martes

CREER O REVENTAR



NOVELÓN DE LOS POETAS MUERTOS

HUGO GIOVANETTI VIOLA

1ra edición 1990 / 1ra edición web 2011

DACIMOPRIMERA ENTREGA

DOS: LA PRUEBA DEL INOCENTE (3)

SAINT-TROPEZ

TRES MÚSICOS salen de trabajar en Chez Marlene antes de amanecer, acompañados por dos tropezianas todavía juveniles. Los dos músicos adolescentes y sus respectivas mujeres invitan al guitarrista -un hombre semicalvo- a quedarse a dormir con ellos en Saint-Tropez: eso le evitará tener que esperar sentado en el puerto hasta las ocho de la mañana a que llegue el primer taxi para poder volver al camping. El guitarrista acepta, entre distraído y hosco. El grupo repecha algunas callejas orinadas por el oro musgoso de los siglos y sube al segundo piso de una casona compartimentada. Al entrar al apartamento interrumpen a una pareja que fornicaba estrepitosamente en la oscuridad: la sombra de la mujer cae de espaldas sobre la sábana y se reubica enseguida en su cabalgadura, después de saludar con un gruñido. El guitarrista ni siquiera pregunta dónde va a dormir, pero no puede reprimir un cabezazo de contrariedad cuando otra de las mujeres le extiende una colchoneta a tientas en un rincón. Entonces el adolescente más alto se acerca -tropezándose con la cama grande- a murmurar disculpas: le explica que él no podía adivinar que el apartamento era de una sola pieza. El guitarrista se saca los zapatos y se sienta a fumar acodado sobre la colchoneta, sin contestarle ni mirarlo. Ahora la mujer aúlla en la cama grande tratando de sobreactuar agonizantemente un orgasmo que no llega: el hombre semicalvo ya puede distinguir con total nitidez su perfil cabalgante recortado en la claridad de la persiana. Mientras tanto, los adolescentes han empezado a fornicar en los otros rincones y afuera canta un gallo. El guitarrista aplasta el cigarrillo a medio fumar como dándose cuenta -casi con pavor- de que es posible que el asma no lo deje dormir. Entonces se concentra moviendo apenas los labios en posición fetal, hasta que en su mirada emerge la dorada frescura de un recuerdo todavía húmedo. Canta otro gallo, y el hombre -ya dormido- es el único habitante de la pieza que respira tranquilo y con felicidad en el rostro.

EL DÍA anterior al concierto de Pablo Regusci ya habían logrado instalarse definitivamente en Saint-Tropez: los fondos amorralados durante la semana alcanzaron para levantar los pasaportes del Camping du Grand Saule y comprar una carpa y asociarse al protocolar Pam beach Club -donde venían durmiendo clandestinos desde la noche de la fumata redonda en Cogolin. La carpa la compramos el viernes, y el sábado arrancamos temprano para Cannes en el destartalado ómnibus provinciano que caracoleaba durante horas entre pueblitos cézannianos antes de llegar a Saint-Raphael. Tren y taxi mediantes, a la una de la tarde estábamos en Ranchito medio muertos de hambre y calor y pereza: teníamos que hacer el mismo viaje en sentido contrario sin perder un minuto para poder seguir trabajando aquella noche en Saint-Tropez.

Mientras el taxímetro bajaba las cinco o seis cuadras que separaban al Pam Beach Club de la carretera, Abel iba estudiando deslumbradamente la gradación del crepúsculo sobre los viñedos. Iba pensando en dedicarles un poema, a la vez que paladeaba -con insondable alivio- la certeza de que el asesino no podía tener acceso a la nueva dirección.

El hombre de la administración los relojeó como a mendigos del Titicaca, pero ni se inmutaron. Ya eran casi las siete, y recorrieron lo más rápido posible las diez o doce cuadras que los separaban de la playa. El primer tramo -una avenida asfaltada de doble vía que vertebraba el camping- lo chuequeamos sin problemas. Lo que nos reventó fue la caminata que tuvimos que hacer sobre la arena, entre apretadas filas de carpas donde sonaban Beatles mezclados con sartenes y el latigueante tremolar de la ropa colgada. Abel se tropezó con un tiento y cayó pegándole un cabezazo a la máquina de escribir. Los muchachos siguieron tan campantes y yo quedé caído entre la valija y el bolso, frotándome autocompasivamente la pelambre. Dos congeladas pupilas teutonas que asomaron de una carpa sacudida por mi tropezón me obligaron a levantarme: les seguí el rastro a los muchachos con la mirada fija en el último sol. Tenía las manos y los pies florecidos de llagas, aunque ya no les prestaba demasiada atención. Ahora estaba distraído en odiar con fervor aquel útero falso donde debía pagarse el sobreprecio dantesco de la promiscuidad.

