HUGO GIOVANETTI VIOLA
5ta edición / 1ra edición Web
PRIMERA ENTREGA
UNO: ÁNGELES Y LOBOS
para Jorge Infantozzi y Olga Pierri
para Washington Benavides
que grabó sobre piedra la canción fragmentada en el libro segundo
lobos o ángeles / sostienen / la vigilia de la luz
Jorge Arbeleche
verán ya de regreso, los ciegos
César Vallejo
GENEALOGÍA
Jonás Erik Jönson (1866-1940). Astrónomo sueco nacido en Malmö, donde se casó con Liv Palme, famosa equilibrista sueca de la generación de la legendaria Elvira Madigan. Abandonado por su esposa, se enroló en el Ciudad de Santander, a bordo del cual encalló frente a la Isla de Lobos en 1894. Trabajó y predicó en una chacra de Punta Ballena durante nueve años: los peones lo llamaban el Cristo Amarillo. A principios de 1904 aceptó la cátedra honoraria de astronomía de la Sección de Secundaria anexa a la Escuela Ramírez, que le fuera ofrecida por el Inspector Camacho. En 1908 se empleó como farero en el segundo faro de la Isla de Lobos, desde donde dejó de bajar a tierra definitivamente en 1911.
Sabino Regusci (1876-1906). Hijo mayor del peluquero de San Carlos, Napoleón Regusci (1820-1892). En 1898 se casó en Buenos Aires con Carolina Tomillo, después de raptarla de la Isla Gorriti. Trabajó como verdulero en la Boca hasta 1904. Murió en un manicomio bonaerense.
Carolina Tomillo de Regusci (1875-1904). Hija de Fausto Tomillo (1845-1898) y Julia Bruel de Tomillo (1855-1939). Esposa de Sabino Regusci, de quien tuvo tres hijos: Natacha, Juan y Teobaldo. Murió tuberculosa en Buenos Aires.
5ta edición / 1ra edición Web
PRIMERA ENTREGA
UNO: ÁNGELES Y LOBOS
para Jorge Infantozzi y Olga Pierri
para Washington Benavides
que grabó sobre piedra la canción fragmentada en el libro segundo
lobos o ángeles / sostienen / la vigilia de la luz
Jorge Arbeleche
verán ya de regreso, los ciegos
César Vallejo
GENEALOGÍA
Jonás Erik Jönson (1866-1940). Astrónomo sueco nacido en Malmö, donde se casó con Liv Palme, famosa equilibrista sueca de la generación de la legendaria Elvira Madigan. Abandonado por su esposa, se enroló en el Ciudad de Santander, a bordo del cual encalló frente a la Isla de Lobos en 1894. Trabajó y predicó en una chacra de Punta Ballena durante nueve años: los peones lo llamaban el Cristo Amarillo. A principios de 1904 aceptó la cátedra honoraria de astronomía de la Sección de Secundaria anexa a la Escuela Ramírez, que le fuera ofrecida por el Inspector Camacho. En 1908 se empleó como farero en el segundo faro de la Isla de Lobos, desde donde dejó de bajar a tierra definitivamente en 1911.
Sabino Regusci (1876-1906). Hijo mayor del peluquero de San Carlos, Napoleón Regusci (1820-1892). En 1898 se casó en Buenos Aires con Carolina Tomillo, después de raptarla de la Isla Gorriti. Trabajó como verdulero en la Boca hasta 1904. Murió en un manicomio bonaerense.
Carolina Tomillo de Regusci (1875-1904). Hija de Fausto Tomillo (1845-1898) y Julia Bruel de Tomillo (1855-1939). Esposa de Sabino Regusci, de quien tuvo tres hijos: Natacha, Juan y Teobaldo. Murió tuberculosa en Buenos Aires.
Teobaldo y Juan Regusci Tomillo (1901-1903). Hijos mellizos de Sabino Regusci y Carolina Tomillo, muertos en Buenos Aires durante una epidemia de viruela.
