teniente D'Hubert cruzó airosamente la sala inclinándose reverente ante la esbelta forma de una mujer recostada en un diván, le presentó las excusas por su intrusión, que nada podría justificar si no fuera la extrema urgencia de la orden oficial que debía comunicar a su camarada Feraud. Se proponía regresar en una oportunidad más normal para disculparse por interrumpir la interesante plática.
Antes de que terminara de hablar, la dama extendió hacia él, con exquisita languidez, un bello brazo desnudo. Respetuosamente rozó la mano con sus labios e hizo la observación mental de que era huesuda. Madame de Lionne era una rubia de cutis maravilloso y rostro alargado.
-C' est ça! -dijo con una sonrisa etérea que descubría una hilera de anchos dientes. -Venga esta noche a defender su causa.
-No faltaré; madame.
Entretanto, magnifico en su flamante dolmán y sus relucientes botas, el teniente Feraud se mantenía sentado a corta distancia del diván, con una mano apoyada en el muslo y la otra atusando la retorcida guía del mostacho. Respondiendo a una significativa mirada de D'Hubert, se levantó con desgano y lo siguió al hueco de una ventana.
-¿Qué desea de mí? -preguntó con asombrosa indiferencia.
El teniente D'Hubert no podía comprender que, con plena inocencia y total tranquilidad de conciencia, el teniente Feraud considerara su duelo desde un punto de vista en el cual no figuraban el remordimiento ni siquiera el temor racional a las consecuencias posibles. Había escogido por padrinos a dos experimentados amigos. Todo se había hecho de acuerdo a las reglas que rigen esta clase de aventuras. Además, es evidente que los duelos se llevan a cabo con el propósito deliberado de, por lo menos, herir a alguien, cuando no de matarlo. El civil resultó herido. También eso estaba en orden. El teniente Feraud se sentía perfectamente tranquilo; pero D'Hubert tomó su calma por afectación, y le habló con cierta viveza.
-El general me ha enviado para ordenarle que se retire inmediatamente a sushabitaciones y que permanezca allí estrictamente arrestado.
Tocaba ahora al teniente Feraud el sentirse asombrado.
-¿Qué diablos me dice usted? -murmuró débilmente, y se sumió en tan honda reflexión, que sólo pudo seguir mecánicamente los movimientos del teniente D'Hubert.
Los dos oficiales -el uno alto, de facciones interesantes y con unos bigotes color maíz; el otro bajo, macizo, con una nariz ganchuda y una masa de cabellos negros y crespos- se acercaron a la dueña de casa para despedirse Mujer de gustos eclécticos, Madame de Lionne sonrió a ambos oficiales con imparcial sensibilidad y una igual participación de interés.
Madame de Lionne disfrutaba de la infinita variedad de la especie humana. Todos los ojos siguieron a los oficiales que salían, y cuando se hubieron alejado, uno o dos de los invitados que ya habían tenido conocimiento del duelo comunicaron la noticia a las frágiles damas que la acogieron con débiles exclamaciones de humana comprensión.
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