La carpa que habíamos comprado quedaba muy cerca del agua, en un aledaño del camping no encajonado por pasajes. Eso reconfortaba un poco el panorama. Era un iglú de 2 por 2 por 2 (y por tanto lo suficientemente alto como para pararse adentro, Pedrito incluido) montado sobre tubos inflables. Tenía piso y loneta superpuesta, y el sueco que nos lo vendió dejó un equipo adjunto que constaba de vajilla y garrafa de gas con farol. Camino a las duchas les hicimos una visita a los artesanos, que habían tenido la amabilidad de guardarnos los instrumentos en depósito durante la mudanza: encontramos a Mili y a la Miguela depilándose las cejas, con las caras embadurnadas de cold-cream.

“Parecés una murguista, loca” dijo Pedrito, haciendo un paso de baile de tablado. “Cállate majo que hoy tengo cita con el Amadeo que me va a regalar la cámara fotográfica. Y debo estar guapísima, tú sabes” cacareó la Miguela: “No todos tienen suerte como yo. Ahí la ves a la Gastona, que en este momento está haciéndose freír la cabeza en la peluquería para parecer más bonita. Y nada. Y tú que me desprecias”. “Qué porquería que sos, gallega” comentó Mili terminando de bombear un farol a mantilla: “Gastón no quiere tipos, vos lo sabés muy bien. Lo que quiere es no parecer una ruina, por lo menos”. Aquello me dolió de una manera rara. “Callate, enana” retrucó Pedrito: “Mucho relajarlo, y después te dejás hacer cualquier cosa por este-”. “Mirá, bebé” le contestó la enana, señalándose el pubis: “Yo con esto hago lo que yo quiero, no lo que quieren los demás. ¿Y vos?”. Pedrito acusó el golpe y se quedó callado. Entonces el Cordobés lo agarró paternalmente de un brazo (poniendo cara de revolucionario perdonavidas) y seguimos chuequeando hacia las duchas. Al pasar por la peluquería Abel saludó a Gastón desde una ventana: el artesano le ofreció una sonrisa lastimada aunque reconfortante, debajo del secador que lo hacía parecer una matrona.

Media hora más tarde estaban en camino a la carretera para hacer auto-stop. Abel se había duchado y vestido más rápido que los otros, y remontaba el repecho con unas cuadras de ventaja. Al llegar a la ruta tuvo la deprimente sensación de que muy pocos años antes (en su época beatlera) la idea de estar haciendo esta vida le hubiera parecido una aventura extraordinaria. El insondable alivio provocado por la certeza de que el asesino ya no tuviera acceso a su dirección se evaporó de golpe en la oscuridad -haciéndole recordar que los ojos de la Gárgola también podían brillar adentro suyo, ahora. Entonces aceptó que en realidad no tenía las más mínimas ganas de encontrar a Pablo Regusci ni a nadie que pudiera captar su condición ruinosa. Me di cuenta también -levantando el pulgar para pedirle auxilio a los primeros focos que barrieron la ruta- que no hay cuchillo guardado en la valija que valga, a la hora de defendernos de nosotros mismos.

EN LA Citadelle recibí con disimulada satisfacción la noticia de que Pablo recién había llegado y estaba recluido en la casa del empresario hasta la hora del concierto. El concierto era a las diez, y le dejé garabateado un jocoso mensaje firmado por Abel Marlowe (en donde se adjuntaba la dirección de Chez Marlene) con la esperanza de que no se lo dieran. Aquella noche manguearon hasta el casi total agotamiento para empezar una campaña urgente pro-recuperación de fondos. En el Gorille se cruzaron con los mellizos y Abel le preguntó al Ceja cómo andaba Isabelle. Me contestó sonriendo -un poco sorprendido- que la cosa marchaba bien, aunque ella estaba muy molesta. “Está podrida” gritó dándose vuelta después de haber arrancado callejón arriba. Entonces hice señas para mandarle un beso a la muchacha embarazada, sin saber bien por qué: el mellizo levantó un pulgar a la romana como dando a entender que me había interpretado.

En Chez Marlene nos esperaban Stephanie y otra tropeziana rubia sin gran pinta de reventada, aunque con el crispamiento que agarra una preciosa actriz de cuarta que ya intentó ser algo varias veces. No sé por qué diablos me dio bolilla a mí y no al Cordobés: posiblemente me vio cara de candidato a misógino y eso la habrá llegado hasta excitar. Después que hicimos el primer pasaje la patrona nos vino a felicitar por el debut y posó con nosotros para la prensa local. Esta flaca debe haber sido un avión a chorro, pensé contemplando la belleza filosa del rostro cuarentón de Marlene. Ella les preparó un fogosísimo cóctel azul que reservaba -según declaró- para las grandes ocasiones, y brindó por el arte.