Natacha Regusci Tomillo (1899-1989). Hija de Sabino Regusci y Carolina Tomillo. Fue criada por su abuela Julia a partir de 1904, fecha en que perdió el habla misteriosamente (sólo hablaba tocando la guitarra) al despedirse de su padre y viajar de Buenos Aires a Maldonado. Recuperó el habla de golpe en 1919, después de conocer en un baile a Dominique Boursault, importador francés. Al terminar la segunda guerra mundial tomó clases de guitarra durante varios años con Olga Pierri. Dio clases de guitarra en Punta del Este hasta 1986.
Dominique Boursault (1896-?). Importador francés que visitó Maldonado en marzo de 1919. Fue servidor en el ejército italiano durante la primera guerra mundial. Se comprometió informalmente con Natacha Regusci Tomillo y zarpó a los ocho días. No volvieron a verse.
Justo Regusci (1882-1904). Hermano menor de Sabino Regusci. Servidor del Ejército Nacional Revolucionario en la guerra de 1904, a las órdenes del coronel Juan José Muñoz. Fue herido mortalmente en la batalla de Paso del Parque.
Magdalena Tomillo (1879-1979), hija de Pedro Tomillo (1869-1934) y de Luz Iribar de Tomillo (1865-1930). Prima hermana de Carolina Tomillo (Pedro y Fausto Tomillo eran hermanos) y novia de Justo Regusci. Murió en la misma casa de Maldonado donde quedó esperándolo cuando él se fue a la guerra.
José Luis Tomillo (1875-1904). Hermano mayor de Magdalena Tomillo. Servidor del ejército gubernista en la guerra de 1904. Murió en la batalla de Paso del Parque.
Priscilla Barnes de Tomillo (1880-1925). Hija del reverendo Joshua Barnes (1854-1904), que emigrara de Irlanda en 1887, después de enviudar. Fue criada por Rosaura del Río (1840-?), ex-esclava emparentada con la nodriza de Carolina Tomillo. Se casó en 1903 con José Luis Tomillo, de quien tuvo un hijo. Perdió la razón al quedar embarazada.
Guillermo Tomillo Barnes (1904-1980). Hijo de José Luis Tomillo y Priscilla Barnes. Fue criado por su tía, Magdalena Tomillo. En 1934 se radicó en Montevideo para dedicarse a la pintura, siendo discípulo directo de Joaquín Torres García.
Pablo Regusci (1948). Hijo del sastre de San Carlos Wellington Regusci (1919-1975), y nieto del hermano intermedio entre Sabino y Justo, Florián Regusci (1877-1930). Alumno de guitarra de Natacha Regusci Tomillo.
Leonardo Regusci (1953-1995). Hermano menor de Pablo Regusci, cantautor y fundador de la Banda del pez. Murió cuando ya había sido rebautizado como Jesús de Punta del Este por la prensa farandulesca.
Aparicio Regusci o Pacho (1925-1979). Hermano de Wellington Regusci en cuya casa vivió Pablo Regusci mientras hizo sus cursos de perfeccionamiento musical en Montevideo, antes de radicarse en París.
Lucas Rosso (1878-1960). Amigo inseparable de Sabino Regusci y posteriormente de su hermano Justo, durante la guerra de 1904, donde perdió el brazo derecho.
Jorge Rosso (1930). Sacerdote católico, sobrino nieto de Lucas Rosso. Encargado de la reeducación de Alondra Pérez.
Alondra Pérez (1955). Hija de Liborio Pérez (1932-1990) y Dalma Rodríguez de Pérez (1933). En 1962 le fueron extirpados ambos ojos en operaciones sucesivas, debido a un tumor del nervio óptico del tipo sarcoma. Vivió con su familia en la Isla de Lobos. Actualmente es pedagoga especializada en la enseñanza de la música transcripta al Braille.
Isaías Cruz (1894-1977). Capataz de lobería en la Isla de Lobos y el Cabo Polonio durante quince años. Hijo de Leocadio Cruz (1860-1930) y Noel Bou de Cruz (1865-1910), que perdió la razón tras la muerte de Pedro, su hijo mayor, único hermano que conoció Isaías.
