NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
DECIMOTERCERA ENTREGA
DOS: LA PRUEBA DEL INOCENTE (5)
SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE fuma frente a una cerveza en el Sporting Bar de Saint-Tropez, con los ojos brumosos. Acaba de llegar atravesando la plaza con la guitarra a cuestas, después que un coche lo dejara en el entronque del camino que baja a Pampelonne. En la plaza se juega a la pétanque bajo amarillas ristras de focos colgantes: una multitud pueblerina rodea a los pescadores que cada tanto bochan haciendo relumbrar una pequeña bola metálica en el aire de la cancha sombreada por los plátanos. El guitarrista mezcla el tabaco con la cerveza y observa fijamente el espacio dorado donde humea la tierra levantada por el gentío. Parece estar mirando un espejismo donde flota su infancia. Cuando sale del bar y empieza a recorrer una calleja llena de comercios que desemboca en el puerto, su rostro resplandece como pacificado. Después avanza succionado por el corso turístico que se apelmaza sobre los adoquines que separan los restaurantes de los yates. A la altura del Gorille ve un negro gigantesco vestido con pollerín y malla y zapatillas rosadas de ballet, dando volteretitas: la gente le abre paso estupefactamente, y casi todos terminan por poner una moneda en el sombrero que hace circular un adolescente tropeziano a bordo de un skate. El guitarrista encuentra a sus compañeros conversando con dos muchachas italianas en el vértice mismo del ángulo del muelle. Cuando los otros descubren al bailarín intercalan una mirada apenas divertida, y siguen en lo suyo. El guitarrista se sienta a fumar sobre el descascarado estuche de su instrumento, admirando los movimientos realizados por el tropeziano que hace de pez piloto del negrazo: trabaja arriba del skate (como un surfista entre un oleaje humano) virando a velocidades increíbles. De golpe lo ve de muy cerca, con el rostro casi infantil aceitunado por el miedo en el momento de perder el control y volar muelle abajo. Antes del chapoteo y el grito colectivo, se escucha la desproporcionada explosión del cráneo del muchacho. El guitarrista salta y ve una enorme mancha rosa en el flanco de un yate. Su paz se descompone como un maquillaje estropeado por el reflujo del horror.
MIS INVESTIGACIONES empezaron a desarrollarse en forma voluntaria a partir de la noche que descubrí -de pura suerte, hay que reconocerlo- que Li Pomeroi era la mismísima Lilith Brower. De eso no me quedaba la menor duda. El problema es que si me pongo a escarbar y llego a meter la pata nos echan del laburo lisa y llanamente, pensaba Abel tomando un whisky tempranero en el mostrador de Chez Marlene. Aunque al Inspector Marc Bugeia se le deben algo más de quinientos francos, botija. Y eso lo sabemos demasiado bien como para quedarnos cruzados de brazos. Claro que a lo mejor allá en París ya está todo el pescado vendido, se me ocurrió razonar al rato: Y yo aquí, masturbándome.
Abel pidió otro whisky y se acercó a la mesa donde Pedrito y el Cordobés se trabajaban a las italianas que conocieron la noche que el muchacho del skate se partió la cabeza contra un yate. La milanesa de Pedrito era una verdadera belleza y tendría por lo menos veinticinco años. Con la del Cordobés no pasaba gran cosa. “Perdón, imberbes” pregunté: “¿Estas minas chamuyan?”. “Maomeno” murmuró Pedrito: “Tenga cuidado, nono. Por las dudas. ¿Qué se le ofrece?”. “Te quería preguntar si por casualidad tu prima Colette no habrá mandado ninguna noticia sobre el caso Sinclair y vos te olvidaste de contármelo”. “No, loco: a mí lo único que me manda decir mi prima Colette es que precisa money” sonrió Pedrito: “Y yo estoy tratando de conseguirlo, aquí y ahora. ¿Me comprende, nono?”. “Sí” dije: “Es evidente que has nacido para sacrificarte, criatura”.
Abel se paró a fumar y a terminar la copa en el marco de la puerta. Entonces vio estacionar un Citröen muy mugriento en la place de l’Hôtel-de-Ville (a unos escasos cincuenta metros) y no pudo creerlo. Después vio bajar al negro Batalla entoldado por su chambergo blanco y al percusionista brasilero que lo acompañaba en verano, y ya no tuvo más remedio que creerlo. Batalla le hizo una seña al otro negro para que caminara en dirección a Chez Marlene. Cuando me reconocieron se abalanzaron a abrazarme con los instrumentos arriba y todo, lo cual produjo un entrechocamiento de guitarra ton-ton cigarrillo y whisky on the rocks digno de ser filmado. “¿Cómo anda la patrona más bonita de toda la Costa Azul, eh?” me preguntó Batalla: “¿Conocen a Marlene?”. “Trabajamos aquí. Firmamos contrato en exclusividad para todo el verano” mentí, mirándolo fijo. “Muy bien. Muy bien, hermano” entornó su miopía sobradora (aunque desconfiadísima) el negro, detrás de los lentes ahumados: “Yo he tocado muchas veces aquí. Yo aquí soy de la casa, hermano”. “Ta bien” dije: “Adelante. La patrona no vino, todavía”. El negro chico me taladró al pasar con sus ojos rosados, y yo le devolví la compasión acariciándole las motas. Al rato llegó Marlene y fue obvio que Batalla trató de soplarnos el laburo, aunque no pasó nada: comieron spaghetti bolognesi, cantaron cinco o seis porquerías y se borraron. “No tocan mal. Pero ustedes son mejores” me dijo la patrona: “Hace poco subimos a París y estuvimos en Favela. Qué boîte más horrible”. Yo estuve a punto de preguntarle hasta qué fecha habían estado en París pero me controlé. Después que hicimos el primer pasaje salí a dar una vuelta por el puerto y encontré a los mellizos festejando en el Gorille. “Tengo una hija, ujuguayo” me anunció el Ceja, dándome un abrazo: “Fue ayer, con la tormenta”. “Cristo: hasta en Saint-Tropez existen muchachas fértiles que perfuman la noche y tipos que te abrazan de verdad” murmuró Abel, líricamente sentimentalizado. Y se tomó otro whisky.