“Mi amor” le pidió a una mujer de pelo platinado que apareció por una puerta interior del piano-bar: “Vení, que quiero que estos muchachos te conozcan. Muchachos, aquí tienen nada menos que un poeta un bailarín un músico un coreógrafo y un mago encerrados dentro de un solo cuerpo. Li Pomeroi: el conjunto Jamaica”. Los siete oficios de Li Pomeroi habían sido formulados masculinamente, pero ella era una tigresa inolvidable. “Un ángel” se le escapó a Pedrito mientras la mujer -que habría sobrepasado apenas los treinta años- caminaba descalza hacia nosotros. Tenía puesta una túnica hindú transparente como el Mediterráneo y una bombachita turquesa: nada más. Lo lamentable es que los ángeles no sean fanáticos de ningún sexo, pensó Abel achicando los ojos para escudriñarle los pechos con mucha más fruición de la que rebosaba (en lo posible a escondidas, como buen monaco rosso) frente a las tigresas semidesnudas del camping. “Salut, Jamaica” dijo Li, levantando la copa de cóctel azul que le alcanzó Marlene. Entonces fue que vi el aterciopelado relumbrar submarino de un crucifijo colgado al revés, flotándole entre los pezones. En ese momento alguien gritó mi nombre desde la puerta y casi me hace desparramar el cóctel del susto. Era Pablo Regusci.

Mi gemelo más viejo, pensó Abel viendo avanzar al hombre de calvicie compacta y lentes permanentes que había nacido apenas unas semanas antes que él -aunque pareciera tanto más maduro. Ahora Abel no tuvo demasiado miedo de mostrarle los ojos a aquel espejo adelantado: hubo una relampagueante congelación del tiempo durante la cual las almas se reconocieron mientras se consumaba el abrazo carnal. “Qué hacés, loco” nos murmuramos al unísono, cada uno sobre el hombro (de la misma altura) del otro. Dejé un momento a Pablo con los muchachos y le fui a preguntar a la patrona si nos podía mandar preparar algo sólido para dos personas en el restaurant que se intercomunicaba con Chez Marlene. A los quince minutos nos sirvieron una fragante fuente de spaghetti bolognesi y un botellón de vino, y nos acomodamos solos en el fondo del bar. Comimos hablando a borbotones de la dictadura las elecciones universitarias las respectivas familias y los irreversibles ex-amores.

“Pero te noto muy bien” dije pasando el pan por la fuente, ya bastante borracho. “Ando bien” dijo Pablo, vaciando su tercera copa y aceptándome un Peter Stuyvesant con teatral remordimiento. “No tendría que fumar un solo pucho más. Hoy soné como una heladera y mañana toco en Saint-Raphael”. “¿En qué hotel estás parando allá en París, bacán?” le pregunté, para torearlo un poco. “No soy ningún bacán, guacho: no soy ningún bacán. Paro en el Saint-Michel, igual que vos cuando llegaste. (Me lo contó Ma-Sa: la encontré un día por la calle.) ¿Y vos dónde estás, ahora?”. Yo tuve que prensar los párpados durante unos segundos para poder contener el empuje de llanto que me provocó la abrupta invocación de mi hermana. “Estaba en el Stella” contesté, por fin: “En la rue Monsieur-le-Prince. Muy cerca tuyo, viejo. Lástima que llegaste después que nos vinimos para el sur”. Entonces Pablo se asustó. “Vamos, che” dijo tratando de refrescar la piedad con un chiste: “Los detectives no lloran”.

Hubo un hondo silencio mientras yo deshuellaba las dos únicas lágrimas que alcanzaron a chorrearme. “Lloran” murmuré: “En los libros casi nunca aparece, pero-”. “Entonces no lo vayas a poner en tu novela, por lo menos” retrucó Pablo, todavía en tren de broma. “Por ahora no hay novela, hermano” dijo Abel: “Hasta que no se resuelva el caso la novela se vive, no se escribe. Estaba laburando justamente en una policial allá en París, pero se me murió. Ahora escribo poemas para no reventar, nomás. Como cuando era botija”. El otro lo miró fijo y se sirvió más vino. Era demasiado vino para él. “Aunque te parezca mentira, en el hotel Stella hubo un asesinato” siguió Abel, contorneando con el cuchillo una nube vinosa que quedó en la servilleta: “Mataron a un amigo. Pero el caso no es sólo-”. “¿Y a vos quién te mató?” preguntó el guitarrista: “¿Caín?”. Levanté la mirada: Pablo no hablaba demasiado en broma, ahora. Pero ya estaba prácticamente borracho. “¿Sabés algo de esos temas?” le pregunté, con un eco de súplica: “¿Sabés cuántas malditas veces tenés que resucitar para que el diablo te deje tranquilo?”. Pablo se alzó de hombros, sonriendo con menos tristeza que incredulidad. En ese momento me llamaron para seguir tocando y mientras caminaba hacia el entrepiso delantero del bar me di cuenta de que yo también estaba más borracho de lo que pensaba.

