miércoles

PAULO FREIRE / EDUCACIÓN Y ACCIÓN CULTURAL


(Antología de 5 artículos del pedagogo brasileño)
TERCERA ENTREGA

ALFABETIZACIÓN DE ADULTOS Y CONCIENTIZACIÓN

Instrumentalidad de la educación

Ninguna acción educativa puede prescindir de una reflexión sobre el hombre y de un análisis sobre sus condiciones culturales. No hay educación fuera de las sociedades humanas, y no hay hombre aislado. El hombre es un ser de raíces tempo-especiales. De ahí que sea él, en la expresión feliz de Marcel, un ser “situado y temporalizado”. La instrumentalidad de la educación -algo más que la simple preparación de cuadros técnicos para responder a las necesidades de desarrollo de un área- depende de la armonía que consiga entre la vocación ontológica de este “ser situado y temporalizado” y las condiciones especiales de esta temporalidad y de esta situacionalidad.

Si la vocación ontológica del hombre es la de ser sujeto y no objeto, sólo podrá desarrollarla en la medida en que, reflexionando sobre sus condiciones tempo-especiales, se inserte en ellas, críticamente. Cuando más sea llevado a reflexionar sobre su situacionalidad, sobre su enraizamiento tempo-espacial, más emergerá de ella conscientemente “cargado” de compromiso con su realidad, de la cual, porque es sujeto, no debe ser mero espectador, sino que debe intervenir cada vez más.

Por eso mismo, la educación, para ser instrumental, teniendo como objeto a un sujeto - ser concreto que no sólo está en el mundo sino que está con el mundo- debe establecer una relación dialéctica con el contexto de la sociedad a que se aplica, cuando se integra con este ambiente, que a su vez da connotaciones especiales al hombre a través de su enraizamiento en él. Superpuesto a él, queda “alienada” y, por ello inoperante.

Este enfoque significa necesariamente una superación del falso dilema “humanismo-tecnología”. En una era cada vez más tecnológica como la nuestra, será tan sin instrumentalidad una educación que desprecie la capacitación técnica del hombre, como la que, dominada por el ansia de las especializaciones, se olvida de su humanismo.

La primera condición aludida haría perder la batalla del desarrollo; la segunda podría llevar al hombre al anonimato de la masificación, de donde, para salir, necesitaría más de una vez la reflexión, en especial de la reflexión sobre su condición misma de masificado.

El hombre como un ser de relaciones
Este ser “temporalizado” y “situado”, ontológicamente inacabado -sujeto por vocación, sujeto por distorsión-, descubre que no sólo está en la realidad, sino que está con ella. Realidad que es objetiva, independiente de él, posible de ser conocida, y con la cual, por lo mismo que está con ella, se relaciona.

Estas relaciones que traba en este y con esta realidad, presentan un orden tal de connotaciones, que la distinguen de los meros contactos de la esfera animal; por eso mismo, el concepto de relaciones, de la esfera puramente humana, guarda en sí connotaciones de pluralidad, de criticidad de consecuencia y de temporalidad.

Hay una pluralidad en las relaciones del hombre con el mundo, en la medida en que el hombre responde a los desafíos de este mismo mundo en su amplia variedad: en que no se agota en un tipo padronizado de respuesta. Pluralidad no sólo en relación con los diferentes desafíos que lo hace el ambiente, sino también en relación con un mismo desafío.

En el juego contante de sus respuestas, cambia su modo de responder. Se organiza; escoge la mejor respuesta. Actúa. En las relaciones del hombre con el mundo, hay una pluralidad en la propia singularidad. Hay también una nota presente de criticidad en estas relaciones. La captación que hace de los datos objetivos de su realidad es esencialmente crítica y no puramente refleja, como sucede en la esfera de los contactos.

Además es el hombre, y sólo el hombre, capaz de trascender, de discernir, de separar órbitas existenciales diferentes, de distinguir el “ser” del “no-ser”; de trabar relaciones incorpóreas. En la capacidad discernir estará la raíz de la conciencia de su temporalidad, obtenida precisamente cuando, traspasando el tiempo, en cierta forma hasta entonces unidimensional, alcanza el ayer, reconoce el hoy, y descubre el mañana.

En la historia de su Cultura ha sido lo del tiempo y lo de la dimensionalidad del tiempo, uno de sus primeros discernimientos. El “exceso” de tiempo bajo el cual vivía el hombre iletrado, comprometía su propia temporalidad, a la que se llega con el discernimiento a que nos referimos. Y con la conciencia de esta temporalidad, la de su historicidad. No hay historicidad en el gato, por su incapacidad de discernir y trascender, ahogando en un tiempo unidimensional -hoy día eterno- del que no tiene conciencia.