Al volver a Chez Marlene caminando por la calleja trasera empecé a escuchar el Andante del Concierto Nro. 21 para piano y orquesta de Mozart: pero era el piano extrañamente solo, sin el menor acompañamiento. Entró al bar por el fondo y comprobó asombrado que alguien era capaz de arrancarle ese Andante a un teclado de boliche -y todavía de transformar a casi todos los presentes en instrumentos mudos de la orquesta que faltaba. Los parroquianos hinchaban con sus ojos los silencios propuestos por las manos perfectas del gringo insoportablemente maricón y ridículo que estaba tocando. Traté de no hacer barullo al cerrar la puerta ni al caminar para sentarme lo más cerca posible del prodigio. Después me dejé llevar por los valles del whisky hasta el lugar dorado desde donde Mozart se empecinó en llamarnos. Ah: que pueda cantarse la verdad de mi corazón todavía, recé. Que no me maten madre, todavía. Viejo Dylan, recé: viejo Wolfgang. Espérenme.
Como no había cerrado los ojos pude ver entrar simultáneamente a un “reo elegante” por la puerta del frente y sentarse en una banqueta y pedir una copa que Marlene le sirvió con demasiado ruido. Pero el hielo saltón pareció haber rodado por la espalda del pianista, más bien: el marica truncó el Andante y se acercó al mostrador con una inofensiva Gárgola rosácea enyuyada debajo de sus lentes. “Mierda” gritó: “Marlene, ni siquiera merecerías morir por atacar mi música. Yo -Wolfgang Amadeus- declaro que estás muerta”. “Andá a hacerte culear, esquizo” se rio la patrona, espantándolo con la mano: “¿Es la primera vez que te dignás pisarme el bar y ya armás un escándalo? Andá a tratar de pintar un cuadro como la gente, que todavía estás a tiempo. Y no le robes frases a Conrad cuando hables -ni al pobre Dinu Lipatti, cuando toques. No le robes más cosas a nadie, por favor”. Entonces el pianista se puso a llorar a gritos y se escapó del bar a caderazo limpio.
Ahora también lloraban casi todos los presentes, pero de risa. Abel prendió un cigarrillo con demasiada rapidez. Estaba tratando de concentrarse cuando Pedrito lo llamó desde el mostrador para presentarle al “brasilero” que había desencadenado el escándalo por pedir una vulgar vodka on the rocks. El efebo vivía en la villa de un famoso arquitecto y nos propuso tocar dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se suben al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude encontrarlos más que a ustedes”. Nos miramos con Pedrito. “Bueno, no es mucha plata” reconoció el portugués: “Pero vino B.B., resfriada y todo como está. Y Marlene los deja ir: ya le pedí permiso”. Dio la casualidad que el día anterior nos habíamos comprado (contra mi férreo voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba una cosa como esta. “Nos tendrían que llevar a cambiarnos al camping, primero” le contestó Pedrito, aprovechando para mirarme pesado: “Te podrás imaginar que en las galas usamos otras pilchas, brasilero”. “Me imagino, me imagino” chilló radiantemente el portugués, con acento carioca.
A PARTIR de la noche que tocaron para la barra íntima de Brigitte Bardot las cosas fueron mejorando tanto, que antes de fin de agosto habían superado lejos el status alcanzado en Ranchito. Abel ya tenía ahorrado casi el doble de lo que le debía a Bugeia, y durante varias semanas pensó -con razonables esperanzas- en poder pagarse solo el pasaje de vuelta al Uruguay. Cuando fueron contratados para animar un cumpleaños en el celebérrimo Club 55 junto al negro Batalla (incomprensiblemente reaparecido, después que no se viera más) la gloria llegó al colmo: esa noche se sacaron una foto abrazados con B.B. que les permitió hacerse pagar como a vedettes en unos cuantos shows privados, además de otros lujos. Abel mandó una copia a Montevideo y pudo autentificar la sarta de mentiras que le había escrito siempre a la familia sobre su dolce vita, por ejemplo.
Entonces nos fuimos del camping. La carpa estaba descuajeringada desde los tres días de mistral y tramontana que casi borran a Saint-Tropez del mapa (cuando parió Isabelle y se resfrió Brigitte y yo casi me vuelo) y se la vendimos regalada a la Miguela, que había quedado sola: Gastón y Mili se rajaron a Roma en plena fundición, antes de tener que vender la cachila. La Miguela no me hizo ningún comentario sobre sus contratos sexuales y yo perdí una oportunidad preciosa de ganar tiempo en la investigación. A esa altura también había perdido casi completamente la fe en mi capacidad detectivesca, aunque no me calentaba demasiado. Ahora vivía en pleno Saint-Tropez, y como la tigresa seguía sin dar muestras de vida yo me dediqué a desembuchar un libro delirante que se llamaría Doscientos sonetos hambrientos por París. Llegué a escribir ciento once sonetos en una semana -muchos de ellos con estructuras regulares- y cuando me sentí lo suficientemente exorcizado empecé a disfrutar el maravilloso puertito ya bastante vacío, a principios de setiembre.