Li Pomeroi volvió a aparecer mientras cantábamos y se sentó a fumar un superlong frente a Pablo Regusci. El guitarrista la miró largamente un par de veces y le vinieron ganas de tocar: se lo noté en los pies. Cuando terminamos el pasaje lo llamé con un gesto y él se acercó a las zancadas y tocó Elogio de la danza: la gente se fue amontonando alrededor con los ojos revueltos por la belleza dominante que producía aquel hombre. Así voy a escribir, me prometí: Así voy a escribir algún día, si es que vivo. Li Pomeroi y Marlene se pararon al lado mío con las manos entrelazadas y la patrona me preuntó en secreto (antes que terminara la obra) quién había compuesto esa maravilla. “Un cubano” murmuré lo bastante fuerte como para que me oyera la otra: “Brouwer. Leo Brouwer”. Pero fue recién cuando explotó el aplauso que pude ver los ojos de la Chimère brillando adentro de Li Pomeroi. Ella no podía verme a mí, por suerte. Pablo le dio la mano a los muchachos y miró el reloj desorbitadamente y me empujó hasta la puerta. “Chau, guacho” dijo: “Nos vemos en París. Acordate de mí, y no le tengas miedo a la partitura (digo la Partitura con mayúscula, por supuesto): el asunto es domarla. Si la podés domar, vas a ver que es preciosa. Perdoname el divague: estoy medio mamado. Me voy rajando porque si pierdo el auto del empresario termino pasando el plato con ustedes”. Entonces me atenazó la cabeza contra la suya para besar el aire y se escapó corriendo calleja abajo. Yo le hice adiós un par de veces, pero él no se dio vuelta. Cuando volví a entrar a Chez Marlene me sentía como abrigado por mi propio futuro.

Ahora Abel tenía ganas de llorar pero no de tristeza, y al pasar por al lado de la Pomeroi pensó La pauvr’ Lilith -esta vez sin mirarle los pechos ni los ojos. Después me senté a conversar con la rubia crispada poniendo cara de Bogart, al mismo tiempo que miraba de pesado al Cordobés -que no podía entender cómo aquel mujerón podía estar dándome corte. Stephanie (la vampira ya seguramente expulsada por el Diamante) le succionaba el cuello a Pedrito en otra de las mesas, y Marlene y la Pomeroi había desaparecido de la escena. Entonces Abel cometió el afortunado error de tomar otra copa.

“¿Sabés por qué no puedo hacer el amor hasta próximo aviso?” le pregunté de repente a la rubia crispada. Ella dijo que no, fingiendo divertirse. “Porque soy divorciado y casado al mismo tiempo ¿entendés?” explicó Abel, con un cinematográfico cigarrillo apagado en la boca. “No. No entiendo” roncó la mujer, perdiendo la sonrisa. “Es muy fácil, my lovely” le dije: “Tengo que serle fiel a la muchacha con la que me voy a casar. Todavía no sé quién es, pero en algún lugar está viviendo. Ahora, en este momento. Y uno debe mantenerse fiel, aunque no pueda ver. Estoy seguro de que ella también me espera sin dejarse ensuciar: si no, no sería ella. ¿Entendés o no?”. La actriz de cuarta se levantó mirándome con más susto que odio y se fue a refugiar contra el zorro de Córdoba. Yo salí a la vereda a refrescarme un poco el dulcísimo vértigo de la revelación, como los borrachos de Paco Espínola. Pero resultaron haber dos revelaciones, al final: una era el dorado recuerdo de mi futuro, y la otra una pareja de palabras -todavía no identificadas- que tenía que lograr casar a cualquier precio. Al rato supe (ya menos mareado) que aquellas dos palabras eran un nombre y un apellido. Tiens, la pauvr’ Lilith Brower: la ex-mujer de Sinclair -murmuré, arrancándome crujidos de los dedos. Y seguí repitiendo mentalmente el nombre de aquel ángel con ojos de Gárgola mientras caminábamos hacia el apartamento en donde los muchachos me invitaron a dormir, para evitarme la molestia de tener que evitar el taxi en la soledad portuaria.

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