Todas estas características de las relaciones que él traba con su realidad y en su realidad, hace de dichas relaciones algo consecuente. En verdad, ya es casi un lugar común afirmar que la posición normal del hombre en el mundo no se agota en mera pasividad. Creando y recreando, integrándose en las condiciones de su contexto a los desafíos, auto-objetivándose, discerniendo, va el hombre lanzándose en el dominio que le es exclusivo: el de la Historia y el de la Cultura.

Su integración lo enraiza y le da conciencia de su temporalidad. Si no hubiese esta integración, que es una nota de sus relaciones y que se perfecciona en la medida en que se hace crítico, sería él apenas un ser de acomodación y, entonces, ni la Historia, ni la Cultura, -dominios suyos- tendrían sentido. Les faltaría la marca de la libertad. Y es porque se integra en la medida en que se relaciona, y no apenas se ajusta y se acomoda, que el hombre crea, recrea y decide.

A su vez, los contactos de la esfera animal, implican, al contrario de las relaciones, respuestas singulares, reflejas e inconsecuentes. De ellos resulta una acomodación, no una integración.

Se observa de allí que el hombre va dinamizando su mundo a partir de estas relaciones con él y en él; va creando, recreando, decidiendo. Añade algo al mundo de lo que él mismo es hacedor. Va temporalizando los espacios geográficos. Hace cultura. Y es el juego creador de estas relaciones del mundo el que no permite, a no ser en términos relativos, la inmovilidad de las sociedades ni de las culturas.

El hombre y la época
En la medida en que el hombre crea, recrea y decide, se van conformando las épocas históricas. Y es también creando, recreando y decidiendo como debe participar de esas épocas. Es por eso que obtiene mejor resultado toda vez que integrándose al espíritu de ellas se apropie de sus temas fundamentales y reconozca sus tareas concretas.

Póngase énfasis, desde ya, en la permanente necesidad de una actitud crítica, solamente con la cual el hombre podrá aprehender los temas y tareas de su época; por otra parte, se realiza en proporción en que sus temas sean captados y sus tareas sean resueltas. Y se supera en la medida que los temas y las tareas ya no corresponden a nuevas ansias emergentes.

Una época histórica representa una serie de aspiraciones, de deseos, de valores en busca de su realización. Formas de ser, de comportarse, actitudes más o menos generalizadas, de las cuales solamente los visionarios que se anticipan tienen dudas, y frente a las que sugieren nuevas fórmulas.

El paso de una a otra época se caracteriza por fuentes tradicionales que se profundizan, día a día, entre valores emergentes en busca de afirmación, de realización, y entre valores del ayer en busca de preservación.

El tránsito
Cuando esto ocurre, se verifica lo que llamamos tránsito (transición). Se observa un cariz fuertemente dramático que va a impregnar los cambios de que se nutre la sociedad. Porque es dramático, es fuertemente desafiador. Y el tránsito se hace entonces un tiempo de opciones. Nutriéndose de cambios. Implica realmente una marcha que hace la sociedad de procurar nuevos temas, nuevas tareas, o más precisamente, su objetivación. Los cambios se producen en una misma unidad de tiempo, sin afectarla profundamente. Se verifican dentro del juego normal, resultante de la propia búsqueda de plenitud que hacen estos temas.

Cuando, por último, estos temas inician su vaciamiento y la pérdida de su significación y emergen nuevos temas, la sociedad comienza el paso hacia otra época. En estas fases, más que nunca, se hace indispensable la integración. Más que nunca se hace indispensable el desenvolvimiento de una mente crítica, con la que el hombre se puede defender de los peligros de los irracionalismos, encauzamientos distorsionados de la emocionalidad, característica de estas fases de transición.

Brasil – Una sociedad en tránsito
Brasil vivía exactamente el tránsito de una a otra época. El paso de una sociedad “cerrada” a una sociedad “abierta”. No era más una sociedad totalmente “cerrada”, ni tampoco era ya una sociedad “abierta”. Era una sociedad abriéndose. El tránsito era precisamente el eslabón entre una época que se desvanecía a otra que se iba formando. Por ello es que tenía algo de prolongación y algo de adentramiento. De prolongación de aquella sociedad que anunciaba y que, a través de él, se engendraba en la vieja.

