HUGO GIOVANETTI VIOLA
SEGUNDA ENTREGA
EL ECLIPSE (2)
Siempre vuelvo a pensar en aquel día de zafra, cuando le empecé a llevar flores a los muertos. Ya era primavera y mamá me dejaba acompañarla todos los días al manantial. Hasta que un día oí un ruido de beso entre los dedos. “Por qué te persignaste, mamá” le pregunté. “Porque pasamos frente al cementerio, Alondra”. “¿Es grande el cementerio?”. “No, hay nomás que tres cruces”. “¿Y de quién son?”. “Dicen que hay dos franceses que bajaron de un barco envenenados. Y el hijo de un farero muerto al día de nacer”. “¿Y alguien les pone flores?”. “No, pero se ve que alguna vez alguien les puso flores porque delante de cada cruz queda una botella partida llena de telarañas”. Y esa tarde, sentada al lado del cantero (esperando a Isaías) me pareció escuchar un viento raro y corté tres cartuchos sin disimular. El lío vino después, cuando los otros se enteraron. Ya era noviembre y yo llevaba el ramo una vez por semana lo más tranquila, hasta que en un asado Isaías comentó que había vuelto a haber flores allá en el cementerio. Nadie prestó atención, y a mí no me dio miedo ni vergüenza. Pero hace cerca de un mes papá llegó borracho y armó un escándalo por el asunto de las flores. “Nadie es santo por gusto” gritó hasta quedarse ronco y atorarse, mientras caían los platos de la mesa. Esa noche fue horrible para mí. Estuve horas despierta, pero lo peor fue que al final soñé que estaba en Maldonado sola, esperando el ómnibus azul para ir hasta San Carlos. De repente sentí que alguien se había parado al lado mío. No lo quise mirar pero igual me di vuelta: era un hombre de negro, con sobretodo y gacho y una cara verdosa que me miraba riéndose sin ruido. Lo blanco de los ojos era verde también. Y a mí me daba tanto miedo que no podía mover la lengua. Cuando me desperté papá tomaba leche conversando con Cruz en la puerta de casa. Yo me tragué bebido el tazón de café. “¿Dormiste mal, Alondra?” me preguntó mamá. “Sí. Los mosquitos” dije. Entonces ella se acercó a peinarme mientras iba diciendo: “Tu padre siempre ha sido así, mija. De mañana es muy bueno. Papá es bueno de veras, aunque el vino que toma lo enloquece”. “Al viejo Cruz no lo enloquece el vino” le hubiera porfiado. Pero me callé.
Ahora pienso en el día de mi primera comunión y me parece estar parada en la puerta del cuarto todavía en camisón, con los ojos enfermos llenos de lagañas. Estoy pidiendo que se me pase todo de una vez y acordándome del eclipse y de la fiesta que hubo en la casa nueva el mes pasado, cuando nos mudamos. (De noche hicimos un asado en el fondo y vinieron mis tíos, mis primos y todos los que ayudaron en la obra: vecinos, peones del puerto y hasta guardas de ómnibus.) Veo que está amaneciendo y una luna celeste baja por la ventana y alumbra el florero que nos regaló tía. Más acá de las flores hay una estampa de la Virgen del Carmen y la foto de nosotros cuatro que salió en los diarios cuando sacamos la lotería. Más acá de la estampa hay una vela: tiembla y se va apagando con el amanecer. De golpe oigo el ruido de una puerta y los pasos descalzos de mamá por el porlan. Veo que trae en la mano mi túnica de comunión y las medias y los championes blancos que me compré anteayer. Trato de irme y no puedo. Ella pone las cosas arriba de una silla y se hinca frente a la Virgen. “Pacho” dice en secreto: “Dónde estarás, mi amor”. Después cierra los ojos, los levanta y reza. Cuando los vuelve a abrir se le caen dos caminos brillosos por la cara.
Siempre pienso en la casa, también. Me acuerdo que mamá me dijo un día allá en Montevideo -después de la segunda operación- que papá iba a alquilarla porque nos había salido un buen trabajo de cuidadores en Laguna del Diario. Y yo me lo creí. Al Negrito y a mí nos gustaba sentarnos lo más cerca posible de la chimenea del chalé y escuchar retorcerse y reventar las piñas. “Y digo yo, mamá: ¿no podríamos hacer una chimenea de estas en casa, cuando volvamos?” le pregunté una noche mientras asábamos churrascos. Ella no dijo nada. Yo me escapé corriendo al cuarto y ella no me siguió. Fue la primera que corrí sola, tanteando sin errarle a los bordes de los muebles. Después me encerré en el baño y me puse a rezar. “Jesús” dije: “Yo ya no sé quién soy pero sé que tú sos el Padrenuestro. Ayudame a ser buena y feliz y no me dejes olvidarme de los colores del mundo. Amén”. Entonces tuve hambre y el olor del churrasco me tentó. Pero en ese momento llegaban ellos del trabajo. Olían a frío (y papá a grapa) y a mí me volvió el miedo. Después parece que el Negro trató de arreglar el fuego y tiró algunas piñas arriba del parqué. “Mierda” gritó papá y allí empezó a pegarle como bestia. Mamá le decía al costado: “Basta Liborio, por favor. Dejalo. Mirá que lo hizo sin querer” hasta que él la calló de un cachetazo. Al rato, desde el cuarto, escuché a papá hablando con el hermano muerto, contándole cómo había tenido que vender la casa para pagarme las operaciones.
Y otra vuelta me despierto de un salto, manoteando lo negro como loca. Busco la mesa de luz al costado, la pelela en el suelo, pero no encuentro nada. Entonces oigo el ruido redondo de los lobos y me termino de despabilar. Cierto: nos acabamos a mudar a la isla, pienso y paro la oreja. Mi hermano ronca cerca de mí: es de noche. Y hay voces levantadas en la cocina. “No vieja” dice él: “Nunca más volvemos a sacarla”. “Sí, vas a ver que la sacamos. No te preocupes, viejo”. “No, ya no vuelve más: la lotería no vuelve, vieja”. “Sí, vamos a sacarla. Pero tenés que portarte mejor y no pegarle al Negro y tratar de querer a la nena”.
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