Chela Santos de Cruz (1900-1960). Esposa de Isaías Cruz, de quien tuvo tres hijos: Caupolican o Coco (1928), Chela II (1930) y Pablo o el Piava (1935).
? Cruz (1893). Primer hermano de Isaías Cruz, muerto al día de nacer en la Isla de Lobos, donde su padre trabajó por primera y última vez como farero.
Bonifacio Caltieri o el Bonito (1899). Primo hermano de Isaías Cruz, que dejó de ser lobero para cuidar una barcaza encallada al noroeste del Cabo Polonio, a sueldo de la Compañía de Seguros Marítimos.
Antonio Saldivia o el Mudo (1880-1950). Capataz de lobería en la Isla de Lobos durante cuarenta años. Testigo de la formación de un cementerio de tres cruces (construidas y encaladas por Jonás Erik Jönson) en el lugar donde se enterrara al primer hermano de Isaías Cruz y posteriormente a dos supuestos franceses cuyos ataúdes fueron bajados de un carguero en 1922.
EL ECLIPSE (1)
Anteayer me acorde del padre Jorge. Primero estaba sola, a eso de las seis de la tarde, escuchando cómo los chiquilines jugaban al fútbol y oliendo la gallina que mamá había empezado a hervir para la Nochebuena. Entonces me puse triste, de repente. Fui para adentro y le pedí por favor a mamá que me dejara lavar algo. Ella gritó que “bueno pero tené cuidado” y si me había peleado con los otros. Yo no le contesté. Fui hasta el canasto, agarré el jabón y me enrollé una sábana en el brazo. Pero cuando me di vuelta para salir mamá estaba parada en la puerta de la cocina, respirando mucho. “¿Eh?” preguntó: “Se pelearon, ¿eh?”. “No nos peleamos nada” dije acercándome a ella. El delantal tenía un olor feo pero yo me paré al lado igual, tratando de reírme. Mamá me besó el pelo y me peinó. Cuando salí de casa volví a escuchar a los chiquilines jugando cerca del atracadero. No había ningún otro ruido, porque La Chancha ya había vuelto a Punta del Este y papá y el telegrafista y los fareros se pasaron el día tomando sidra. Así que fui hasta el borde de la quinta como haciéndome la perdida, y al pisar unas plumas me di cuenta que estaba frente al cantero (el Negro rompió como diez flores al matar la gallina y papá le pegó) me di cuenta y elegí algunas zinnias rotas, de petalitos arrugados. Después empecé a caminar lo más rápido posible por el trillo que recorremos todos los días para ir a lavar la ropa al manantial. Ya hace más de ocho meses que vivimos acá y me lo conozco de memoria. Al costado están las calagualas, llenas de conejos (para cuando hay mucho mar bravo y la Chancha no viene y nos deja sin carne) y a veces llenas de lobos, con el temporal. Mientras andaba fui sacando las zinnias de adentro de la sábana y haciéndolas un ramo. Cuando doblé la curva el viento no me despeinó: ya no había viento grande, ni el de Punta del Este ni el del sur. Por eso me di cuenta que venía temporal. Entonces dejé de caminar con los talones y después me caí. Me caí muy cerca del cementerio y me di un golpe fuerte en las rodillas, aunque quedé con la cabeza arriba de la sábana y unas zinnias metidas en la boca. Fue como si se me hubiesen destapado las orejas de golpe y me entraran a la cabeza ochocientas gaviotas asustadas. Y atrás de todo había ese ruido con olor a podrido de los lobos, ese ruido redondo que se escucha nomás que prestando atención, como ahora estaba yo. Porque ahora estaba ciega. Entonces me acordé del Padre Jorge y de a poco me imaginé la tierra, las tres cruces y todo. Me levanté, saqué las flores viejas de adentro de las botellas y coloqué las nuevas y recé.