El otoño sustituía al turismo, ahora. Los lugares preferidos por Abel eran la terraza del Sporting -donde almorzaba paladeando el embrujo de la plaza aterciopelada por el sol ocre- y el sendero que rodeaba por detrás a la Citadelle. Allí se iba a sentar casi todas las tardes, para ver perfilarse el diferente azul de los Alpes cercanos y lejanos (y más lejanos, todavía) sobre el inabarcable resplandecer del golfo. Abel trabajaba con el diccionario y descifraba un solo poema de Rimbaud por tarde -antes de controlar las gradaciones de la luz proyectada horizontalmente sobre el blanco cementerio marino que quedaba a sus pies, cincuenta metros más abajo. Una noche me crucé con el Ceja al bajar de la Citadelle y después de felicitarlo por los cuatro quilos y medio que ya pesaba la nena me animé a manguearle un paquete de yerba: me contestó que para él era un verdadero honor regalármelos todos. Entonces empecé a levantarme bastante temprano y a matear ensoñado frente a los ventanales de la pieza que compartíamos con Pedrito en el tercer piso de un edificio descascarado y sin ascensor, ubicado en el Impasse des Conquètes. El Cordobés alquilaba una pieza en otra pensión, por suerte. Desde nuestros ventanales se podía ver una franja del Mediterráneo y más atrás los cerros, y una mañana que un chaparrón parcial azuló una escarpada luminosidad Abel le escribió un poema a Bénédicte y lo remató así: La lluvia de tu infancia besó el sol para siempre.
Esa tarde estaba a punto de salir para la Citadelle cuando le golpearon la puerta con un leve matiz de prepotencia. Era un “matón elegante”, esta vez. Después de que me dijo (muy amablemente, por supuesto) que me venía a buscar porque la señorita Li Pomeroi tenía necesidad de hablar conmigo, permanecí mirándole los lentes verdes con fijeza y no dije una palabra. “Si usted quiere venir, claro” agregó el muchacho, desviando la mirada hacia el pasillo entre sobrador y achicado. “¿Es por algún contrato?” pregunté. El matoncito hizo girar una llave en la mano tostadísima y se encogió de hombros. “Puede ser” dijo, haciéndose el simpático. Entonces agarré la foto de B.B. con Jamaica y se la pasé por la nariz hasta hacerle suspira el Oh la la correspondiente.
Lo único que me faltaba era dejarme basurear por un tirifilo, pensé al subir a la Ferrari sport último modelo que nos esperaba abajo: Hace tiempo que no me ficho en los espejos, pero teniendo en cuenta cómo se achicó este mono debo tener los ojos muy jodidos. El viejo Marlowe nunca debe haberlos tenido tan jodidos: y eso que debía conocer el mal bastante mejor que yo, supongo. ¿Pero qué clase mal, campeón? le preguntó una voz como de sótano. El mal es uno solo, se contestó Abel Rosso empezando a sudar empezando a sudar de puro miedo no sólo a Lilith Brower sino a cualquier ejemplar de la especie humana que se le atravesara adelante. ¿Y si se te apareciera el ángel para hacerte apiadar de la humanidad sufriente? ¿Si se te apareciera el querube igual que aquella noche oscura y serena, cuando empezaste a creer? ¿Quién: la putita de Ma-Sa? se interpuso la voz de Ray -ahora perfectamente distinguible adentro mío, por primera vez en lo que iba del verano. Abel sintió que se asfixiaba y se agarró de la parte delantera del auto con tanta brusquedad que el otro pegó un frenazo. “¿Se siente mal?” me preguntó con aire de superioridad. “No. Son gases” le dije (adjuntando una seña aclaratoria) y él no dejó de sonreírse cuando volvió a embalar por la sinuosa ruta que ascendía entre las villas.
Lo peor de todo es que no era exactamente la voz de Ray, pensé mientras entrábamos a una increíble mansión de las edificadas sobre el acantilado: Era la mía, también. La cosa se está poniendo fea de veras. Pero no te derrumbes. Acordate de los que están peleando. Que no pase la voz. Abel cerró los ojos para frotárselos con suavidad. Cuando bajó de la Ferrari le chorreaba la espalda pero le sobró el cuero para hacerle desviar los ojos al muchacho. “¿Dónde está?” pregunté. “Por aquí, por favor” perdió la sonrisa el matoncito.
Li Pomeroi me esperaba tirada en un diván -se le veía apenas la testa color oro blanco- delante de una enorme piscina decorada (sub-acuáticamente) con mosaicos bizantinoides donde los personajes evangélicos habían sido geometrizados en serie, al estilo de las Meninas de Picasso. No daba ni para mirarlos, por algunos detalles que capté de reojo. Después vi a la mujer, pero eso no me provocó el menor rechazo: lo único que tenía puesto eran un par de lentes y un crucifijo al revés, moviéndosele suavísimamente entre los pezones. “Salud” me dijo, y me señaló un puf. Le contesté lo mismo mientras me sentaba. No me animé a sacar un cigarrillo por miedo al temblequeo, pero acepté una copa. “Whisky doble” le expliqué al matoncito: “Sin hielo. Y con dos medidas de agua con gas helada”. Agregué una guiñada. El muchacho sonrió y enseguida me lo trajo, impecablemente preparado. Li Pomeroi no dejó de mirarme fijo mientras yo me embuchaba un primer trago demasiado ansioso. Abel empezó a sentir una especie de infinito y absurdo agradecimiento por el hecho de que la mujer usara lentes negros, hasta que se dio cuenta de que los usaba porque estaba fumada. Se dio cuenta por el empastamiento del sudor frontal -y recordó inmediatamente a su maestro y amigo: le brave Monsieur K. “Vamos a ver” se cruzó ella las manos sobre el sexo como si tuviera vergüenza: “Me dijeron que vos sos un creador: un músico, un poeta-”. “Músico no” la corregí. “Bueno, no importa. Un poeta. Es suficiente. Pero sos muy amigo de aquel guitarrista extraordinario que tocó en Chez Marlene el otro día ¿verdad? ¿Por casualidad conocés -o mejor dicho: conociste- a alguien más apellidado Brower, mi amor?