Esta sociedad brasileña estaba sujeta, por eso mismo, a retrocesos en su tránsito, en la medida en que las fuerzas que encarnaban aquella sociedad, en la vigencia de sus poderes, consiguiesen sobreponerse de uno u otro modo a la consubstanciación de la nueva sociedad. Sociedad nueva que se opondría necesariamente a la vigencia de privilegios, cualquiera que fuesen sus orígenes, contrarios a los intereses del hombre brasileño.

Democratización Fundamental
Entrando la sociedad brasileña en transición, se había instalado entre nosotros el fenómeno que Mannheim llama de “democratización fundamental”, que implica una creciente participación del pueblo en su proceso histórico.

El pueblo se encontraba en la fase anterior de enclaustración de nuestra sociedad, inmerso en el proceso. Con la inmersión era simplemente espectador del proceso, en la emersión se descruza de brazos, renuncia a ser mero espectador y exige ingerencia. Ya no se satisface con asistir; quiere participar; quiere decidir. No habiendo un pasado de experiencias decisorias, dialogales, el pueblo emerge por eso, preponderantemente “ingenuo” y desorganizado. Y cuando más pretende participar, aunque ingenua y desorganizadamente, más se agrupan las fuerzas reaccionarias que se sienten amenazadas en sus privilegios.

Cada vez sentíamos mayor necesidad de una educación que no descuidase la vocación ontológica del hombre -la de ser sujeto, por un lado- y, por otro, que no descuidase las condiciones peculiares de nuestra sociedad en transición, intensamente cambiante y contradictoria. Educación que tratase de ayudar al hombre brasileño en su emersión, y lo insertase críticamente en su proceso histórico. Educación, por eso mismo, que liberase por la concientización. No aquella educación que domestica y acomoda. Educación, por último, que intentase la promoción de esa “ingenuidad” característica de la emersión, en criticidad, con la que el hombre opta y decide.

Por ello, significando esta educación un esfuerzo por lograr el hombre-sujeto, enfrentaba, como amenaza, a los sectores del privilegio. Y para el irracionalismo sectario aparecía la humanización del hombre como si fuera su contrario: la deshumanización.

Una vez más el hombre y el mundo
Partíamos diciendo que la posición normal del hombre, como ya afirmamos al comienzo de este artículo, era no sólo la de estar en la realidad, sino de estar con ella. La de trabar relaciones permanentes con ella, de lo que resulta el acrecentamiento concretizado en el dominio cultural.

Puesto delante del mundo el hombre establece una relación sujeto-objeto, de la cual resulta el conocimiento, que expresa por un lenguaje. Esta relación es hecha también por el analfabeto, el hombre común.

Basta ser hombre para realizarla. Basta ser hombre para ser capaz de captar los datos de la realidad: para ser capaz de saber, aunque este saber sea simplemente opinativo. De ahí que no haya ignorancia absoluta, ni sabiduría absoluta en su estado bruto.

El hombre, sin embargo, no capta el dato de la realidad, el fenómeno, la situación problemática. En la captación, junto con el problema, con el fenómeno, capta también sus nexos causales. El hombre aprehende la causalidad. La comprensión resultante de la captación será tanto más crítica cuanto más se haga la aprehensión de la causalidad auténtica. Y será tanto más mágica, en la medida en que se haga con un mínimo de aprehensión de esta causalidad.

La conciencia crítica “es la representación de las cosas y de los hechos, como se realizan en la existencia empírica. En sus correlaciones causales y circunstanciales”. “La conciencia ingenua (al revés) se cree superior a los hechos dominándolos de afuera y por esto, se juzga libre para entenderlos de acuerdo con que mejor se lo plazca”. La conciencia mágica, por otro lado, no llega a creerse “superior a los hechos, dominándolos por afuera, ni tampoco se juzga libre para entenderlos como mejor se le plazca”. Sencillamente los capta prestándoles un poder superior que los domina de afuera y al cual tienen por esto mismo que someterse con docilidad. El fatalismo es característico de esta conciencia, que lleva a que se crucen los brazos, a la imposibilidad de hacer algo frente al poder de los hechos, bajo el cual queda vencido el hombre. Por otro lado es característica de la conciencia crítica su integración con la realidad, mientras lo de la ingenua es su superposición a la realidad.

Sucede, sin embargo, que a cualquier comprensión de algo, corresponde tarde o temprano una acción. El hombre actual capta un desafío una vez admitidas las hipótesis de respuesta. La naturaleza de la acción corresponde a la naturaleza de la comprensión. Si la acción es crítica, o quizá preponderamente crítica, la acción lo será también. Si la compresión es mágica, la acción es igualmente mágica.

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