Después lavé la sábana en el manantial y corrí para casa: teníamos que aprontarnos para la Nochebuena. Mamá gastó todo el perfume que tenía en nosotros y abajo del jabón olía como a la olla. A papá lo trajeron entre el viejo Cruz y Guitarrero, un peón de lobería. Nos gritaron de afuera Feliz Nochebuena y se fueron. Por la puerta entró olor a algo dulce podrido y una respiración con flemas y un paso de papá, hasta que mamá corrió a agarrarlo y él dijo una mala palabra. Pero no pasó nada enseguida y mamá nos sirvió. “Bárbara” dijo papá después que terminamos: “Bárbara bárbara. Capaz que este era el bicho que llevaba las flores al cementerio”. Y eructó y yo temblé y casi devuelvo. Nadie habló más. El Negrito chupaba los huesos de todos. “No” suspiró papá: “No ha de ser esta porque me batieron que hoy hay flores de nuevo”. “Bueno” dijo mamá: “Terminala con eso. Y andá a buscar otra sidra al faro, Negro. Vaya”. El Negro fue corriendo. “A ver: ¿quién arranca las flores, eh?” volvió a gritar papá: “¿Es algún degenerado que le tiene bronca a mi cantero? Lo voy a ma-tar”. Y le dio un piñazo a la mesa. “Basta, viejito, basta” dijo mamá trayendo la compota: “Mirá, tenés compota que te gusta”. “Metétela en el culo” dijo él, y levantó las patas de la mesa. Los platos son de plástico y llenaron el piso de salsa y mamá suspiró. Yo hice como que iba a lavarme las manos en la palangana y di vuelta rápido la mesa, pero mi hermano se había olvidado de volver a poner la silla en su lugar y me pegué un porrazo. Cuando destaparon la botella nos dejaron brindar a nosotros también. Yo me tomé todo de un trago aunque no me gustó. Después papá largó un bruto bostezo y gritó Desgraciados y se sentó en el catre a hablar de fútbol con el hermano muerto. Al rato salimos en puntas de pies a mirar los fuegos artificiales de Punta del Este. Mamá me los contaba. “Son relámpagos anaranjados” decía: “Parecidos a luceros que explotan y forman una bandera que viene y va en el horizonte” mientras los otros chiquilines hacían Aaaa sin parar. Al terminar los fuegos me quedé tan cansada que me dormí enseguida. Lo malo fue haberme despertado demasiado temprano. Entonces me levanté y salí a la puerta sin hacer barullo. Debía de estar amaneciendo porque me estuve que aguantar más de cuatro estornudos apretándome la nariz. Todavía no había ningún viento grande ni gaviotas chillando ni el mar rompiendo mucho -nada más que los lobos se quejaban igual y hasta más fuerte, como si los pobres bichos supieran que pronto va a haber zafra y que van a matarlos a palazos. De repente me salió un chorro amargo de la boca.
Mamá se la agarró con papá, ayer de mañana. Yo aproveché para pedir la radio al terminar el informativo y fui a sentarme un rato en el atracadero. Me tuve que colocar el aparato cerca de la oreja por las gaviotas y los pelucas perdedores: son insoportables. Pero de golpe oí arrastrarse los pasos de papá. Se sentó al lado mío y apoyó la botella de leche en el suelo y empezó a hablar de las gaviotas con una voz de desgraciado bárbara. “Ahí están paradas todas juntas en la playa las pajarracas” dijo: “Porque los pelucas comen a tarascones y nunca comen todo: algo queda flotando allí en la orilla”. Chupó de la botella y se secó la boca con el brazo. “¿Sabías que la mitad son grises?” me preguntó. Yo torcí la cabeza. “Grises de pico negro. Y atacan a las otras. Las de pico amarillo se defienden nomás, pero no atacan nunca”. Al rato se oyó un chillido y un vuelo bárbaro y muy corto, y enseguida el ronquido de los lobos sonando más fuerte. “Ahí volaron pal agua las pajarracas, ¿escuchaste?”. Yo hice que sí con la cabeza. “Decime che, ¿y tu madre nunca te explicó cuál es el cuartel de los patos?” me preguntó papá apoyando la botella en el suelo (el olor a leche curando borrachera me dio en la cara de costado). Yo le dije que no. “El cuartel de los patos es un resto de barco, el Santander, que se hundió aquí nomás frente a la isla hace como cien-“. “Sí. Eso me contó Cruz”. “Ah. Y se llena de patos, es curioso”. Después me pareció que las gaviotas volaban otra vez para la orilla, porque el barullo de los pelucas se achicó. Yo ya estaba pensando que papá se iba a ir, cuando de pronto se escucharon motores. “Puta madre carajo, allá vienen las lanchas” dijo papá parándose de un salto: “Son los turistas de Punta del Este. Paran quince minutos y se van. ¿Querés volver a casa?”. “No” le dije: “Me quedo”.