La pregunta me agarró muy de golpe: casi me noquea. Abel se quedó un momento abstraído en la contemplación de un San José cornudo -que sonreía debajo de las aguas turquesas- antes de cabecear afirmativamente. “Entonces no fue casualidad” murmuró la mujer. Y yo pensé: Si esta es la mina que calé aquella noche en el Stella fumándole la guita a Sinclair estoy frito. Así que liquidé el whisky y prendí un cigarrillo sin temblar y le miré los ojos a la tigresa. Ella se había encabalgado los lentes sobre el pelo de plata y entonces pude ver su verdadera desnudez, durante una fracción de segundo: era la obscenidad asexuada y letal que yo ya conocía demasiado bien. Era el abuso puro. Pero si uno se aguanta y se concentra -ateniéndose a las consecuencias, obviamente- no hay Chimère en el mundo que no termine por bajar los ojos.
“Ahá: no fue casualidad, entonces” repitió Lilith Brouwer, separando las piernas y alzando mucho las rodillas. Yo tuve una erección pero ni me inmuté. “Ves este crucifijo al revés” me empezó a sermonear ella de golpe, con entusiasmo de fumada: “Esto no representa al diablo con cuernitos ni a ninguna de esas pavadas. Esto es nomás que la vita nova, poeta: la vida sin pasado. Sin futuro. Sin muerte. Y sin crucifixión. Solamente la vida que creamos nueva, ahora: la del puro placer en estado de gracia. Sin pecado concebible”. La mujer se crispó en una larga carcajada y levantó los brazos, y Abel fijó la vista en uno de los rubios sobacos sin afeitar. Confirmado: los ángeles tienen el sexo en los sobacos. Por eso tienen dos. Y obturados -pensó: Qué chatura, Dios mío. Qué satanismo de cuarta. Los muchachos que torturan en cualquier cuartelucho de Montevideo son unos doctores al lado de esta gansa: lástima que esté tan rica. Después pidió otro whisky por señas y el matoncito se lo trajo enseguida y le hizo una guiñada sobradora, aludiendo a la patrona. Abel que se empezaban a tener hasta un cierto cariño con el muchacho.
“Hace poco que conozco a Marlene. Hace poco que la amo” recomenzó el sermón Lilith, empinando los pechos para desperezarse: “Ella es maravillosa. Me gusta la gente que abre sus maravillas: hasta hace unos días hubo dos músicos brasileros viviendo en mi casa, por ejemplo. Y además hay un pintor holandés que toca Mozart como los dioses-”. “O como Dinu Lipatti” se me escapó. “¿Conocés a Wolgfang Amadeo Strudel?” preguntó la tigresa calándose los lentes para mirarme a la cara. “De vista” dije. “Bueno, ya se van a conocer mejor. Tenemos una fiestita, esta noche, ¿No te querés quedar?”. “Tengo que trabajar” dije parándome de golpe -y sin dejar de adjuntar las gracias: “¿Necesitabas alguna otra cosa?”. “No” murmuró Lilith: “Me llamó la atención que alguien nombrara a un Brower adelante mío, nomás. Y quise averiguar si era casualidad”.
Entonces se volvió a encabalgar los lentes sobre la testa color oro blanco y esta vez no le pude aguantar la mirada. “Sinclair ya estaba muerto mucho antes de morirse” dijo con una gelidez que me erizó: “Yo me llamo Li Pomeroi desde hace mucho tiempo y además no-ten-go-pa-sa-do. ¿Está claro?”. Abel no contestó. Estaba mirando fijamente el whisky casi intacto y pensando esta vez que la bestia desnuda que tenía enfrente no debía de ser una satánica nada inferior a los torturadores de los cuarteluchos. “Salut, Li” dije haciéndole señas al matón para que me bajara al puerto. Ella retribuyó el Salut poniéndose relampagueantemente boca abajo, pero yo evité ver lo que debía mirarse.
“LÁSTIMA QUE no te quedaste” dijo el matoncito, mientras arrancamos: “Las fiestas no están mal, de verdad”. “Tengo que trabajar” porfié. “Lástima” repitió el muchacho: “A veces terminamos bañándonos todos juntos en la piscina. Hasta los empleados entramos en los happenings”. “Qué patrona más democrática” dije mirando para afuera. Empezaba a oscurecer, y yo me había perdido la vigilancia desde la Citadelle. “Bueno, no tan democrática como podría pensarse” se animó a corregir el muchacho: “Ella se acuesta con todo lo que se le pone adelante. Y sin embargo al negro lo echó de la villa porque quiso volteársela. Fuera bicho le gritó en español”.
Así que era Batalla nomás, pensó Abel manoteando un cigarrillo: Me parece que las cosas empiezan agarrar un sentido. Entonces se largó a jugar de contragolpe: “¿No sabés si tu patrona lo conocía de París, al brasilero?” pregunté con un rictus de preocupación: “Yo allá nunca la vi, en la boîte”. “No sé” contestó el otro: “A mí me contrataron este verano. Soy de Cannes. Pero al negro lo metió en la villa el pintor, según tengo entendido: ese marica que le dicen Mozart”. Abel tiró el cigarrillo a medio fumar y se cruzó de brazos durante el resto del viaje para disimular el temblequeo. Mozart es el amigo de Amelot: el de la despedida en donde estuvo Ray, pensó con menos susto que deslumbramiento. Clavado. Amigo de Amelot de Sinclair de Lilith y del negro. Me parece que cualquier día de estos vamos a poder mandarle a Bugeia un telegrama como la gente y todo, si seguimos vivos.
“Gracias, viejo” le dije al matoncito cuando me bajé en el Impasse des Conquêtes. Ya estaba casi oscuro y yo no temblaba más, así que accedí a mostrarle otra vez la foto de B.B. con Jamaica a la luz del tablero. “Increíble, de verdad” reflexionó el muchacho entornando unos ojos todavía inocentemente degenerados: “Cuando puedas venite a una fiestita y vas a seguir dándote cuenta de lo increíble que es esto”. “Ya te dije que yo trabajo, varón” rezongué con dulzura.
