sábado

MALCOLM LOWRY: EL VOLCÁN, EL MEZCAL, LOS COMISARIOS


por José Homero
Ha escrito Miguel Morey que todas las interpretaciones de Bajo el volcán proceden de la exposición del propio Malcolm Lowry en la célebre carta remitida a Jonathan Cape, su editor, que Sergio Pitol tradujera en los sesenta y refundiera, con otra carta, dirigida a su abogado, en un opúsculo denominado El volcán, el mezcal, los comisarios, publicado en la colección “Marginales” de Tusquets en 1971. Y en efecto, las interpretaciones basadas en la numerología, en la Cábala, en la clave alquímica, para no mencionar la más clara, directa y aludida, el intertexto, el modelo de la Divina Comedia o las referencias al mito de Fausto, se afianzan y arraigan en los comentarios y observaciones del propio Lowry.

Lowry dirigió la carta a su editor en respuesta a un dictamen que recomendaba supresiones. Si la carta parece indispensable para aclarar referencias y tramar interpretaciones, también es a su manera un modelo de planteamiento poético. El lector comprende, siguiendo la minucia con que Lowry se desentiende de las acusaciones, que forma es fondo de una manera inextricable. Con talante retórico Lowry parece dispuesto a aceptar los cortes y cambios que recomienda el lector de Cape, pero esa resignación es falsa: en seguida expone por qué las supresiones alterarían el sentido del texto. Lowry no acepta las correcciones y discute los prejuicios con que se aborda su obra en una de las exposiciones más lúcidas sobre los motivos de un escritor al emprender una obra.

Antes de revelar las claves esotéricas y personales que sustentan la composición de “Bajo el volcán”, Lowry repara en la manera en que leemos un texto. Estas observaciones, que parecerían superficiales, son las que menos atención han merecido. Podemos inferir que el autor del dictamen recomienda cortes, lamenta cierta ausencia de detalles en el trazo de los personajes y la abundancia de otros que a su parecer afectan la composición del libro. Podemos inferir que nos enfrentamos a una crítica sustentada en cierta preceptiva basada en la concepción decimonónica de los personajes, en la trama. Una mistificación de la poética de Aristóteles -y de ahí las referencias constantes al estagirita. La respuesta de Lowry no sólo es una defensa del “modernism” y su derecho a la búsqueda de nuevos y distintos medios de expresión, sino también de una concepción de la literatura cercana diríamos a las posturas de la teoría de la recepción.

Primeramente se pregunta qué pasaría si en vez de un maquinuscrito hubiera sido un libro impreso, y señala cómo el establecimiento de un texto como clásico modifica las expectativas del lector, el célebre horizonte. Aquello que parece arduo se acepta como un pasaje necesario en la comprensión de una obra cimera y cita casos, entre ellos “Moby Dick”. Arguye Lowry a favor del lento despliegue de su novela en una de las defensas más inteligentes y vivas de la decisión de un autor de comenzar su obra como desee. Si un texto es complejo, el comienzo es proporcional a su complejidad.

Vinculado a esta defensa se encuentra el asunto de la velocidad de la lectura. Ha dicho Lowry que su concepción de la novela responde más a una sensibilidad subjetiva que a una objetiva. Un ánimo lírico, diríamos. Por ello repara en un fenómeno que recientemente ha ocupado a poetas acusados de ilegibles. Eduardo Espina, ejemplar por su oclusividad, titula una de sus plaquetas, “Lee un poco más despacio”. El meollo de la discusión sobre la literatura “difícil” y aquella que acata los mandatos del mercado continúa siendo la velocidad de la lectura. ¿Es válido ver una obra a una velocidad que no es la que pide? ¿No acaso la añeja teoría del cine de autor esgrimía la necesidad del plano secuencia para suspender las expectativas y preparar a la comprensión?

Si Lowry sabe que nuestra manera de enfrentarnos a un texto decide la disposición de nuestro ánimo, también conoce que los lectores asumen de un modo muy distinto una novela. Señala el lector anónimo que los personajes están débilmente trazados. Responde Lowry que no se ha propuesto crear personajes en el sentido tradicional para en seguida asestar que para algunos lectores (“¿Qué me dice de las lectoras?”) el trazo de “los personajes no resultará débil sino todo lo contrario”. Con esta pregunta se acepta que la obra es un proceso sólo concluso con el lector. Y sabe que sus personajes son más propicios a ser aceptados por una sensibilidad femenina y romántica que por una sensibilidad académica y de dómine.

Si estas observaciones parecen asombrosamente contemporáneas y nociones estéticas adelantadas al momento cumbre del “modernism”, hay otras que muestran a Lowry como un avezado pionero del nouveau roman. Señala Lowry que a su parecer Aristóteles observó que los personajes eran quienes menos importaban. Y más adelante indica que hay personajes que se confunden -en referencia a la identidad entre el Cónsul y Hugh, quienes se hermanan en el texto. ¿No encontramos aquí una suerte de tonadilla que anuncia ya las poéticas de Alain Robbe-Grillet y Nathalie Sarraute? ¿No en el tema del “doppelgänger” y de la exploración de los climas infernales a que nos conducen los sentimientos exacerbados presagia ya a Luis Buñuel, lector de Lowry, y por consecuencia los extremos de David Lynch?

Celebramos como un acontecimiento la reedición de estas cartas dentro de la colección “Sergio Pitol, traductor”, ya que eran inconseguibles y porque su interés no es sólo para el lowriano o para el intrépido que se interna bajo el volcán sino para todo escritor, pues la carta a Cape quedará como uno de los más claros ejemplos de poética, comparable a “La filosofía de la composición” o “El verso proyectivo” de Charles Olson. Gracias, Sergio Pitol: es esta una feliz oportunidad para celebrar el centenario de nuestro San Malcolm en medio del camino de nuestra vida -y entre los pájaros.

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