“Hola Chucho” gritó papá cuando atracó la primera lancha. El Chucho vino a abrazarlo y me dio un beso con olor a vino. El ruido de la gente bajó. Al rato desembarcó Pereyra y también vino a darme un beso con olor a vino. “¿Se pueden sacar fotos a los lobos?” preguntaba la gente todo alrededor nuestro. “Cómo no, cómo no” contestaba papá: “Pero sin acercarse a los animales, señores, por favor. Aquella es la factoría donde viven los loberos durante la zafra. No señora: con un palo los tumban a los lobos. Primero se arrean como si fueran tropa y se meten en corrales. Enseguida se miden, se matan los que sirven y se suelta a los otros”. Ya estábamos caminando frente a los galpones. De golpe paré la oreja. “¿Te fijaste la nena que va con el cuidador?” dijo en secreto una mujer, bastante lejos mío: “Tiene ojos de vidrio. Pasá por el costado disimuladamente y la mirás. Fijate”. Y hubo un perfume a mi derecha que enseguida volvió. “Bueno, todos estos machos que están aquí en la arena se llaman pelucas” seguía diciéndoles papá: “Y estos son los pelucas que acaban de perder su lugar en la familia”. Entonces una mujer le preguntó una cosa con voz triste que él no contestó, porque estaba diciéndole a un fotógrafo que no se le acercara a los pelucas. Después se oyó correr un billete y papá suspiró: “Bueno, señor, acérquese nomás como un caso especial, pero una sola foto por favor: si no los animales se me asustan”. Y escuché caminar al fotógrafo y un rugido y el clic y el peluca cayéndose, mientras papá me soltaba la mano. Tuve que irme despacio para no tropezar con nadie, pero al pisar el pasto me apuré y corrí. Después me quedé un rato con la radio apagada al lado del cantero.
Dominique Boursault (1896-?). Importador francés que visitó Maldonado en marzo de 1919. Fue servidor en el ejército italiano durante la primera guerra mundial. Se comprometió informalmente con Natacha Regusci Tomillo y zarpó a los ocho días. No volvieron a verse.
Justo Regusci (1882-1904). Hermano menor de Sabino Regusci. Servidor del Ejército Nacional Revolucionario en la guerra de 1904, a las órdenes del coronel Juan José Muñoz. Fue herido mortalmente en la batalla de Paso del Parque.
Magdalena Tomillo (1879-1979), hija de Pedro Tomillo (1869-1934) y de Luz Iribar de Tomillo (1865-1930). Prima hermana de Carolina Tomillo (Pedro y Fausto Tomillo eran hermanos) y novia de Justo Regusci. Murió en la misma casa de Maldonado donde quedó esperándolo cuando él se fue a la guerra.
José Luis Tomillo (1875-1904). Hermano mayor de Magdalena Tomillo. Servidor del ejército gubernista en la guerra de 1904. Murió en la batalla de Paso del Parque.
Priscilla Barnes de Tomillo (1880-1925). Hija del reverendo Joshua Barnes (1854-1904), que emigrara de Irlanda en 1887, después de enviudar. Fue criada por Rosaura del Río (1840-?), ex-esclava emparentada con la nodriza de Carolina Tomillo. Se casó en 1903 con José Luis Tomillo, de quien tuvo un hijo. Perdió la razón al quedar embarazada.
Guillermo Tomillo Barnes (1904-1980). Hijo de José Luis Tomillo y Priscilla Barnes. Fue criado por su tía, Magdalena Tomillo. En 1934 se radicó en Montevideo para dedicarse a la pintura, siendo discípulo directo de Joaquín Torres García.