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011
DECIMOTERCERA ENTREGA
DOS: LA PRUEBA DEL INOCENTE (5)
SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE fuma frente a una cerveza en el Sporting Bar de Saint-Tropez, con los ojos brumosos. Acaba de llegar atravesando la plaza con la guitarra a cuestas, después que un coche lo dejara en el entronque del camino que baja a Pampelonne. En la plaza se juega a la pétanque bajo amarillas ristras de focos colgantes: una multitud pueblerina rodea a los pescadores que cada tanto bochan haciendo relumbrar una pequeña bola metálica en el aire de la cancha sombreada por los plátanos. El guitarrista mezcla el tabaco con la cerveza y observa fijamente el espacio dorado donde humea la tierra levantada por el gentío. Parece estar mirando un espejismo donde flota su infancia. Cuando sale del bar y empieza a recorrer una calleja llena de comercios que desemboca en el puerto, su rostro resplandece como pacificado. Después avanza succionado por el corso turístico que se apelmaza sobre los adoquines que separan los restaurantes de los yates. A la altura del Gorille ve un negro gigantesco vestido con pollerín y malla y zapatillas rosadas de ballet, dando volteretitas: la gente le abre paso estupefactamente, y casi todos terminan por poner una moneda en el sombrero que hace circular un adolescente tropeziano a bordo de un skate. El guitarrista encuentra a sus compañeros conversando con dos muchachas italianas en el vértice mismo del ángulo del muelle. Cuando los otros descubren al bailarín intercalan una mirada apenas divertida, y siguen en lo suyo. El guitarrista se sienta a fumar sobre el descascarado estuche de su instrumento, admirando los movimientos realizados por el tropeziano que hace de pez piloto del negrazo: trabaja arriba del skate (como un surfista entre un oleaje humano) virando a velocidades increíbles. De golpe lo ve de muy cerca, con el rostro casi infantil aceitunado por el miedo en el momento de perder el control y volar muelle abajo. Antes del chapoteo y el grito colectivo, se escucha la desproporcionada explosión del cráneo del muchacho. El guitarrista salta y ve una enorme mancha rosa en el flanco de un yate. Su paz se descompone como un maquillaje estropeado por el reflujo del horror.
MIS INVESTIGACIONES empezaron a desarrollarse en forma voluntaria a partir de la noche que descubrí -de pura suerte, hay que reconocerlo- que Li Pomeroi era la mismísima Lilith Brower. De eso no me quedaba la menor duda. El problema es que si me pongo a escarbar y llego a meter la pata nos echan del laburo lisa y llanamente, pensaba Abel tomando un whisky tempranero en el mostrador de Chez Marlene. Aunque al Inspector Marc Bugeia se le deben algo más de quinientos francos, botija. Y eso lo sabemos demasiado bien como para quedarnos cruzados de brazos. Claro que a lo mejor allá en París ya está todo el pescado vendido, se me ocurrió razonar al rato: Y yo aquí, masturbándome.
Abel pidió otro whisky y se acercó a la mesa donde Pedrito y el Cordobés se trabajaban a las italianas que conocieron la noche que el muchacho del skate se partió la cabeza contra un yate. La milanesa de Pedrito era una verdadera belleza y tendría por lo menos veinticinco años. Con la del Cordobés no pasaba gran cosa. “Perdón, imberbes” pregunté: “¿Estas minas chamuyan?”. “Maomeno” murmuró Pedrito: “Tenga cuidado, nono. Por las dudas. ¿Qué se le ofrece?”. “Te quería preguntar si por casualidad tu prima Colette no habrá mandado ninguna noticia sobre el caso Sinclair y vos te olvidaste de contármelo”. “No, loco: a mí lo único que me manda decir mi prima Colette es que precisa money” sonrió Pedrito: “Y yo estoy tratando de conseguirlo, aquí y ahora. ¿Me comprende, nono?”. “Sí” dije: “Es evidente que has nacido para sacrificarte, criatura”.
Abel se paró a fumar y a terminar la copa en el marco de la puerta. Entonces vio estacionar un Citröen muy mugriento en la place de l’Hôtel-de-Ville (a unos escasos cincuenta metros) y no pudo creerlo. Después vio bajar al negro Batalla entoldado por su chambergo blanco y al percusionista brasilero que lo acompañaba en verano, y ya no tuvo más remedio que creerlo. Batalla le hizo una seña al otro negro para que caminara en dirección a Chez Marlene. Cuando me reconocieron se abalanzaron a abrazarme con los instrumentos arriba y todo, lo cual produjo un entrechocamiento de guitarra ton-ton cigarrillo y whisky on the rocks digno de ser filmado. “¿Cómo anda la patrona más bonita de toda la Costa Azul, eh?” me preguntó Batalla: “¿Conocen a Marlene?”. “Trabajamos aquí. Firmamos contrato en exclusividad para todo el verano” mentí, mirándolo fijo. “Muy bien. Muy bien, hermano” entornó su miopía sobradora (aunque desconfiadísima) el negro, detrás de los lentes ahumados: “Yo he tocado muchas veces aquí. Yo aquí soy de la casa, hermano”. “Ta bien” dije: “Adelante. La patrona no vino, todavía”. El negro chico me taladró al pasar con sus ojos rosados, y yo le devolví la compasión acariciándole las motas. Al rato llegó Marlene y fue obvio que Batalla trató de soplarnos el laburo, aunque no pasó nada: comieron spaghetti bolognesi, cantaron cinco o seis porquerías y se borraron. “No tocan mal. Pero ustedes son mejores” me dijo la patrona: “Hace poco subimos a París y estuvimos en Favela. Qué boîte más horrible”. Yo estuve a punto de preguntarle hasta qué fecha habían estado en París pero me controlé. Después que hicimos el primer pasaje salí a dar una vuelta por el puerto y encontré a los mellizos festejando en el Gorille. “Tengo una hija, ujuguayo” me anunció el Ceja, dándome un abrazo: “Fue ayer, con la tormenta”. “Cristo: hasta en Saint-Tropez existen muchachas fértiles que perfuman la noche y tipos que te abrazan de verdad” murmuró Abel, líricamente sentimentalizado. Y se tomó otro whisky.