Pablo Regusci (1948). Hijo del sastre de San Carlos Wellington Regusci (1919-1975), y nieto del hermano intermedio entre Sabino y Justo, Florián Regusci (1877-1930). Alumno de guitarra de Natacha Regusci Tomillo.
Leonardo Regusci (1953-1995). Hermano menor de Pablo Regusci, cantautor y fundador de la Banda del pez. Murió cuando ya había sido rebautizado como Jesús de Punta del Este por la prensa farandulesca.
Aparicio Regusci o Pacho (1925-1979). Hermano de Wellington Regusci en cuya casa vivió Pablo Regusci mientras hizo sus cursos de perfeccionamiento musical en Montevideo, antes de radicarse en París.
Lucas Rosso (1878-1960). Amigo inseparable de Sabino Regusci y posteriormente de su hermano Justo, durante la guerra de 1904, donde perdió el brazo derecho.
Jorge Rosso (1930). Sacerdote católico, sobrino nieto de Lucas Rosso. Encargado de la reeducación de Alondra Pérez.
Alondra Pérez (1955). Hija de Liborio Pérez (1932-1990) y Dalma Rodríguez de Pérez (1933). En 1962 le fueron extirpados ambos ojos en operaciones sucesivas, debido a un tumor del nervio óptico del tipo sarcoma. Vivió con su familia en la Isla de Lobos. Actualmente es pedagoga especializada en la enseñanza de la música transcripta al Braille.
Isaías Cruz (1894-1977). Capataz de lobería en la Isla de Lobos y el Cabo Polonio durante quince años. Hijo de Leocadio Cruz (1860-1930) y Noel Bou de Cruz (1865-1910), que perdió la razón tras la muerte de Pedro, su hijo mayor, único hermano que conoció Isaías.
Chela Santos de Cruz (1900-1960). Esposa de Isaías Cruz, de quien tuvo tres hijos: Caupolican o Coco (1928), Chela II (1930) y Pablo o el Piava (1935).
? Cruz (1893). Primer hermano de Isaías Cruz, muerto al día de nacer en la Isla de Lobos, donde su padre trabajó por primera y última vez como farero.
Bonifacio Caltieri o el Bonito (1899). Primo hermano de Isaías Cruz, que dejó de ser lobero para cuidar una barcaza encallada al noroeste del Cabo Polonio, a sueldo de la Compañía de Seguros Marítimos.
Antonio Saldivia o el Mudo (1880-1950). Capataz de lobería en la Isla de Lobos durante cuarenta años. Testigo de la formación de un cementerio de tres cruces (construidas y encaladas por Jonás Erik Jönson) en el lugar donde se enterrara al primer hermano de Isaías Cruz y posteriormente a dos supuestos franceses cuyos ataúdes fueron bajados de un carguero en 1922.
EL ECLIPSE (1)
Anteayer me acorde del padre Jorge. Primero estaba sola, a eso de las seis de la tarde, escuchando cómo los chiquilines jugaban al fútbol y oliendo la gallina que mamá había empezado a hervir para la Nochebuena. Entonces me puse triste, de repente. Fui para adentro y le pedí por favor a mamá que me dejara lavar algo. Ella gritó que “bueno pero tené cuidado” y si me había peleado con los otros. Yo no le contesté. Fui hasta el canasto, agarré el jabón y me enrollé una sábana en el brazo. Pero cuando me di vuelta para salir mamá estaba parada en la puerta de la cocina, respirando mucho. “¿Eh?” preguntó: “Se pelearon, ¿eh?”. “No nos peleamos nada” dije acercándome a ella. El delantal tenía un olor feo pero yo me paré al lado igual, tratando de reírme. Mamá me besó el pelo y me peinó. Cuando salí de casa volví a escuchar a los chiquilines jugando cerca del atracadero. No había ningún otro ruido, porque La Chancha ya había vuelto a Punta del Este y papá y el telegrafista y los fareros se pasaron el día tomando sidra. Así que fui hasta el borde de la quinta como haciéndome la perdida, y al pisar unas plumas me di cuenta que estaba frente al cantero (el Negro rompió como diez flores al matar la gallina y papá le pegó) me di cuenta y elegí algunas zinnias rotas, de petalitos arrugados. Después empecé a caminar lo más rápido posible por el trillo que recorremos todos los días para ir a lavar la ropa al manantial. Ya hace más de ocho meses que vivimos acá y me lo conozco de memoria. Al costado están las calagualas, llenas de conejos (para cuando hay mucho mar bravo y la Chancha no viene y nos deja sin carne) y a veces llenas de lobos, con el temporal. Mientras andaba fui sacando las zinnias de adentro de la sábana y haciéndolas un ramo. Cuando doblé la curva el viento no me despeinó: ya no había viento grande, ni el de Punta del Este ni el del sur. Por eso me di cuenta que venía temporal. Entonces dejé de caminar con los talones y después me caí. Me caí muy cerca del cementerio y me di un golpe fuerte en las rodillas, aunque quedé con la cabeza arriba de la sábana y unas zinnias metidas en la boca. Fue como si se me hubiesen destapado las orejas de golpe y me entraran a la cabeza ochocientas gaviotas asustadas. Y atrás de todo había ese ruido con olor a podrido de los lobos, ese ruido redondo que se escucha nomás que prestando atención, como ahora estaba yo. Porque ahora estaba ciega. Entonces me acordé del Padre Jorge y de a poco me imaginé la tierra, las tres cruces y todo. Me levanté, saqué las flores viejas de adentro de las botellas y coloqué las nuevas y recé.
Después lavé la sábana en el manantial y corrí para casa: teníamos que aprontarnos para la Nochebuena. Mamá gastó todo el perfume que tenía en nosotros y abajo del jabón olía como a la olla. A papá lo trajeron entre el viejo Cruz y Guitarrero, un peón de lobería. Nos gritaron de afuera Feliz Nochebuena y se fueron. Por la puerta entró olor a algo dulce podrido y una respiración con flemas y un paso de papá, hasta que mamá corrió a agarrarlo y él dijo una mala palabra. Pero no pasó nada enseguida y mamá nos sirvió. “Bárbara” dijo papá después que terminamos: “Bárbara bárbara. Capaz que este era el bicho que llevaba las flores al cementerio”. Y eructó y yo temblé y casi devuelvo. Nadie habló más. El Negrito chupaba los huesos de todos. “No” suspiró papá: “No ha de ser esta porque me batieron que hoy hay flores de nuevo”. “Bueno” dijo mamá: “Terminala con eso. Y andá a buscar otra sidra al faro, Negro. Vaya”. El Negro fue corriendo. “A ver: ¿quién arranca las flores, eh?” volvió a gritar papá: “¿Es algún degenerado que le tiene bronca a mi cantero? Lo voy a ma-tar”. Y le dio un piñazo a la mesa. “Basta, viejito, basta” dijo mamá trayendo la compota: “Mirá, tenés compota que te gusta”. “Metétela en el culo” dijo él, y levantó las patas de la mesa. Los platos son de plástico y llenaron el piso de salsa y mamá suspiró. Yo hice como que iba a lavarme las manos en la palangana y di vuelta rápido la mesa, pero mi hermano se había olvidado de volver a poner la silla en su lugar y me pegué un porrazo. Cuando destaparon la botella nos dejaron brindar a nosotros también. Yo me tomé todo de un trago aunque no me gustó. Después papá largó un bruto bostezo y gritó Desgraciados y se sentó en el catre a hablar de fútbol con el hermano muerto. Al rato salimos en puntas de pies a mirar los fuegos artificiales de Punta del Este. Mamá me los contaba. “Son relámpagos anaranjados” decía: “Parecidos a luceros que explotan y forman una bandera que viene y va en el horizonte” mientras los otros chiquilines hacían Aaaa sin parar. Al terminar los fuegos me quedé tan cansada que me dormí enseguida. Lo malo fue haberme despertado demasiado temprano. Entonces me levanté y salí a la puerta sin hacer barullo. Debía de estar amaneciendo porque me estuve que aguantar más de cuatro estornudos apretándome la nariz. Todavía no había ningún viento grande ni gaviotas chillando ni el mar rompiendo mucho -nada más que los lobos se quejaban igual y hasta más fuerte, como si los pobres bichos supieran que pronto va a haber zafra y que van a matarlos a palazos. De repente me salió un chorro amargo de la boca.