Al volver a Chez Marlene caminando por la calleja trasera empecé a escuchar el Andante del Concierto Nro. 21 para piano y orquesta de Mozart: pero era el piano extrañamente solo, sin el menor acompañamiento. Entró al bar por el fondo y comprobó asombrado que alguien era capaz de arrancarle ese Andante a un teclado de boliche -y todavía de transformar a casi todos los presentes en instrumentos mudos de la orquesta que faltaba. Los parroquianos hinchaban con sus ojos los silencios propuestos por las manos perfectas del gringo insoportablemente maricón y ridículo que estaba tocando. Traté de no hacer barullo al cerrar la puerta ni al caminar para sentarme lo más cerca posible del prodigio. Después me dejé llevar por los valles del whisky hasta el lugar dorado desde donde Mozart se empecinó en llamarnos. Ah: que pueda cantarse la verdad de mi corazón todavía, recé. Que no me maten madre, todavía. Viejo Dylan, recé: viejo Wolfgang. Espérenme.
Como no había cerrado los ojos pude ver entrar simultáneamente a un “reo elegante” por la puerta del frente y sentarse en una banqueta y pedir una copa que Marlene le sirvió con demasiado ruido. Pero el hielo saltón pareció haber rodado por la espalda del pianista, más bien: el marica truncó el Andante y se acercó al mostrador con una inofensiva Gárgola rosácea enyuyada debajo de sus lentes. “Mierda” gritó: “Marlene, ni siquiera merecerías morir por atacar mi música. Yo -Wolfgang Amadeus- declaro que estás muerta”. “Andá a hacerte culear, esquizo” se rio la patrona, espantándolo con la mano: “¿Es la primera vez que te dignás pisarme el bar y ya armás un escándalo? Andá a tratar de pintar un cuadro como la gente, que todavía estás a tiempo. Y no le robes frases a Conrad cuando hables -ni al pobre Dinu Lipatti, cuando toques. No le robes más cosas a nadie, por favor”. Entonces el pianista se puso a llorar a gritos y se escapó del bar a caderazo limpio.
Ahora también lloraban casi todos los presentes, pero de risa. Abel prendió un cigarrillo con demasiada rapidez. Estaba tratando de concentrarse cuando Pedrito lo llamó desde el mostrador para presentarle al “brasilero” que había desencadenado el escándalo por pedir una vulgar vodka on the rocks. El efebo vivía en la villa de un famoso arquitecto y nos propuso tocar dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se suben al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude encontrarlos más que a ustedes”. Nos miramos con Pedrito. “Bueno, no es mucha plata” reconoció el portugués: “Pero vino B.B., resfriada y todo como está. Y Marlene los deja ir: ya le pedí permiso”. Dio la casualidad que el día anterior nos habíamos comprado (contra mi férreo voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba una cosa como esta. “Nos tendrían que llevar a cambiarnos al camping, primero” le contestó Pedrito, aprovechando para mirarme pesado: “Te podrás imaginar que en las galas usamos otras pilchas, brasilero”. “Me imagino, me imagino” chilló radiantemente el portugués, con acento carioca.
A PARTIR de la noche que tocaron para la barra íntima de Brigitte Bardot las cosas fueron mejorando tanto, que antes de fin de agosto habían superado lejos el status alcanzado en Ranchito. Abel ya tenía ahorrado casi el doble de lo que le debía a Bugeia, y durante varias semanas pensó -con razonables esperanzas- en poder pagarse solo el pasaje de vuelta al Uruguay. Cuando fueron contratados para animar un cumpleaños en el celebérrimo Club 55 junto al negro Batalla (incomprensiblemente reaparecido, después que no se viera más) la gloria llegó al colmo: esa noche se sacaron una foto abrazados con B.B. que les permitió hacerse pagar como a vedettes en unos cuantos shows privados, además de otros lujos. Abel mandó una copia a Montevideo y pudo autentificar la sarta de mentiras que le había escrito siempre a la familia sobre su dolce vita, por ejemplo.
Entonces nos fuimos del camping. La carpa estaba descuajeringada desde los tres días de mistral y tramontana que casi borran a Saint-Tropez del mapa (cuando parió Isabelle y se resfrió Brigitte y yo casi me vuelo) y se la vendimos regalada a la Miguela, que había quedado sola: Gastón y Mili se rajaron a Roma en plena fundición, antes de tener que vender la cachila. La Miguela no me hizo ningún comentario sobre sus contratos sexuales y yo perdí una oportunidad preciosa de ganar tiempo en la investigación. A esa altura también había perdido casi completamente la fe en mi capacidad detectivesca, aunque no me calentaba demasiado. Ahora vivía en pleno Saint-Tropez, y como la tigresa seguía sin dar muestras de vida yo me dediqué a desembuchar un libro delirante que se llamaría Doscientos sonetos hambrientos por París. Llegué a escribir ciento once sonetos en una semana -muchos de ellos con estructuras regulares- y cuando me sentí lo suficientemente exorcizado empecé a disfrutar el maravilloso puertito ya bastante vacío, a principios de setiembre.
El otoño sustituía al turismo, ahora. Los lugares preferidos por Abel eran la terraza del Sporting -donde almorzaba paladeando el embrujo de la plaza aterciopelada por el sol ocre- y el sendero que rodeaba por detrás a la Citadelle. Allí se iba a sentar casi todas las tardes, para ver perfilarse el diferente azul de los Alpes cercanos y lejanos (y más lejanos, todavía) sobre el inabarcable resplandecer del golfo. Abel trabajaba con el diccionario y descifraba un solo poema de Rimbaud por tarde -antes de controlar las gradaciones de la luz proyectada horizontalmente sobre el blanco cementerio marino que quedaba a sus pies, cincuenta metros más abajo. Una noche me crucé con el Ceja al bajar de la Citadelle y después de felicitarlo por los cuatro quilos y medio que ya pesaba la nena me animé a manguearle un paquete de yerba: me contestó que para él era un verdadero honor regalármelos todos. Entonces empecé a levantarme bastante temprano y a matear ensoñado frente a los ventanales de la pieza que compartíamos con Pedrito en el tercer piso de un edificio descascarado y sin ascensor, ubicado en el Impasse des Conquètes. El Cordobés alquilaba una pieza en otra pensión, por suerte. Desde nuestros ventanales se podía ver una franja del Mediterráneo y más atrás los cerros, y una mañana que un chaparrón parcial azuló una escarpada luminosidad Abel le escribió un poema a Bénédicte y lo remató así: La lluvia de tu infancia besó el sol para siempre.
Esa tarde estaba a punto de salir para la Citadelle cuando le golpearon la puerta con un leve matiz de prepotencia. Era un “matón elegante”, esta vez. Después de que me dijo (muy amablemente, por supuesto) que me venía a buscar porque la señorita Li Pomeroi tenía necesidad de hablar conmigo, permanecí mirándole los lentes verdes con fijeza y no dije una palabra. “Si usted quiere venir, claro” agregó el muchacho, desviando la mirada hacia el pasillo entre sobrador y achicado. “¿Es por algún contrato?” pregunté. El matoncito hizo girar una llave en la mano tostadísima y se encogió de hombros. “Puede ser” dijo, haciéndose el simpático. Entonces agarré la foto de B.B. con Jamaica y se la pasé por la nariz hasta hacerle suspira el Oh la la correspondiente.
Lo único que me faltaba era dejarme basurear por un tirifilo, pensé al subir a la Ferrari sport último modelo que nos esperaba abajo: Hace tiempo que no me ficho en los espejos, pero teniendo en cuenta cómo se achicó este mono debo tener los ojos muy jodidos. El viejo Marlowe nunca debe haberlos tenido tan jodidos: y eso que debía conocer el mal bastante mejor que yo, supongo. ¿Pero qué clase mal, campeón? le preguntó una voz como de sótano. El mal es uno solo, se contestó Abel Rosso empezando a sudar empezando a sudar de puro miedo no sólo a Lilith Brower sino a cualquier ejemplar de la especie humana que se le atravesara adelante. ¿Y si se te apareciera el ángel para hacerte apiadar de la humanidad sufriente? ¿Si se te apareciera el querube igual que aquella noche oscura y serena, cuando empezaste a creer? ¿Quién: la putita de Ma-Sa? se interpuso la voz de Ray -ahora perfectamente distinguible adentro mío, por primera vez en lo que iba del verano. Abel sintió que se asfixiaba y se agarró de la parte delantera del auto con tanta brusquedad que el otro pegó un frenazo. “¿Se siente mal?” me preguntó con aire de superioridad. “No. Son gases” le dije (adjuntando una seña aclaratoria) y él no dejó de sonreírse cuando volvió a embalar por la sinuosa ruta que ascendía entre las villas.
Lo peor de todo es que no era exactamente la voz de Ray, pensé mientras entrábamos a una increíble mansión de las edificadas sobre el acantilado: Era la mía, también. La cosa se está poniendo fea de veras. Pero no te derrumbes. Acordate de los que están peleando. Que no pase la voz. Abel cerró los ojos para frotárselos con suavidad. Cuando bajó de la Ferrari le chorreaba la espalda pero le sobró el cuero para hacerle desviar los ojos al muchacho. “¿Dónde está?” pregunté. “Por aquí, por favor” perdió la sonrisa el matoncito.
Li Pomeroi me esperaba tirada en un diván -se le veía apenas la testa color oro blanco- delante de una enorme piscina decorada (sub-acuáticamente) con mosaicos bizantinoides donde los personajes evangélicos habían sido geometrizados en serie, al estilo de las Meninas de Picasso. No daba ni para mirarlos, por algunos detalles que capté de reojo. Después vi a la mujer, pero eso no me provocó el menor rechazo: lo único que tenía puesto eran un par de lentes y un crucifijo al revés, moviéndosele suavísimamente entre los pezones. “Salud” me dijo, y me señaló un puf. Le contesté lo mismo mientras me sentaba. No me animé a sacar un cigarrillo por miedo al temblequeo, pero acepté una copa. “Whisky doble” le expliqué al matoncito: “Sin hielo. Y con dos medidas de agua con gas helada”. Agregué una guiñada. El muchacho sonrió y enseguida me lo trajo, impecablemente preparado. Li Pomeroi no dejó de mirarme fijo mientras yo me embuchaba un primer trago demasiado ansioso. Abel empezó a sentir una especie de infinito y absurdo agradecimiento por el hecho de que la mujer usara lentes negros, hasta que se dio cuenta de que los usaba porque estaba fumada. Se dio cuenta por el empastamiento del sudor frontal -y recordó inmediatamente a su maestro y amigo: le brave Monsieur K. “Vamos a ver” se cruzó ella las manos sobre el sexo como si tuviera vergüenza: “Me dijeron que vos sos un creador: un músico, un poeta-”. “Músico no” la corregí. “Bueno, no importa. Un poeta. Es suficiente. Pero sos muy amigo de aquel guitarrista extraordinario que tocó en Chez Marlene el otro día ¿verdad? ¿Por casualidad conocés -o mejor dicho: conociste- a alguien más apellidado Brower, mi amor?