Mamá se la agarró con papá, ayer de mañana. Yo aproveché para pedir la radio al terminar el informativo y fui a sentarme un rato en el atracadero. Me tuve que colocar el aparato cerca de la oreja por las gaviotas y los pelucas perdedores: son insoportables. Pero de golpe oí arrastrarse los pasos de papá. Se sentó al lado mío y apoyó la botella de leche en el suelo y empezó a hablar de las gaviotas con una voz de desgraciado bárbara. “Ahí están paradas todas juntas en la playa las pajarracas” dijo: “Porque los pelucas comen a tarascones y nunca comen todo: algo queda flotando allí en la orilla”. Chupó de la botella y se secó la boca con el brazo. “¿Sabías que la mitad son grises?” me preguntó. Yo torcí la cabeza. “Grises de pico negro. Y atacan a las otras. Las de pico amarillo se defienden nomás, pero no atacan nunca”. Al rato se oyó un chillido y un vuelo bárbaro y muy corto, y enseguida el ronquido de los lobos sonando más fuerte. “Ahí volaron pal agua las pajarracas, ¿escuchaste?”. Yo hice que sí con la cabeza. “Decime che, ¿y tu madre nunca te explicó cuál es el cuartel de los patos?” me preguntó papá apoyando la botella en el suelo (el olor a leche curando borrachera me dio en la cara de costado). Yo le dije que no. “El cuartel de los patos es un resto de barco, el Santander, que se hundió aquí nomás frente a la isla hace como cien-“. “Sí. Eso me contó Cruz”. “Ah. Y se llena de patos, es curioso”. Después me pareció que las gaviotas volaban otra vez para la orilla, porque el barullo de los pelucas se achicó. Yo ya estaba pensando que papá se iba a ir, cuando de pronto se escucharon motores. “Puta madre carajo, allá vienen las lanchas” dijo papá parándose de un salto: “Son los turistas de Punta del Este. Paran quince minutos y se van. ¿Querés volver a casa?”. “No” le dije: “Me quedo”.
“Hola Chucho” gritó papá cuando atracó la primera lancha. El Chucho vino a abrazarlo y me dio un beso con olor a vino. El ruido de la gente bajó. Al rato desembarcó Pereyra y también vino a darme un beso con olor a vino. “¿Se pueden sacar fotos a los lobos?” preguntaba la gente todo alrededor nuestro. “Cómo no, cómo no” contestaba papá: “Pero sin acercarse a los animales, señores, por favor. Aquella es la factoría donde viven los loberos durante la zafra. No señora: con un palo los tumban a los lobos. Primero se arrean como si fueran tropa y se meten en corrales. Enseguida se miden, se matan los que sirven y se suelta a los otros”. Ya estábamos caminando frente a los galpones. De golpe paré la oreja. “¿Te fijaste la nena que va con el cuidador?” dijo en secreto una mujer, bastante lejos mío: “Tiene ojos de vidrio. Pasá por el costado disimuladamente y la mirás. Fijate”. Y hubo un perfume a mi derecha que enseguida volvió. “Bueno, todos estos machos que están aquí en la arena se llaman pelucas” seguía diciéndoles papá: “Y estos son los pelucas que acaban de perder su lugar en la familia”. Entonces una mujer le preguntó una cosa con voz triste que él no contestó, porque estaba diciéndole a un fotógrafo que no se le acercara a los pelucas. Después se oyó correr un billete y papá suspiró: “Bueno, señor, acérquese nomás como un caso especial, pero una sola foto por favor: si no los animales se me asustan”. Y escuché caminar al fotógrafo y un rugido y el clic y el peluca cayéndose, mientras papá me soltaba la mano. Tuve que irme despacio para no tropezar con nadie, pero al pisar el pasto me apuré y corrí. Después me quedé un rato con la radio apagada al lado del cantero.
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