La pregunta me agarró muy de golpe: casi me noquea. Abel se quedó un momento abstraído en la contemplación de un San José cornudo -que sonreía debajo de las aguas turquesas- antes de cabecear afirmativamente. “Entonces no fue casualidad” murmuró la mujer. Y yo pensé: Si esta es la mina que calé aquella noche en el Stella fumándole la guita a Sinclair estoy frito. Así que liquidé el whisky y prendí un cigarrillo sin temblar y le miré los ojos a la tigresa. Ella se había encabalgado los lentes sobre el pelo de plata y entonces pude ver su verdadera desnudez, durante una fracción de segundo: era la obscenidad asexuada y letal que yo ya conocía demasiado bien. Era el abuso puro. Pero si uno se aguanta y se concentra -ateniéndose a las consecuencias, obviamente- no hay Chimère en el mundo que no termine por bajar los ojos.
“Ahá: no fue casualidad, entonces” repitió Lilith Brouwer, separando las piernas y alzando mucho las rodillas. Yo tuve una erección pero ni me inmuté. “Ves este crucifijo al revés” me empezó a sermonear ella de golpe, con entusiasmo de fumada: “Esto no representa al diablo con cuernitos ni a ninguna de esas pavadas. Esto es nomás que la vita nova, poeta: la vida sin pasado. Sin futuro. Sin muerte. Y sin crucifixión. Solamente la vida que creamos nueva, ahora: la del puro placer en estado de gracia. Sin pecado concebible”. La mujer se crispó en una larga carcajada y levantó los brazos, y Abel fijó la vista en uno de los rubios sobacos sin afeitar. Confirmado: los ángeles tienen el sexo en los sobacos. Por eso tienen dos. Y obturados -pensó: Qué chatura, Dios mío. Qué satanismo de cuarta. Los muchachos que torturan en cualquier cuartelucho de Montevideo son unos doctores al lado de esta gansa: lástima que esté tan rica. Después pidió otro whisky por señas y el matoncito se lo trajo enseguida y le hizo una guiñada sobradora, aludiendo a la patrona. Abel que se empezaban a tener hasta un cierto cariño con el muchacho.
“Hace poco que conozco a Marlene. Hace poco que la amo” recomenzó el sermón Lilith, empinando los pechos para desperezarse: “Ella es maravillosa. Me gusta la gente que abre sus maravillas: hasta hace unos días hubo dos músicos brasileros viviendo en mi casa, por ejemplo. Y además hay un pintor holandés que toca Mozart como los dioses-”. “O como Dinu Lipatti” se me escapó. “¿Conocés a Wolgfang Amadeo Strudel?” preguntó la tigresa calándose los lentes para mirarme a la cara. “De vista” dije. “Bueno, ya se van a conocer mejor. Tenemos una fiestita, esta noche, ¿No te querés quedar?”. “Tengo que trabajar” dije parándome de golpe -y sin dejar de adjuntar las gracias: “¿Necesitabas alguna otra cosa?”. “No” murmuró Lilith: “Me llamó la atención que alguien nombrara a un Brower adelante mío, nomás. Y quise averiguar si era casualidad”.
Entonces se volvió a encabalgar los lentes sobre la testa color oro blanco y esta vez no le pude aguantar la mirada. “Sinclair ya estaba muerto mucho antes de morirse” dijo con una gelidez que me erizó: “Yo me llamo Li Pomeroi desde hace mucho tiempo y además no-ten-go-pa-sa-do. ¿Está claro?”. Abel no contestó. Estaba mirando fijamente el whisky casi intacto y pensando esta vez que la bestia desnuda que tenía enfrente no debía de ser una satánica nada inferior a los torturadores de los cuarteluchos. “Salut, Li” dije haciéndole señas al matón para que me bajara al puerto. Ella retribuyó el Salut poniéndose relampagueantemente boca abajo, pero yo evité ver lo que debía mirarse.
“LÁSTIMA QUE no te quedaste” dijo el matoncito, mientras arrancamos: “Las fiestas no están mal, de verdad”. “Tengo que trabajar” porfié. “Lástima” repitió el muchacho: “A veces terminamos bañándonos todos juntos en la piscina. Hasta los empleados entramos en los happenings”. “Qué patrona más democrática” dije mirando para afuera. Empezaba a oscurecer, y yo me había perdido la vigilancia desde la Citadelle. “Bueno, no tan democrática como podría pensarse” se animó a corregir el muchacho: “Ella se acuesta con todo lo que se le pone adelante. Y sin embargo al negro lo echó de la villa porque quiso volteársela. Fuera bicho le gritó en español”.
Así que era Batalla nomás, pensó Abel manoteando un cigarrillo: Me parece que las cosas empiezan agarrar un sentido. Entonces se largó a jugar de contragolpe: “¿No sabés si tu patrona lo conocía de París, al brasilero?” pregunté con un rictus de preocupación: “Yo allá nunca la vi, en la boîte”. “No sé” contestó el otro: “A mí me contrataron este verano. Soy de Cannes. Pero al negro lo metió en la villa el pintor, según tengo entendido: ese marica que le dicen Mozart”. Abel tiró el cigarrillo a medio fumar y se cruzó de brazos durante el resto del viaje para disimular el temblequeo. Mozart es el amigo de Amelot: el de la despedida en donde estuvo Ray, pensó con menos susto que deslumbramiento. Clavado. Amigo de Amelot de Sinclair de Lilith y del negro. Me parece que cualquier día de estos vamos a poder mandarle a Bugeia un telegrama como la gente y todo, si seguimos vivos.
“Gracias, viejo” le dije al matoncito cuando me bajé en el Impasse des Conquêtes. Ya estaba casi oscuro y yo no temblaba más, así que accedí a mostrarle otra vez la foto de B.B. con Jamaica a la luz del tablero. “Increíble, de verdad” reflexionó el muchacho entornando unos ojos todavía inocentemente degenerados: “Cuando puedas venite a una fiestita y vas a seguir dándote cuenta de lo increíble que es esto”. “Ya te dije que yo trabajo, varón” rezongué con dulzura.
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